domingo, mayo 22, 2016
jueves, febrero 23, 2012
Sobre el éxito

La última vez que fui a ver a la Universidad de Chile fue el año antepasado, cuando quise aleonar a mi polola para que me acompañara a ver la semifinal de vuelta de la Copa Libertadores del 2010. Aunque no teníamos las tricotas, la vibración de dos cuerpos que se encontrarán con miles de cuerpos azarosamente reunidos por una sensibilidad nos movió todo ese día, cuando con las entradas en la mano comprendimos que participábamos de la historia; quizás esta sea una historia de desaciertos, como tantas otras, pero las cervezas previas y esa caminata por Campos de Deportes se nos manifestaban como signos que debíamos entender, participando además del resultado ulterior. Este es conocido y favoreció al contrario, como las dos veces anteriores. Casi tan higiénicos como los modales de un arribista, los fines de un deporte llevado al brillo del oro son transparentes y anodinos. Por el contrario, el lenguaje que dibujó el rostro y la voz de mi polola; los colores de la tarde; y vivir, como hace mucho tiempo no lo hacíamos, una experiencia de la totalidad –evanescente, por cierto- en los coros y la pirotécnica alegría de una hinchada, perseveran.
Dicen que el mundial de 1990 y el campeonato de Alemania, además del ejemplo de virtud y responsabilidad deportiva nos dio las coordenadas de un hito histórico, a saber, la unificación alemana, acontecimiento que fue celebrado – no sin menores cuestionamientos- por la mayoría de los nacidos entre esas fronteras escindidas. Igualmente torpes, nosotros los chilenos, nos dejamos engatusar por esas faramallas propias, quizás, del olvido de nuestro propio centenario, al celebrar la Copa Libertadores de América conseguida por Colo Colo el año 1991, no como un triunfo deportivo, sino como la síntesis de la sangrienta lucha social que había visto su origen a principios de siglo (su destrucción, el año 1973) y se anunciaba restauradora con el plebiscito de 1989, para verse consumada en 1991 con la unión de un país, digamos, concertado. Escuché también algo parecido cuando ese equipo tan pobre en títulos como rico en afición, que es la Universidad de Chile, ganó la Copa Sudamericana el año 2011. El fin de la transición, el comienzo de la democracia y la restauración de la lucha de clases fueron algunas de las sandeces esgrimidas por borrachos contertulios en las postrimerías del festejo y los días adyacentes a la resaca. Así, aunque me parezca evidente que no existe relación alegórica, ni menos causal entre estos fenómenos, es divertido hacer patente que la búsqueda de secretas sincronías entre eventos aislados, funciona como una caja de resonancia para ecos de una interpretación premoderna. Simpático, probablemente en esa sintonía, pensar que toda intentona de perpetuar una idea caiga bajo el peso de la noche del triunfo, ya que es esa la razón que pareciese regir el clavecín de la memoria. La única rima posible entre tiempos dispares es la alta sujeción a la fama, aunque la literatura sea fértil en ejemplos contrarios. En ese sentido, incluso las derrotas humillantes, a la manera de Ercilla, erigen contendores dignos, dignísimos y áureos, perfectos como perfecta haya sido su caída. Sin querer los ejemplos personales, en materia humana, digamos, de colectivos, el fútbol chileno nos ha enseñado que la pátina que queda de los segundos lugares, las prístinas eliminaciones o el orgullo de dar la batalla, nada tienen que ver con la archiconocida fórmula de esa fama que cantaba Píndaro para los grandes triunfadores. Pienso en un viejo Jaime Ramírez por las calles de Ñuñoa; en José “Coke” Contreras comprando dulces en San Diego, parado con la pose característica para patear tiros libres; en Marco Cornez tomando whisky barato al frente de una botillería con un desconocido; en Toninho, ese jugador brasileño que firmó mi yeso en una panadería; en Dante Poli, quien fue a probarse al Manchester United, siendo rechazado por su estatura, y a quien empujé por casualidad en el aeropuerto; en Marcelo Cataldo, un jugador extraordinario, vencido por el licor y luego por la religión; y en mi padre, que jugaba en el Módena de la liga del Estadio Nacional, recordando los tiempos en que pegarle con las dos piernas a un tiro libre era un don.
Hace unas horas, un equipo similar a aquel que lograra ese primer título internacional, luego de una derrota volvió a triunfar, sembrando de sonrisas y vítores la galería norte del Estadio Santa Laura. Su rival, el Club Atlético Godoy Cruz Antonio Tomba, al que estoy unido por sangre y derrotas, del mismo modo que a la Universidad de Chile, superado por la velocidad, la eficiencia y cada uno de los adjetivos que un periodista deportivo pueda aparejarle a un grupo de personas para compararlas con una máquina o un dispositivo tecnológico, dejó pasar la oportunidad de enrielarse en la vía del éxito. En un país que ve la derrota como tabú y medio de mejoramiento -puesto que todo aprendizaje es superación, borramiento y olvido-, observar a la fanaticada contraria seguir alentando todo el partido con un 3 a 0 desde el primer tiempo fue motivo de risa. Distinta, como diferente de mi filiación personal con el hincha argentino y su fútbol, fue mi reacción. Pude verme en esa hinchada los últimos treinta minutos del partido que nos tocó sufrir contra las Chivas de Guadalajara. Aunque ese partido estaba abierto y fuimos arúspices previos de lo que podría ser la gloria, la derrota galopante y palmaria no melló los cánticos de las señoras y las familias que no comenzaron a retirarse hasta los últimos minutos de juego. Quise tomar registro de esos momentos extraños y dolorosos en que la historia pareciese desaparecer para dejar una estela de lo que nuestros padres nos nombraban por sociedad civil, como intenté en este partido sacar una foto de la cancha en la que logramos el triunfo más amplio en la Copa Libertadores, pero supe que yo estaba con mi polola del otro lado de la cancha grabando con mi celular la celebración de esa derrota. Sentí que entre esos miles de fanáticos argentinos seguían vivos esos momentos que se desbrozan a diario por el trabajo, la necesidad de dinero y la distancia. En algún lugar del mundo seguíamos siendo esos mismos que recordamos ser otros, aquellos que salieron caminando llenos de lo vivido, rumbo a un departamento cualquiera, para dormir, para despertar juntos y junto a toda esa gente.
miércoles, enero 25, 2012
Sobre la pérdida (Tanizaki, Miyazaki, Mishima, Kawase)
jueves, diciembre 29, 2011
El otro Murat y Tolstoi
En mi caso, habiendo atravesado el árido valle de los estudios literarios al punto de dejar seco el lecho donde antes manaba, si no clara, al menos fresca, el agua de la literatura, volví hace unos días a leer a León Tolstoi. Si mi memoria no me traiciona, o si yo no traiciono el pacto ficcional que propone desde el comienzo la misma, lo que más me impresionó en mi adolescencia fue el peso que Tolstoi le atribuía a la moral, la culpa y el bien común. Me es difícil contrastar ahora, que bajo esa gruesa capa de hielo nadaba una extraña forma de anarquismo cristiano, evangélico. Ya en Ana Karenina la presencia de Constantino Levin, ajeno al mundo del salón y del boato o la inquietante persecución de Ekaterina Maslova, imagen del atavismo del siglo XIX en Resurrección y la estetización de la guerra por parte de los nobles en Guerra y paz, configuraban un hiato en el modo de entender la realidad. Intuía la actualidad de Tolstoi por esos días, pero sin poder siquiera esbozar un argumento.
Luego de leer Hadzi Murat, una de las novelas que no pude comprar durante mis años de colegial en las librerías de viejos de San Diego, recapacité en relación a la previa afición sentimental que me unía a su literatura. Pienso que no era tal la densidad de su moral, ni menos su carácter ácrata lo que me fascinó; lamentablemente, descubro al recorrer la historia de este general checheno la virulenta repulsa que presenta Tolstoi con respecto a su época, las convenciones y la pérdida de un sentido comunitario.
Puede decirse que Hadzi Murat es una novela breve escrita desde la mirada del otro; sin entrar en la tradición, la lengua o la sicología particular del pueblo montañés, Tolstoi mediante la refracción propuesta en la autocrítica de la sociedad noble rusa del siglo XIX, digamos, construyendo ese espejo que es Hadzi Murat, en el que pueden advertirse los prejuicios, la ignorancia y la torpeza diplomática de la alta burguesía militar, pone en crisis una serie de estatutos incuestionables en la sociedad europea, que pronto se allegarían pobremente traducidos a nuestra Latinoamérica.
La vida del caudillo Murat, para Tolstoi, más que un objeto de deseo o una fascinación particular, constituye el artificio con el que abre la aparente civilidad rusa, para quienes los chechenos – valga recordar los recientes conflictos armados con ese sector de la ex URSS- no eran más que bárbaros ignorantes, cuestión que impedía que se viese en Murat un gran estratega y un sujeto tan humano como las convenciones francesas propusieran en 1789. La captura de su familia por un separatista checheno lo llevaría a buscar apoyo en el ejército ruso, para lograr la captura y supresión de la fuerza opositora y la consiguiente liberación de sus familiares. A ese respecto, la traición, lejana a la idea de Borges, se yergue en la trama como otra figura de la traducción, en la que ese otro innombrable al aproximarse a quien lo traducirá, deja el vínculo con aquello que le da sentido a su existencia. Sea esto la muerte, los muertos o los componentes tradicionales, el espejo del otro se quiebra cuando se halla en la máxima proximidad relativa al traductor, impidiendo la imagen completa del sentido. Esta especularidad fisurada, además de parodiar las distintas capas de poder en Rusia es figura de un problema irresoluto en nuestra post realidad.
Para Tolstoi el otro no es diferente en tanto enemigo, amenaza o barbarie, sino que como un prisma desde el que se puede mirar y narrar la diferencia en torno al mundo. Los problemas que sigue teniendo Rusia con los países que se separaron de la URSS, quizás distantes por la sangre y la masacre visible, no son tan distintos de los que viven los países que conviven con poblaciones indígenas dentro de una noción de Estado homogenizador y policial. Lo que nos ocurre a nosotros con Quechuas, Aymaras y Mapuche, ocurre en el resto de América, África y el Tibet.
La degradación y la contumacia de no querer aproximarse a esa otra verdad que encuentra su traslape en otros sonidos y signos, es algo que ya Tolstoi intuía. Por lo mismo es ridículo que atentos lectores como Fernando Santivan, quien quiso coronar su devoción con una comuna tolstoiana, haya escrito La hechizada, binaria y torpe reescritura de Los cosacos, que conserva la entrada de un joven burgués a la vida rural y bruta del campo -en el caso ruso, de los cosacos- enamorándose de una chica a quien perderá al verse superado por la fuerza de los naturales; aunque en la novela de Tolstoi esto esté supeditado a la incapacidad del extranjero para comprender y adaptarse, es decir, traicionar su tradición y traducirse. Por el lado chileno, Santivan trivializa este complejo y lo desarrolla binariamente en una relación de campo y ciudad, civilización y barbarie que como la selva de Arturo Cova o Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, impide al hombre culto su conquista. Un paso adelante en la estupidez lo da Mariano Latorre con la muerte del estudiante que llega a la provincia y encuentra el amor, en Zurzulita. Más allá de lo interesantes que puedan ser las estrategias narrativas parapetadas por ambos autores, el subtexto o el discurso social y nacional no puede ser más perverso. Si ya existía misoneísmo por parte de colonos, burgueses y habitantes de la Ciudad letrada en relación con los primeros habitantes de la tierra, fuesen indígenas o bárbaros mestizos, lo que hacen estas novelas no dista mucho de la criminalización de las noticias actuales y el discurso de otro marginal, alien, casi extraterrestre, en Diamela Eltit o la reciente literatura juvenil. Aunque el otro no sea el indígena, siempre hay un modo de destruir la sociabilidad y la vida común, ya sea desde la política, la estética, el género o la pobreza, los discursos nacionales escinden el grupo de ciudadanos y personas que por gracia cayó en estos lindes. Por esto, creo que Tolstoi camina por otra vereda y me hace sentido el final de Resurrección en la que Nejludov –otro traidor- acaba refugiándose en los evangelios, habiéndose exiliado del mundo; esto, pues Tolstoi se vuelca al otro no por exotismo o compasión, sino porque ve tanto en los cosacos como en los chechenos un modo de vida comunitario que se ha perdido y olvidado en la supuesta civilización. Como Luis Cornejo, Méndez Carrasco, Manuel Rojas, Juan Godoy y Nicomedes Guzmán, la visión del otro acaba por asimilarnos utópicamente a esa otra forma de vida, en el caso chileno, a la experiencia de la miseria, de la catástrofe social, aunque sin individualizar ese dolor ni menos volverlo trágico: el germen de la sociabilidad y la promesa de una comunidad futura –al menos en estos autores- está en la parodia, la ironía y la comicidad con la que se representa el fracaso en el mundo. La carcajada en el funeral y la borrachera luego del crimen, además de ser leídos como marcas de clase o de carácter popular por los estirados profesores, son la constatación de que la vida puede ser vivida por más de una persona. En eso parecen creer algunos poetas mapuches actuales, venturosamente, y por oposición, el primer poema de José Ángel Cuevas “Mundial del 62”, texto que releo mientras me detengo a pensar, y pareciese referirse a otro mundo, otro planeta, del que debiesen venir los extraterrestres que anhelaba Jorge Teillier.
lunes, abril 04, 2011
Sobre la representación

En el caso de Chile, el pensamiento figural que rescata Erich Auerbach para interpretar la historia desde la hermenéutica, cobra importancia al presentar a la historia como un género literario y a las problemáticas de la misma como ramas de la teoría literaria. En este sentido, un acontecimiento tan trivial para algunos, como la renuncia obligada del entrenador de la selección chilena Marcelo Bielsa, más que indicar la voluntad de un colectivo de personas naturales de Chile de preocuparse por un hecho trivial y no pensar la situación geopolítica de Egipto, Pakistán o Tailandia, releva al menos dos asuntos. En primer lugar, que aunque las instituciones estén construidas por hombres, es difícil encontrar una institución que represente a las personas que la constituyen. Ahora bien, si hay un hiato en la representatividad en el ámbito público, es claro que el mundo privado anula esta posibilidad de representación. En segundo lugar, si un deporte motiva la voluntad de ver representadas las ideas de la mayoría de personas que construye el discurso del mismo deporte en un país cualquiera, este hecho no sólo se liga con la frustrada representatividad, sino con que las necesidades y voluntades de un pueblo, de una mayoría, no son capaces de lograr los cambios que requiere el pueblo o la mayoría, para ver satisfechas tales exigencias. En el caso de Chile, esta ridícula y patética situación se funda en el mito de una asamblea constituyente que nunca existió. No hay en Chile una representatividad de los colectivos, pues no hay una constitución en Chile que haya hecho patente la voluntad de vivir comunitariamente de todos los sectores sociales, políticos, económicos y territoriales de nuestro país.
A nadie le importa lo que piense la mayoría, lo importante es que Chile es un país con sólidas instituciones. A este respecto, pensar en la relación que propone esta repetición continua, digamos, la figura de la imposible representatividad, conduce a la lectura de tales iteraciones y a la revelación de que en Chile sólo hay empleados y empleadores. Podrá objetarse la situación de clase, la comuna o ciudad, la religión, los estudios e ingresos como factores mucho más importantes para describir la vida de un país, pero es necesario hacer hincapié en que cada uno de estos aspectos se conjugan en la relación entre dos personas, colectivos o discursos. Así, la dirección del discurso del empleador está dirigida hacia la anulación de los derechos y garantías del empleado que, en el fondo, tiene que ver con violentar la dignidad humana de cada persona. Además, el empleador le otorga a toda instancia de la vida el halo del trabajo y el imperativo de la productividad. En ese sentido, la vigilancia, esa policía en que se transforma la política, según Ranciere, está fundamentada en la protección de la propiedad privada y la minimización de las virtuales propiedades de los empleados. Tan ficticio como este contrato social, la responsabilidad que le cabe al empleado al responder adecuadamente al empleador, refleja la imagen del subalterno que binariza decimonónicamente las formas de la vida en sociedad. Por esto, intuyo que más allá del bazar o tienda de abarrotes en que han convertido a este país un grupo de mercachifles, sólo quedan ruinas de un pensamiento y una idea de vida practicada por una minoría en desaparición.
Puede decirse, no sin temor a equivocarse, que hoy las respuestas a este espíritu de clientes – en el caso de ser empleador- o la pasividad de quien no alcanza a decidir qué consume, sino que es obligado por el imperio de los precios o el imperativo crediticio, está en la polaridad conservadora, aunque no aquella ligada a la pertenencia de la tierra, sino la que, injustamente, carece de tierra y practica la trashumancia en una suerte de nostalgia de una unicidad que probablemente pertenezca al mito. Aun así, la insistencia conservadora es elocuente en sus planteamientos, pues vive y sobrevive por la restitución de la tierra, lo que escatológicamente podría leerse como una restauración o una vuelta a un origen. Nada está más lejos de esta apreciación.
Tan distintas como alejadas, las experiencias del aymara, quechua, mapuche o rapanui sólo pueden ser consideradas como accidentales o excepcionales, dignas de ser llamadas estados de excepción. Quizás el caso más emblemático sea el de aquellas personas naturales sujetas a una lengua otra y a una sobrevida, en este caso, la urbanidad. La vida de las ciudades, estudiada largamente no alcanza a clarificar cómo se realiza la inserción y por qué hay sujetos que logran desasirse de una tradición y asumir otra como propia. No creo que dicho fenómeno sea extraño en todos los ámbitos del saber, sólo dibujo su dificultad. Con respecto a lo anterior, la nula existencia de la comunidad o la representación de la misma, garantiza, mediante el blanqueado discurso de una segunda modernidad (simulada dentro de las estrategias críticas de la diferencia, aunque estructurada binariamente) que estos reductos de lo otro, de una radical separación entre el sujeto incluido y la ficción del bárbaro que vive en lo rural , ese intersticio que en la superficie es el otro, supuestamente tenga que ser asimilado al gran discurso del progreso, de la enseñanza y las leyes de mejoramiento estandarizado.
Volvamos al punto en que un sujeto se desase de su tradición, se suelta y adopta otra como propia. Si hay un espacio en que esto puede darse es el de la literatura, ya que su vitalidad –si es que hay vida como la conocemos en la literatura- estriba en la actualización y desactualización de estructuras, tópicos, temas, estilos, figuras e ideas de mundo, siendo cada uno propio de un contexto determinado. Sin pensar en los escritores, la escritura se nutre de aquellas materias que no parecieran estar presentes en los instantes de producción. El mundo árabe en Pedro Prado, el ocultismo en Juan Emar y el budismo en Gabriela Mistral, pueden ser algunos ejemplos. Así, estos “forzosos” paralelismos entre tradiciones dispares y aparentemente desvinculadas acaban productivizando y enriqueciendo la móvil consistencia de ese fantasma llamado Occidente. Ahora bien, cómo se representa o cómo se ve representada esta diferencia en la propia territorialidad, es un tema aparte, conflictivo y aún irresoluto. Cómo en Chile se representa esa ruptura con la convención Occidente y se intenta comprender el desapego, la desafiliación de las culturas, etnias o colectividades que aún pueblan al interior de las fronteras de esta ficción patria. Surgen, al menos, un par de preguntas: ¿hay literatura en Chile que discuta estos problemas de representación? ¿Hay literatura en Chile que discuta el estatuto de lo chileno y la ficción de esta representatividad?
La dilación propuesta en la forma del aplazamiento, el festinar con los modos del pensar, hoy en día diseña una algarabía que replica los fracasos europeos de comprender el mundo. La confusión entre filosofía, crítica y teoría, productiva para la escritura, en los ámbitos de lo comunicable, reproduce la distancia entre el empleador y el empleado. Quienes dispensan el conocimiento producen falansterios, pequeños grupúsculos de saber y producción de conocimiento dirigido, crean jergas subsidiarias a las jergas europeas, aprenden los nombres de las cosas en otras lenguas y se fascinan en la discriminación a la hora de pensar en los productos culturales. Leemos en los “artículos” de la prensa o de blogs una insistente contumacia al querer igualar géneros con procedimientos, textos con discursos. Que esto es una crítica, que aquello es una reseña, que lo otro es un artículo o un paper. ¿Qué es un paper? Papel. De este modo, no tan sólo quienes estudian en la universidad, sino aquellos que quieren hacerse de un poder, digámoslo así, una llave para dominar una pequeña parcela del pobre circuito lector chileno, más que entregar lecturas desde una subjetividad, construyen una ficción de representatividad altanera, elitista e ignorante. ¿Para qué sirve la crítica, sino para desestabilizar los lugares comunes y deslegitimizar los espacios ocupados por la hegemonía crítica europea? ¿Dónde está el falo hoy? A pesar de esto, los jóvenes y los que no lo son tanto insisten en aceptar a pie juntillas la experiencia de Francia, Alemania e Inglaterra como suya. Lugares comunes como la huella, la desaparición, el cuerpo (no el cuerpo, sino su –in-significante) y la memoria confirman la estrechez crítica de quienes leen agachando el moño. No hay reflexión sobre las lecturas, sino un simple proceso de identificar (habilidad cognitiva básica en el listado de habilidades propuestas por el MINEDUC) y repetir, cortar y pegar información.
Por otra parte, la intención de hacer ilegibles aquellos discursos que ya abogan por eso, es decir, los discursos literarios, más que un esfuerzo es una flojera. Al cabo, plantear un modo de valorar o una escala valórica en la que habrían mejores o peores textos literarios sin siquiera comprender los contextos de producción, recepción y la breve e inexistente historia literaria chilena, al menos, es necio. Además, podría afirmarse que establecer rankings, más que polemizar o remecer, conduce a reproducir los esquemas de valoración propios del mercado en sus rankings de libros más vendidos. Por ende, quienes proclaman el diálogo en esos términos, instalan la representación de ese diálogo en un binarismo de subalternidad tácita. No creo prudente recordar los esfuerzos de Martí en La edad de oro pero salta a la vista que la docencia es un oficio en declive, casi tanto como la vocación pedagógica o expositiva. ¿Ha habido algo más en Chile que una crítica impresionista? Sí. Desde la filosofía, la historia y los estudios académicos. ¿Hay un puente entre la crítica endogámica académica y la crítica pública, a saber, visible en medios de comunicación? Podría decirse que no, pero intuyo que los esfuerzos que se están dando, agónicos, tienden a esa zona. No son menores los esfuerzos de Zambra, Sanhueza y Espinosa a ese respecto; aunque podría juzgárselos de impresionistas o parciales, juzgo que la intención de hacerse de un espacio público es valioso, más aun que la búsqueda de un púlpito desde el que proferir sentencias o dogmas.
Son necesarias lecturas y preguntas sobre la representación y en qué medida la literatura actual representa los problemas de una nula representatividad. ¿Cómo podemos llamar representación a un procedimiento estético e ideológico que sólo halla consuelo en su decir? ¿Hay una crítica hospedada en la literatura con respecto a la tradición, a la idea de Occidente o a la historia, o sólo es una pulsión que puede hospedarse en ensayos, reseñas, comentarios, glosas, notas o artículos? Quizás pensar nuevamente la forma de desestabilizar las expectativas del lector, la idea del lector mismo o los medios de producción que asume el arte conduzcan a construir una literatura que le haga frente a este contrato social subrepticio y clasista en el que vivimos. Estimo que dichas reflexiones tienen que ver sobremanera con la teoría, hoy, más que con la filosofía y la crítica, específicamente, aquella que estudió y sigue estudiando los géneros literarios.
lunes, enero 24, 2011
Necrospectiva Vol.1. de Pablo Espinosa Bardi
Abandonando la juventud para abordar la escritura, podría decirse que la multiplicidad de factores que diseñan un ámbito y una realización de la violencia, aunque permiten visualizarla con mayor claridad, no la explican. Tampoco lo hace el hecho de que en Chile hayan proliferado estéticas narrativas (y a veces poéticas) ligadas a géneros marginales con respecto al cenit canónico literario. La entrada de la Ciencia Ficción, la narrativa policial, así como la presencia de la imaginería japonesa, el gore, los comics y la oleada de narradores que en Chile cultivan, hipertrofian, mezclan y desarrollan estas disciplinas, si bien no alcanzan a explicar la curiosa aparición de este libro en el extremo norte de Chile, al menos permiten comprender un campo de referencia.
Necrospectiva Vol.1. es una serie de retazos – fragmentos- unidos arbitrariamente en razón de una sensibilidad, un proyecto de experimentación entre géneros literarios. Por ende, no es posible establecer que sean efectivamente cuentos o este sea un libro de narrativa. La construcción de una variedad de voces, sujetos que enuncian desde el yo un discurso del encierro, la tortura, las excrecencias, el miedo y la vulneración de los espacios privados y colectivos, parecieran estar más ligados a fragmentos de un diario o las anotaciones dispersas de un cuaderno de poesía. En Necrospectiva Vol.1.no encontramos la configuración de un tiempo, personajes, sujetos y acciones que se ven transformados por el tiempo o la historia. Estas estampas, digamos, proyecciones de una violencia que se representa según los códigos de los grotesco y lo horrible, hoy en día, aunque llamativas en su disposición y contexto de producción, cobran importancia al apreciarse como transposiciones de la destrucción síquica, social y física producida por el comercio y el aislamiento.
Como enunciara al principio, no es descabellado comprender los textos de Necrospectiva desde una muestra de diapositivas espirituales, que exponen y traducen los conflictos de los referentes. La invasión de objetos extraños al cuerpo, a la protección del sujeto y su ámbito, ciertamente reflejan la invasión del espacio público, así como la violencia del decir y la repetición descriptiva, además de parodiar el discurso científico, también lo exacerban, mostrando cómo en nuestro país estos modos de representación han anulado las presencias. Ya sean las torturas físicas en dictadura, la contabilización de los votos, las estadísticas y los índices de pobreza y crecimiento, las representaciones de lo real en Chile, como diseña con excesiva corporalidad Espinosa Bardi, se han encargado de posponer y virtualizar el sufrimiento y la materia. En ese sentido, Necrospectiva.Vol.1. nos devuelve a una sensibilidad con respecto a las presencias y no a los nombres y figuraciones por las que catalogamos.
Desde el horror y la abyección, Espinoza resitúa, no tanto lo visceral – espacio aún ausente-, sino la tensión que existe entre ese cuerpo y aquello que lo rodea. Romper ese continuum de lenguaje sobre lenguaje, además de inquietar, no puede ser menos que interesante, aunque por otro lado, la profusión de esquirlas o fragmentos, puedan entenderse más como una algarabía o la asunción de un modelo preestablecido para representar lo irrepresentable. En ese sentido, es posible cuestionar los fines que persigue la escritura de Espinosa, principalmente pues toma tópicos y ámbitos trabajados hasta el cansancio por el comic, el cine, la música y cierta literatura de outsiders, sin plantear una crisis, salvo la que pareciera sugerir la situación de enunciación.
Quizás sea necesario volvernos sobre ese punto. Las políticas de la geografía, los derroteros del nombre y las dificultades de la multiculturalidad que aflora en las fronteras. Es interesante pensar esta literatura fronteriza en las fronteras del bicentenario de la ficción nacional
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Acerca de mí

- Juan Manuel Silva Barandica
- Mendoza, Provincia de Cuyo, Argentina
- Mancebo acomplejado por el torvo gesto del ahíto, y la sutil inclinación a la macerada escoria que frecuentemente reemplaza al libre pensamiento.