He leído en los Uppanishads que El Inteligente no nace ni muere. No brotó de nada ni nada brotó de él, y a raíz de tan extraña afirmación recordé una anécdota que, creo, puede tener que ver con esto:
Caminando un día a fines de agosto rumbo a la casa del escritor Abelardo Castillo, descubrí en las calles de Buenos Aires, más específicamente en el barrio del Once, que en una semana mi uso del lenguaje no había superado los quince minutos de intercambio, es decir, el uso conciente de una lengua. Más aún, ante el imperativo de presentarme como un intelectual u hombre capaz de sostener una plática razonable, pude concluir que el estado de mis reflexiones era muy bajo y humilde, cercano a la tierra.
Sin olvidar que el objetivo era llevar la conversación con el escritor hacia los alcances del esoterismo y la literatura esotérica, el temor que un peregrino siente al llegar a las proximidades del templo, no fue sino una gota en la clepsidra que mi tiempo consumía junto a los histéricos comerciantes de Santa Fe.
Al recordar aquel hiato, aquel satori en que vi vaciarse por entera mi historia en el lenguaje, puedo afirmar que: ni la soledad, ni la práctica peripatética, ni el magnetismo de una ciudad como Buenos Aires, ni menos la conversación con un ser más educado en la prolija cavilación que yo, son condiciones necesarias[1] para aproximarse a la verdad, es decir, el centelleo que anula todas las separaciones o fracturas con lo otro, o la certeza de participar del afuera compartido, mediante una grieta en lo continuo, y más claramente, una intuición transubjetiva y atemporal. Pareciera ser, incluso, que en ciertos espíritus el mito del anacoreta sólo ha reportado dividendos accidentados. Por consiguiente, el pensar-sentir dicha situación me ha llevado a contemplar que sólo como instrumentos voluntarios y determinados del lenguaje y de la red de relaciones latentes y patentes que nos organiza, somos capaces de reconstruir el momento en que la noche se cierra en el alba, el momento en el que aquello que nace se nos muestra con la vejez del universo. Es el ser un mendicante de las sobras familiares, en el ámbito sistematizado y ordenado por leyes conocidas, y no el ser un extranjero disfrazado de turista, el rol que hay que jugar para disipar, primeramente, la bruma del habla hacia el otro sostenida, y después dejarse conducir por el agua del lenguaje, y así saber su sustancia, y todo lo que deja en nosotros, para luego desaparecer.
He de aclarar que no es menester mío, más que aparentar pensamiento. Ya que no vivo ni muero de eso. Entonces, niego la posibilidad de la revelación (sea de la naturaleza que sea) en el viaje en que NADIE se obnubila por lo conocido, sino contrariamente, por todo lo que amenaza y es desconocido, por el peligro de la novedad que no necesita que la imaginemos. No condiciono la novedad a lo desconocido, ni menos a una especial actitud, disciplina o requerimiento, aunque es cierto que sólo aquellos espíritus disciplinados y atentos, pueden recibir la luz de lo que desaparece y pervive, luchando contra la ceguera en la traducción de un instante al lenguaje siempresente.
Toda persona es digna de revelación, mas no todos pueden reproducirla para el simulacro de la comunicación, llámese esto poesía, filosofía o arte; siendo lo único inviolable en esto, la libertad de aquello apelado y dormido en el lenguaje, a saber, el objeto del que habla el lenguaje cuando ya no habla más que de sí. Ahora bien, si no es en lo desconocido sino en lo conocido el vórtice ¿cómo solucionar la paradoja del lenguaje, al que creemos conocer al mismo tiempo que nos antecede y sucede, superándonos en teoría y práctica? El lenguaje es familiar, es materno, y al igual que la ciudad conocida, puede ser transformado por la imaginación[2] para ser novedoso o aparentarlo. El lenguaje y la ciudad son lo familiar amenazante, esto, pues en y desde ellos puede reproducirse el fantástico efecto que logra en nosotros lo desconocido. Así, lo único que desaparece en lo rutinario es la fascinación del peligro. No lo buscamos en nuestra lengua cotidiana. Nos asalta, pues hemos dejado de aprehender y sólo lo libre puede asaltar. En ese sentido, el lenguaje y el hospicio, idénticos otros, son el espacio y el ámbito de aquello que puede transformar lo que se entiende por reflexión o inteligencia. Aquí, eso que puede provenir del extremo pasado o el futuro incierto aparecido en el presente, como un vacío en la condición del ensueño o embriaguez que vela, sólo significa, sólo nos es útil para nuestra felicidad y plenitud, para reconstruir o construir por vez primera lo que somos, cuando entra, cuando se hospeda como historia y como necesidad de no sabernos únicos en el lenguaje y nuestro hábitat. También nosotros, poetas de la fertilidad, podemos traducir lo conocido para infectar al hombre de tedio con la alegría de lo común, del pequeño intersticio que comunica o puede comunicar con el Dios que protege nuestros pasos, para no estar más solos, para ser la gramática, sintaxis y léxico (nosotros), en una ciudad recobrada y en el poema que anteriormente referí como la red de relaciones patentes y latentes, a saber, la lengua o material que creemos conocer y en la que nuestro terror inicial puede ser verdadero, puede ser grito y trompeta en la Jericó del alma.
Finalmente, de aquella tarde, sólo recuerdo lo que me aterró: la posibilidad de haber perdido el rumbo al lenguaje, a la imaginación y al hogar donde el fuego atrapado nos ilumina por las grietas de sus murallas. Así, he llegado a creer que la inteligencia es ese espacio intermedio análogo al que se abre en la revelación cotidiana , al que entramos como sujetos a hospedar las ciudades, los lenguajes y nuestros propios barbechos. Por lo mismo, no es importante para el hambriento, ni el agricultor, ni quienes disfruten luego de él tal alimento; lo esencial es que nunca se olvide que el hambriento no existe, existe el hambre, y que la fruta no es más que el espejismo de un péndulo desconocido y extraño, que aún así nos permite el solaz.
[1] Tampoco creo que los estados de ánimo lo sean. Sobretodo, pues el alma es lo único inmudable.
[2] La imaginación es el punto de encuentro entre la materia libre y la técnica, en que la asociación de ambas en un intermedio, logra conjugarlas como una prehistoria, un augurio o como el sumergirse en las profundidades de lo existente.
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