martes, octubre 03, 2023

domingo, septiembre 24, 2023

Imágenes del libro Sanatas





















 

domingo, mayo 22, 2016



Mantra de la reconstrucción


Tal vez las cosas a nuestro alrededor deban su inmovilidad a nuestra certidumbre de que son ellas y no otras, a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas.
Marcel Proust

       
1.

En una lectura de Marcelo Cohen sobre el monumental libro Zurita, este plantea hacia el final del texto que “Zurita es una empresa de agotamiento”, y pareciese esta afirmación formar parte de un eco moderno, uno en que la voz del progreso y la esperanza de la producción humana lograran autocumplirse en un fracaso estrepitoso, haciendo de cada impulso por reconstruir una colectividad o un sentido comunitario, una acción destructiva. Esta fuerza –si cabe llamarla así‒ ha acompañado a la poesía dándole a procesos naturales (como la muerte o el olvido) y otros mecanismos un sentido constructivo, pero a la inversa. Me explico: como se asume tácitamente que la construcción moderna fue fallida desde el comienzo, muchos proyectos poéticos intentan desbaratar ese edificio. Ya William Carlos Williams veía reparaba en cuestiones similares hace tiempo: “Obsérvense, por ejemplo, los primeros poemas de Auden, con su ruinoso trasfondo industrial de desechos y destrucción. Pero incluso esas cosas van quedando atrás y pasando de moda, al tiempo que la física moderna gana terreno”. En ese sentido, podría hacerse una lectura de la destrucción en la poesía chilena, y, por qué no, en la latinoamericana.
El caso de Germán Carrasco no es anecdótico ni este, Mantra de remos, su último libro, un paso cualquiera. Desde Brindis hasta Ruda se puede leer la poesía de Carrasco como una exploración en la figuración intraducible del chileno, una crítica a la cerrazón del espacio público, una parodia al carácter religioso del poeta y la poesía, una búsqueda de imaginarios no nacionales, un desorden en los referentes tradicionales del poema y de la valoración capitalista del arte, entre muchas posibles interpretaciones. Creo que el signo que destaca y que podría aunar estas producciones es la voluntad entusiasta, en sus primeros libros, y más cansina y desolada, en los últimos, de ironizar los constructos arbitrarios y estables del sentido común burgués, es decir, la imagen de mundo frustrado que nos legó el militarismo obsecuente y masculino, y la fantasía crediticia de la Concertación.
Esta lucha, si cabe llamarla así, encuentra un giro, un quiebre, si se quiere, en Mantra de remos, un libro que, a pesar de sintetizar una nueva energía en su título (esta es, la de la transformación mediante el viaje, o del viaje como transformación, en la metáfora de la repetición de una acción humana ‒el remar‒) busca una salida mediante esa forma de la meditación trabajosa, una experiencia de mundo nueva, una en la que entremos en la catástrofe como agentes, invirtiendo esa figura del progreso que es la reconstrucción, para resignificarla en una mesura singular, humanizándola y dándole espesura.
Para efectos prácticos, este entusiasmo que dona la poesía al sujeto puede rastrearse en el libro a través de varias imágenes, pero creo que las más evidentes son: el niño, la mirada y la ternura.
Si el evento en el que se cifra la destrucción, por lo general, es artificial y humano, Mantra propone la repetición rítmica de los terremotos y tsunamis, reajustes o ajustes de cuentas con que la realidad formatea y borra la débil grafía de los hombres. Así, frente a la catástrofe, es la experiencia infantil, la vivencia inmediata del niño, una manera de reconstruir, “porque un niño no necesita/oxigenar cansancio ni culpa”. Es la mirada, el sentido primero para la filosofía (otro sentido de la teoría, fundada en el mirar, es el viaje) la acción que revive la materia muerta: “Como un niño de un pueblo perdido/ cuyo único espectáculo era ver /el camión de la basura”. Es el infante que aprende a hablar, que descubre la realidad el que se emparenta con el científico y el poeta romántico al hallar en el canto del ave el oscuro contenido de la historia: es el precipicio desde el cual se escuchan los dinosaurios y se vive el asombro, todo desde un simple escalón.
El tiempo es un niño que juega a los dados, es un río, es aquello que sé sin poder explicarlo y es lo que produce que las cosas pasen dos veces: como tragedia y como farsa. Y es el tiempo el fenómeno figural de la rima entre dos momentos o hechos. Porque cuando traemos del pasado un texto ‒solo por poner un ejemplo‒  y este es un cristal tanto más limpio para mirar nuestro presente, pareciese ser que las leyes del pasar y las mutaciones nos mostrasen la materia misma de toda transformación. Esto, pues la acción creadora, como plantea Gramsci, no surge del interior de la creación: “La literatura no genera literatura, etc., es decir, las ideologías no crean ideologías, las superestructuras no crean superestructuras, sino como herencia de pasividad e inercia. Son engendradas, no por «partenogénesis» sino por la intervención del elemento «fecundante» de la historia, la actividad revolucionaria que crea el «hombre nuevo», es decir, nuevas relaciones sociales”.
            Y es que, en este sentido, la crítica es una de las formas de esa interrupción, de esa “intervención del elemento fecundante”, dado que su aparecer (sea en la forma que sea) debiese, al menos, poner en entredicho el estado de las cosas, la validez de los constructos y cómo al ir ganando en aplomo, los modos de comprender la realidad van también se van hundiendo al hacer menos flexibles y ágiles las representaciones. Y en eso el niño es hábil, pues también permite la figuración doble, la de Jano, el andrógino o géminis: “Ser él una pareja/ contener los dos sexos/no extrañar. No lo sabe./ Segunda y tercera Noble Verdad”. “Ingresar con sentidos niños /y mirada virgen al cinematógrafo”.
            La mirada, la imagen en movimiento, la yuxtaposición, el cine: Carrasco sitúa el punto de la enunciación en el simulacro de lo documental. La mirada como teoría, como viaje “razón por la cual escribir o filmar /cualquier ítem de la realidad/ es suficiente”.  El desplazamiento cinerario, es decir, tomar las materias que están muriendo y sostenerlas en su agonía mediante la luz de las imágenes, la luz que genera la ilusión de la vida y que enciende las cenizas para que, como en La invención de Morel, quienes amamos sigan existiendo en un Mantra de remos, en una repetición gozosa, sexual y reproductiva: “Kim Deal decía que si uno escribe canciones /es fácil hacerlo, el asunto/  es componer algo que sientas/ que quieras interpretar ad infinitum / con el  mismo entusiasmo del momento/ de la composición”. Es también el desplazamiento de la realidad, que representa y logra capturar nuestro paso: ser atrapados como una imagen pues “hay un deseo inconsciente/ de que la natura nos invada/ en una larga y lenta toma”. En ese sentido, se busca la imagen como el cuerpo amado, como un descanso y una introspección. Un lenguaje que avanza hacia adentro, “la cámara que registra y acaricia en silencio” y que da paso a la reconstrucción, pues la memoria de tiempos pretéritos que estaba reservada para la pintura y los salones, fue luego imagen democrática, reproductiva, entrando en dominios del tiempo mediante el montaje: y es que la salida documental de Mantra pareciese oponerse al trabajo de desmontar lo real desde una idea figurativa (como Jaime Pinos, Camilo Brodsky y Juan Carreño) o conceptual (piénsese en Iluminaciones de Rimbaud, Taberna de Roque Dalton o el principio de composición de John Ashbery); pienso que, de alguna manera, propone una síntesis, que, tomando elementos discretos de la realidad, los hace confrontarse y chocar, como lo han hecho la cultura popular y la cultura de la elites en nuestra lengua e imaginario: culto y demótico, alto y bajo, “Es algo así como una pelea de pájaros/ hasta que uno de los volantines cae:/ se va cortado, se dice/ que es la misma expresión que se utiliza/ para el orgasmo/ o el despido de personal/ o cuando alguien  muere”. Pero el cine, lo kinésico, es también otra forma del desplazamiento y de la promesa moderna, pues lo que nos devuelve el trauma y la catástrofe, es la posibilidad creadora desde esa carencia, que, en el fondo, es libertad, andar sin tantas cosas ni amarras, torpe como el albatros en cubierta, pero gigante y liviano en el aire. Aquí podría aparecer entonces el reciclaje del que hablaba Nelly Richards o la imagen del clochard que Enrique Lihn tomó de Walter Benjamin leyendo a Baudelaire, pero lo cierto es que la reconstrucción se parece más al tikkun olam cabalístico y al kintsugi japonés: “sostenía que en vez de crear/ había que reconstruir: parchar/ y conservar fotos. ¡Perfecto!/ ¡Hasta las trizas de un jarrón barato/ sería un rompecabezas zen!”. Y es que, más que oro, lo que reúne las piezas y fragmentos es la ternura, el amor que logra fundir una nueva idea de totalidad, ya no orgánica ni coherente, sino plural y diversa.
            La ternura, en este sentido, es otra forma retórica, de la resignificación de las energías destructivas para nombrar lo mudo, aunque en voz baja, con cuidado, como en el luto o el amor. El nido de venas, las lombrices, los elásticos, las cintas de casete, el capullo de seda “y las yemas/ de tus dedos/ que acarician/ los latidos”. Y, a propósito, uso la palabra ternura, pues aunque no aparece en Mantra; es este el ánimo insuflado a las relaciones de parentesco con las cosas: los paisajes, las aves, los cuerpos y las palabras se vinculan y se reproducen con ternura. La cámara se posa levemente, casi en silencio, y los sonidos que se emiten son parecidos a las vibraciones que la materia produce al mostrarse en su inestabilidad. Es esta versión “femenina y receptiva” de las cosas la que permite conjugar la diseminación masculina y la recolección femenina, justamente pues el acto de síntesis no es unitivo sino suspenso: se respeta el ámbito de cada entidad, como fotogramas proyectados sobre una superficie. Así se representa además la reconstrucción desde la cita modernista del jardín como la naturaleza humanizada, puesta en escala del hombre. “Se siente como un jardinero/ respira hondo y piensa /en la buenaventura de los jardineros”. Es curiosa la desencantada esperanza de la recreación, de la reconstrucción; es un tipo de débil fuerza que permite, como la etimología de esperanza sugiere, estar parados, resistir en la china enseñanza, no imitando al mundo, sino siendo dúctil como él: “Intenté que los poemas fueran/ alegres como tu jardín/ o los niños que juegan en la playa/ pero hoy me rindo acepto esta sinopsis/ de la muerte que sin ella/ el poema no está completo nada/ está completo”.
            Mantra de remos es un libro complejo y, a la vez, esperanzador, qué duda cabe. Al punto de que si nos detenemos en la construcción del título mismo, descubrimos que el complemento del nombre (“de remos”) que sucede al mantra es en sí una metáfora y una imagen que sugiere, en primer lugar, el contrapunto entre el imaginario de Occidente y de Oriente. El mantra refiere tanto a la mente como al ejercicio de reunión de sonidos para ser pronunciados en ceremonias litúrgicas y acceder así a un estado meditativo. Así, además del binarismo Occidente/Oriente, estaría el binomio movimiento/quietud en relación a lo productivo e improductivo, esto, atrayendo también la fractura entre lo profano y lo sagrado. Hay, sin embargo, en esta construcción, una vocación de nombrar algo que no puede nombrarse, pues justamente los remos producen sonidos a través de la acción humana, siendo el Mantra de remos la repetición de los sonidos de las cosas, como si entre los pecios del naufragio pudiésemos encontrar el tono para volver a cantar. Carrasco lo expone de ese modo “En un territorio sísmico solo es posible/ escribir con erratas,/ pintar con pinceles sucios,/ filmar agramaticalmente/ y en formatos antiguos y obsoletos”.
            Hay en esta aceptación de lo inestable, de lo errático y falible, una profunda comprensión del cambio, de las transformaciones y, fundamentalmente, del carácter trópico y figurativo de la realidad. Por lo mismo, que la experiencia infantil, el cine y la ternura (parcialmente mistraliana), como imágenes de la reconstrucción alcanzan, en este conjunto de poemas, a cristalizarse en una propuesta o al menos en el atisbo de que existen más posibilidades de decir que el conformismo inane  y la ironía corrosiva. De alguna manera, Carrasco logra dar pie a que piense que el ánimo en las escrituras y sus condiciones de posibilidad están cambiando. Versos como “Yo quería puro presente/ pura contru de memorias venideras” y “La Pietá/ son los dedos de una mujer/ que en la noche le ofrece a un hombre/ un trozo de clonazepam con agua” son una marca textual de aquello y de que al final, siempre al final, está la experiencia del autor, su vida y el texto que escribe con sus actos. ¿Por qué siempre se asumirá que todo lo que se representa en los poemarios y poemas son las vidas de quienes los escriben? Es como que se dijera que todos los poetas son borrachos y vagos; los teatreros, winners; y los novelistas, asegurados. Puro lugar común. Creo que, de pronto, para el reseñista de turno es más fácil echar mano a lo más próximo que leer atentamente. Pero sí, finalmente Mantra de remos puede leerse como una bitácora amorosa en la que se busca una libre familiaridad con las materias y sujetos. Por otra parte, Mantra, sin caer en el chorreo de nombres, es posible de ser leído como un canon personal de literaturas e ideas no centrales, o bien, de cómo aquello que se cree central y único crece como la mala yerba en cualquier parte: Gloucester, Licantén o Nueva Quillahue.
            Esto y más es Mantra de remos, como diría el periodista, un libro dantesco, aunque en la onda de La vida nueva. Una escritura propositiva y luminosa, que abre la puerta para que entre la mañana en la oscura casa de lo privado.

2.

No sé si les ha pasado, pero cuando uno escucha cantar las palabras empiezan a emparentarse por sonidos, sentidos, texturas y familiaridades que nada tienen que ver con lo lógico o la comunicatividad; pierden ese fantasma, que es el sentido único, y se ramifican en múltiples solidaridades y texturas: vibraciones entre palabras, posiciones que riman, siluetas traslapadas, ritmos que se conjugan, entre palabras y grupos de palabras, sílabas y letras, entre versos y estrofas, entre poemas y libros.
Cuando alguien canta, tranquilo, no con la voz más estridente o para recibir el billete; cuando se canta por cantar, las palabras dejan de funcionar para el utilitarismo comercial; ocurre, como en el poema de Carl Sandburg, que los cascos y las bayonetas son macetas para que crezca la hierba y todos los muertos de la Primera Guerra Mundial puedan florecer, que esos cuerpos sean mucho más (o menos). En un sentido budista: que la metáfora sea la constatación que el signo no es solo un signo sino una posibilidad, una energía que transita y que en la transformación halla su ley. En un sentido taoísta: que las energías forman parte de un movimiento de transformación: múltiple y unitario. Tropos o figuras: una movilidad que parece estática en el desplazamiento de la metonimia y la trasposición de la metáfora, pero que, gracias al montaje, se dinamiza para transformar el espacio en tiempo, las imágenes mentales, verbales y visuales en el cine, o, pensándolo desde un punto de vista no occidental, en la materialización de lo inmaterial bajo el signo del dragón: sintetizar en el flujo el caro binarismo reduccionista de nuestro imaginario. Como lo plantea Germán Carrasco:
El canto de los pájaros/ se escucha/ desde la época de los dinosaurios:/ habla de peligros, combates/ galeanteos y alarmas/ y eso era lo que llamaba la atención/ de los románticos ingleses/ del científico/ y el niño (24).
Es que el canto no es hermoso solo por la ambiguación que produce su ejercicio, ni tampoco por traer oscuros aspectos del pasado; el canto es fundamental pues presentiza y en eso Carrasco encuentra una acertada rima con el cine. Walter Benjamin había alegorizado este conocimiento desde el relámpago (la luz) del conocimiento y el trueno desde el que advendría el texto, la interpretación y el sentido. Benjamin advertía ya que la presentización que simulaba el cine era fundamental para levantar el espíritu de aquellos tiempos homogéneos y muertos a los que acude el historiador, ya sin fuerzas, para referir a las posibilidades del futuro. Y es que lo que es simulacro en el cine se transforma en una articulación concreta en el canto: se toma el lenguaje del pasado, con su carga de fatalismo y fracaso y se lo transforma con la ductilidad y esperanza de las entidades vivas, es decir, mediante las estrategias del canto y su figuración, para mostrar ese lenguaje muerto en toda su posibilidad, haciendo saltar los goznes y taras, para que con tales vertientes prefigure nuevas experiencias del mundo, trascendentales y que permitan alterar nuestra comprensión de la experiencia misma y lo real. Quizás en ese sentido Shelley planteaba que “los poetas eran los desconocidos legisladores del mundo”, dado que por la agitación y mutaciones que presupone el canto mismo, se producen las condiciones para que un nuevo mundo pueda ser experienciado. Es difícil que concibamos el bíblico binarismo del mundo sin el paralelismo (helénico-judaico), o que interpretemos mediante relaciones de semejanza el dispar mundo, sin la metáfora; o que la yuxtaposición aparentemente ilógica de elementos discretos de lo real permita una configuración nueva y dinámica del mundo, sin el montaje. Aunque sea una argumentación gruesa, o brochagordera ‒en el decir de Carrasco‒, es esencial que se haga notar que la poesía debe estar consciente de las posibilidades del canto, de que los poemas no son solo mensajes, o fragmentos, o voluntariosas traducciones de otros textos. Esta conciencia de la potencialidad del canto en la poesía, me parece fundamental ‒en el sentido de un fundamento‒. Sufrir el vértigo de la construcción, sufrir las cosas del mundo, como dice Oppen, pero sabiendo que más allá está el canto: en el fondo del poema, dormido. Y Carrasco lo sabe.

3.       

            A raíz de lo anterior, pareciese tener razón Mathew Arnold, al afirmar que “La charlatanería está para confundir u obliterar las distinciones entre excelente e inferior, sonoro e insonoro o solo algo-sonoro, verdadero y falso o solo parcialmente-verdadero. Está la charlatanería, consciente o inconscientemente, en el momento en el que confundimos u obliteramos aquello. Y en poesía, más que en cualquier cosa, no puede permitirse confundir u obliterarlo”. Tanto la carencia de función de la crítica como la proliferación de valoraciones erráticas ha cuajado en un estado de confusión, en el que ni siquiera la subjetividad o el gusto pueden desplegarse coherentemente. Y no es que Arnold acierte en el binarismo capitalista que subyace a su juicio, sino que en la inmovilizadora y cínica confusión que se esparce por la interpretación, crítica y producción de artes. Es como ocurre en el cuento “El traje del emperador” de Hans Christian Andersen: nadie quiere decirle al emperador que está desnudo. En realidad, más que eso, podríamos intentar explicarnos a nosotros mismos por qué nos gusta o nos disgusta cada modo de representación al que nos enfrentamos, en este caso, en poesía.
Cuando Paul de Man lee a Walter Benjamin y “La tarea del traductor” repara en que la palabra alemana para “tarea” es anfibológica ‒anfibia, ambigua‒, en tanto refiere además al hecho de abandonar una labor, desistir, fracasar. Esa derrota implícita en el acto de traducir, o su posibilidad siquiera, debiese participar al menos en el acto de leer, específicamente, la poesía. Ningún equipo entra a la cancha a golear al campeón vigente: no se puede entrar al poema erguido, con altanería; el poema pide silencio, lentitud, aplomo, respeto. Y ojo que este respeto no tiene nada que ver con lo sagrado o lo binario, más bien es la condición de aquello que no puede ser binarizado o uniformado.
            Siempre me pasa que, antes de leer un poema, siento una sincera consciencia de mi ignorancia. No una ignorancia culposa o llorona; en realidad es una suerte de aceptación de que aquello que leeré me superará, en tanto lector. Luego, el juicio y la experiencia estética poco importan, puesto que para relatar la comprensión intuitiva del poema pienso que ese estadio inicial es fundamental. Leer lento y con respeto, como si cada palabra fuese un cristal que va a quebrarse en la lengua.
            Por lo mismo trato de no escribir sobre lo que no sé, a menos de que sienta el enamoramiento que provoca en el espíritu la experiencia estética, y tienda a escribir con ese embobamiento y en la medida que la figuración permita reemplazar la precisión conceptual de los especialistas. Con respecto a la poesía, si al menos hubiese cariño, no se la leería como si se estuviese hablando de una canción de rock, una película o una crónica. Digo esto ‒sin ejemplificar, pues sería en extremo latero‒, dado que la primera reseña de Mantra, escrita por Juan Manuel Vial, además de exponer el cariño que siente por la escritura de este libro, avanza sin una necesaria preocupación por conceptos que, a esta altura, casi son parte del sentido común del esteta de turno. Se proponen como características de Carrasco: “maneja con precisión y acierto las imágenes, las obsesiones y los sentimientos que aborda (…) construcciones prolijas y técnicas (…) que revelan una búsqueda muy seria tras la palabra exacta, un encantamiento sofisticado con la sonoridad del verso y, cómo no, un oído privilegiado”. Aunque todavía me pregunto qué quiere decir “manejar con precisión y acierto las imágenes”, sobre todo porque no hay una claridad sobre qué quiere decir imagen en poesía, creo que la precisión, el acierto, la prolijidad y la seriedad debiesen ser condiciones para una producción que merezca adjetivos elogiosos. En ese sentido, tales palabras, más allá del gusto, poco nos dicen sobre la particularidad de una poesía.
            Por ejemplo, en un poema como “Atacama”, que no es representativo del libro completo, pero en el que se dan ciertas características, se lee:

El gris inmenso del desierto
ocupa todo el plano.

Toda la soledad del planeta 
o un territorio extraterrestre.

Aparece lentamente en cuadro
una escolar hermosa

Con una blusa impecable
y mirada limpia.

Lleva, a modo de bandeja,  
una maqueta de la vía láctea.

Este poema, simple en apariencia, compuesto de cinco dísticos, presenta en su melopoeia (o figuración sonora) una musicalidad curiosa, con versos que varían en sílabas y pies acentuales para terminar con un endecasílabo por esdrújula. Si esto no nos dice mucho, los paralelismos que plantean las sonoridades quizás son más significativos. Así, la rima asonante que existe entre “inmenso” y “desierto” es la más evidente, ya que forma parte de una figuración estable, pero cuando pasamos al par “todo”-“territorio”, “extraterrestre”- “aparece”- “lentamente”, “plano”-“cuadro”, notamos que las relaciones espaciales se van deformando desde una constatación de lo material a la dimensión del tiempo, más aun cuando el sentido principal es la vista, representado en el “cuadro”, siendo el movimiento el de una cámara, que, como en todo el poemario se aleja de la primacía del sujeto, al ir hacia la recuperación de los fenómenos, las cosas y su lenguaje, que se quiere oír, pero a través de lo visto. La aparición plantea una participación distanciada del “todo”-“territorio”, a través del “modo” ‒la forma que toma la comparación”‒ siendo el avance de los dísticos un aparente paso de una situación de claroscuro (entre vocales abiertas y cerradas) a la luz de las siete vocales “a” en el último endecasílabo.  
Tal vez el aspecto más importante de la figuración vibratoria por sonidos esté en el quiebre que se plantea al disponer el par “escolar”-“soledad”, que sitúa un adjetivo en posición de sustantivo y un adjetivo que, en principio, nada tienen que ver, pero que, en el poema, amplían la experiencia de lo único, de la visión, en un ámbito común, pues la condición de la soledad es lo individual, mientras lo escolar es aquello compartido, colectivo, como la experiencia del cine, que, en la medida que es narrable, que plantea un relato o una colección de imágenes yuxtapuestas, puede ser entendido por grupos humanos. En este punto se releva el trío “planeta”- “maqueta”- “bandeja”, haciendo eco en el adjetivo “lenta” que configura el adverbio “lentamente” y el verbo “lleva”, cuestión que presentiza con una velocidad humana el diálogo y la lectura de un cuerpo cósmico, como el planeta, y el carácter artificial y constructivo de la maqueta y la bandeja, creaciones manuales que son figuras de la representación, en tanto miniatura y receptáculo. En ese sentido, la espacialidad que se presenta en un contrapunto entre lo alto y lo bajo acaba mostrando visualmente la artificialidad a una escala de hombres, en la que hasta lo más privado se transforma en comunicable. La “vía” es “limpia”, como el “desierto” es “inmenso” o ambos pueden ser vistos de esa manera. No es accesorio que el último par, “mirada”-“láctea”, parezca ser tan arbitrario en la asonancia de sus “a”, mediadas por la “e”, este fenómeno, también, da pie para que hasta el ejercicio de observación más limpio, el de los cielos del desierto, tenga una nube, y que la experiencia de lo abierto sea incompleta. Atrae, además, este par, la ambigüedad que el adjetivo “láctea” presenta cuando se extrae de su espacialidad cósmica, para relacionarse con el estadio niño, el escolar, quien aprende el mundo y se deja aprender por las experiencias, quien está maravillado y ansía comprende todo en una escala próxima. Quizás la mirada láctea sea tanto la de la niña como la de la cámara –figura del sujeto que enuncia-, exponiendo que el poema es visión pero como una reflexión, en la que lo que mira es mirado y en la que se “ocupa” el signo como una “blusa”. En la que el mundo aparece de nuevo, ya no como un set de reglas o una cárcel de lenguaje al que se es arrojado, sino como una construcción “hermosa” en la que participamos y aprendemos, es decir: un relato que podemos y debemos entender y modificar.

En el plano de la fanopoeia, es decir, de la figuración por imágenes visuales, es evidente, como hemos apreciado, que los cinco dísticos  configuran una suerte de proscenio sobre el cual se ejecuta una reproducción, a la manera del retablo del Maese Pedro ‒en la segunda parte del Quijote‒, dentro de la cual hay una rajadura de lo real, poniéndose en juego el diálogo entre el artificio humano (la maqueta ) y la diáfana visión del cosmos (cielos del norte), ambas aproximaciones que se ven mediadas por una joven escolar. Al contrario que en el Quijote, la representación no se encuentra interrumpida, sino que funciona a la manera de la heráldica o de la puesta en abismo, reflejando micrológicamente el orden superior. A raíz de esta lectura superficial, además, podemos darnos cuenta de que los cinco dísticos no son tal, porque el tercero y cuarto en realidad forman una unidad, quedando cuatro dísticos pareados, que permiten establecer relaciones de paralelismo entre ellos y, por qué  no, con una forma clásica de la poesía china de la dinastía Tang: el lüshi, que fue una forma que regeneró un tipo de poesía más antigua (llamada gushi). Según la enciclopedia Britannica, un octeto (ocho versos) compuesto por cuatro dísticos pareados, con tres momentos: “Exposition (qi) was called for in the first two lines; the development of the theme (cheng), in parallel verse structure, in the middle, or second and third, couplets; and the conclusion (he) in the final couplet”. Y si es evidente que qi es el desierto y he la maqueta en las manos de la niña, en el desierto, bajo el cosmos, lo interesante aparece al aislar el paralelismo en cheng (es decir la propuesta de síntesis de los dísticos): por una parte, la aparición del planeta, la Tierra en su posición cósmica y luego la niña, la escolar que se presenta a través de la belleza y reproduciendo, en una puesta en abismo, la imagen visual (la mirada limpia).
Si hacemos el ejercicio de leer así, no puede ser menos que curiosa la vibración que provoca el contrapunto entre la escolar y el planeta, cuestión que no era evidente ni desde la sonoridad ni desde los campos semánticos que propone cada signo. Sin atisbos de ecopoéticas o de lugares comunes como ese, la figuración de un espacio desde la infancia es interesante, ya que el ámbito sería también un agente, un productor de discurso, aunque de manera aún no formalizada. Si el poeta intenta traducir la experiencia de la creación, la creación misma estaría intentando expresarse, estando ambos conectados por el acto de aprender, por un proceso que sería también la creación. En este sentido, las imágenes que se creen estáticas estarían animadas y en movimiento, impidiendo codificarlas desde el binarismo o la univocidad. Así, lo que sugiere la lectura desde la tradición china es una presencia de imágenes dinámicas como cifras de un proceso en el que lo que varía, realmente, son las escalas de comprensión: el balbuceo que se proyecta por la experiencia de un balbuceo mayor, produciéndose un oxímoron entre la sensación de parentesco y analogía, y la intuición de la intraducibilidad de la experiencia del mundo.
Además, el estudioso Francois Cheng, plantea que habría en esta retórica de las imágenes un doble movimiento: “la expresión de una simbiosis sutil entre el hombre y el mundo, simbiosis que la poética china expresa con la combinación de dos términos: qing, «sentimiento interior», y jing «paisaje exterior»”.  En el fondo y en la superficie, la exterioridad que se representa en el paisaje desértico y la puesta en abismo de la maqueta, no serían más que la expresión de un plano sentimental vaciado, de una sensación de tácita comunicación entre las entidades, una traducción imposible, que necesita situar las cosas en su lugar para que ellas hablen: el sentimiento como espacialidad, como exterioridad.
Hay, entonces, además de la expresión (el traslado del interior al exterior) sentimental, un diálogo entre el sujeto que enuncia y lo enunciado, entre el lente y el mundo[1], que, al mismo tiempo, plantea una comparación (bi) y una inspiración (xing) entre lo humano y lo cósmico, para hacer patente que, si bien los niveles pareciesen corresponder analógicamente, la comprensión del tránsito entre tales estratos solo queda en un balbuceo, es decir, que a lo único que puede aspirar el sujeto-lente es mostrar cómo se dan estos posibles paralelismos y cómo se transforma la energía que atraviesa ambas imágenes, sin explicación ni discurso adosado. Un realismo, podríamos decir, para nada occidental: una realidad móvil, contradictoria y que se opone a la síntesis o la glosa.

Ahora bien, en términos de logopoeia, o, en el decir de Pound, el descubrimiento del logos, del lenguaje en que se construye el mundo y, también, el contexto y tradición en el que se instala la representación, si en las anteriores lecturas se podía esbozar la ironía, es en este punto en el que se presenta definitivamente. La lectura que parece ser más sencilla siempre es la última, la que pasa más desapercibida. Y esta interpretación surge de la primera pregunta, quizás la menos pretenciosa: ¿Qué hace una escolar caminando por el desierto de Atacama con una maqueta de la vía láctea? Esa simple pregunta nos lleva a la tópica representación nacional en la imagen del niño, cuestión que Carrasco pareciese parodiar, consciente que la particularidad no funciona simbólicamente para representar el complejo arbitrario de un Estado nación. Además de radicalizar la diferencia con esta escolar atacameña (suponemos), la teatralidad de su posición en el escenario cósmico con una representación cósmica en sus brazos, pareciese cristalizar una alegoría plural y difícil de asir. Como en “Un mensaje imperial” de Kafka, la escolar, sin un origen ni un destino, avanza por el desierto, como un texto o un poema, sin emisor ni destinatario, en la soledad de la pura referencia: la exteriorización de toda interioridad.  Y podríamos decir que ni siquiera avanza, que está detenida en medio de las transformaciones que el universo supone. Las escalas, en este caso, hacen que lo humano se muestre ‒irónicamente‒ en su pequeñez  (Caspar Friedrich “El caminante sobre el mar de nubes”), una ironía romántica que se actualiza al leer a través suyo las grandilocuentes representaciones que se han hecho desde la niñez para figurar a Chile. 
Quizás en un primer sentido, más allá de la parodia haya otra ironía, esta es la de mostrar la inutilidad del orden patriarcal militarizado (la escuela) en la imagen de una escolar que no está en la escuela, una escolar expuesta en la desnudez del desierto con su trabajo. De una manera más literal, el cuestionamiento al código y al mundo estaría en la misma pregunta: ¿Qué hace esa escolar ahí? No estar donde debe estar. No estar haciendo lo que debe. Como el resto del libro Mantra de remos, la escolar nos revela la inutilidad de los deberes impuestos, la univocidad patriarcal y el orden.






[1] Según Cheng: “El bi (comparación) se usa cuando un poeta recurre a una imagen (por lo general de la naturaleza) para figurar una idea o un sentimiento que quiere expresar.  Se usa en cambio el xing (inspiración) cuando un elemento del mundo sensible, un paisaje, una escena, suscita en él un recuerdo, un sentimiento latente o una idea hasta ahora no expresada”.

jueves, febrero 23, 2012

Sobre el éxito


La última vez que fui a ver a la Universidad de Chile fue el año antepasado, cuando quise aleonar a mi polola para que me acompañara a ver la semifinal de vuelta de la Copa Libertadores del 2010. Aunque no teníamos las tricotas, la vibración de dos cuerpos que se encontrarán con miles de cuerpos azarosamente reunidos por una sensibilidad nos movió todo ese día, cuando con las entradas en la mano comprendimos que participábamos de la historia; quizás esta sea una historia de desaciertos, como tantas otras, pero las cervezas previas y esa caminata por Campos de Deportes se nos manifestaban como signos que debíamos entender, participando además del resultado ulterior. Este es conocido y favoreció al contrario, como las dos veces anteriores. Casi tan higiénicos como los modales de un arribista, los fines de un deporte llevado al brillo del oro son transparentes y anodinos. Por el contrario, el lenguaje que dibujó el rostro y la voz de mi polola; los colores de la tarde; y vivir, como hace mucho tiempo no lo hacíamos, una experiencia de la totalidad –evanescente, por cierto- en los coros y la pirotécnica alegría de una hinchada, perseveran.

Dicen que el mundial de 1990 y el campeonato de Alemania, además del ejemplo de virtud y responsabilidad deportiva nos dio las coordenadas de un hito histórico, a saber, la unificación alemana, acontecimiento que fue celebrado – no sin menores cuestionamientos- por la mayoría de los nacidos entre esas fronteras escindidas. Igualmente torpes, nosotros los chilenos, nos dejamos engatusar por esas faramallas propias, quizás, del olvido de nuestro propio centenario, al celebrar la Copa Libertadores de América conseguida por Colo Colo el año 1991, no como un triunfo deportivo, sino como la síntesis de la sangrienta lucha social que había visto su origen a principios de siglo (su destrucción, el año 1973) y se anunciaba restauradora con el plebiscito de 1989, para verse consumada en 1991 con la unión de un país, digamos, concertado. Escuché también algo parecido cuando ese equipo tan pobre en títulos como rico en afición, que es la Universidad de Chile, ganó la Copa Sudamericana el año 2011. El fin de la transición, el comienzo de la democracia y la restauración de la lucha de clases fueron algunas de las sandeces esgrimidas por borrachos contertulios en las postrimerías del festejo y los días adyacentes a la resaca. Así, aunque me parezca evidente que no existe relación alegórica, ni menos causal entre estos fenómenos, es divertido hacer patente que la búsqueda de secretas sincronías entre eventos aislados, funciona como una caja de resonancia para ecos de una interpretación premoderna. Simpático, probablemente en esa sintonía, pensar que toda intentona de perpetuar una idea caiga bajo el peso de la noche del triunfo, ya que es esa la razón que pareciese regir el clavecín de la memoria. La única rima posible entre tiempos dispares es la alta sujeción a la fama, aunque la literatura sea fértil en ejemplos contrarios. En ese sentido, incluso las derrotas humillantes, a la manera de Ercilla, erigen contendores dignos, dignísimos y áureos, perfectos como perfecta haya sido su caída. Sin querer los ejemplos personales, en materia humana, digamos, de colectivos, el fútbol chileno nos ha enseñado que la pátina que queda de los segundos lugares, las prístinas eliminaciones o el orgullo de dar la batalla, nada tienen que ver con la archiconocida fórmula de esa fama que cantaba Píndaro para los grandes triunfadores. Pienso en un viejo Jaime Ramírez por las calles de Ñuñoa; en José “Coke” Contreras comprando dulces en San Diego, parado con la pose característica para patear tiros libres; en Marco Cornez tomando whisky barato al frente de una botillería con un desconocido; en Toninho, ese jugador brasileño que firmó mi yeso en una panadería; en Dante Poli, quien fue a probarse al Manchester United, siendo rechazado por su estatura, y a quien empujé por casualidad en el aeropuerto; en Marcelo Cataldo, un jugador extraordinario, vencido por el licor y luego por la religión; y en mi padre, que jugaba en el Módena de la liga del Estadio Nacional, recordando los tiempos en que pegarle con las dos piernas a un tiro libre era un don.

Hace unas horas, un equipo similar a aquel que lograra ese primer título internacional, luego de una derrota volvió a triunfar, sembrando de sonrisas y vítores la galería norte del Estadio Santa Laura. Su rival, el Club Atlético Godoy Cruz Antonio Tomba, al que estoy unido por sangre y derrotas, del mismo modo que a la Universidad de Chile, superado por la velocidad, la eficiencia y cada uno de los adjetivos que un periodista deportivo pueda aparejarle a un grupo de personas para compararlas con una máquina o un dispositivo tecnológico, dejó pasar la oportunidad de enrielarse en la vía del éxito. En un país que ve la derrota como tabú y medio de mejoramiento -puesto que todo aprendizaje es superación, borramiento y olvido-, observar a la fanaticada contraria seguir alentando todo el partido con un 3 a 0 desde el primer tiempo fue motivo de risa. Distinta, como diferente de mi filiación personal con el hincha argentino y su fútbol, fue mi reacción. Pude verme en esa hinchada los últimos treinta minutos del partido que nos tocó sufrir contra las Chivas de Guadalajara. Aunque ese partido estaba abierto y fuimos arúspices previos de lo que podría ser la gloria, la derrota galopante y palmaria no melló los cánticos de las señoras y las familias que no comenzaron a retirarse hasta los últimos minutos de juego. Quise tomar registro de esos momentos extraños y dolorosos en que la historia pareciese desaparecer para dejar una estela de lo que nuestros padres nos nombraban por sociedad civil, como intenté en este partido sacar una foto de la cancha en la que logramos el triunfo más amplio en la Copa Libertadores, pero supe que yo estaba con mi polola del otro lado de la cancha grabando con mi celular la celebración de esa derrota. Sentí que entre esos miles de fanáticos argentinos seguían vivos esos momentos que se desbrozan a diario por el trabajo, la necesidad de dinero y la distancia. En algún lugar del mundo seguíamos siendo esos mismos que recordamos ser otros, aquellos que salieron caminando llenos de lo vivido, rumbo a un departamento cualquiera, para dormir, para despertar juntos y junto a toda esa gente.

miércoles, enero 25, 2012

Sobre la pérdida (Tanizaki, Miyazaki, Mishima, Kawase)


Sobre la pérdida (Tanizaki, Miyazaki, Mishima, Kawase)

Y aquel corazón tampoco responderá
A mi voz, a su alegría o aflicción despierta.
Todo terminó… y mi canción resonará
Donde ya nada queda de ti, en la noche desierta
Anna Ajmatova
Imagino que deben haber asuntos aun más inenarrables y excéntricos, pero no basta constatar la particularidad de cada situación, puesto que, justamente, en estos casos se enarbolan consignas de universalidad, destino humano y sentido común. Pienso en materias más complejas, como lo haría con respecto a la imaginación, ya que la experiencia de la pérdida no es, propiamente tal, una experiencia, sino la incapacidad de acceder a una experiencia deseada. Evidente, por cierto, que todo acontecimiento que interfiera en la conciencia, discurso y siquismo de un sujeto es una experiencia, pero advierto también que esta situación encierra una negativa precisión, esta es, la de anular el valor de la experiencia presente por una falta. Jacques Derrida hablaba de la suplementariedad, del carácter protético de ciertas prácticas, asimismo otros del tabú, la rememoración y la conmemoración de eventos funéreos a escala social. Distinto es el sentido de la pérdida, al menos en mi caso; como para los antiguos, a nosotros la única religión que nos sobrevivirá será la de los muertos, así, aunque las políticas de la memoria intenten colectivizar el dolor de la pérdida, de la aniquilación, del extinguirse, la concreción de la muerte del otro es el luto. Hiato ético, diría alguno, dado que a pesar de que el morir iguala a todos los hombres es esta forma y su particularidad lo que los distancia, devolviéndolos a una política inicial, digamos, una que encierra la diferencia, la suma de dos individuos: lo binario. Dos personas requeridas, una para desaparecer y en su estela capturar la belleza de la que hablaba Poe, y otra que decodifique, interprete, padezca y sobreviva la pérdida de esa relación primigenia.
Perder un hijo, una hermana, el padre o la compañera no son acontecimientos narrables, como ya lo dije, pero en su tensión negativa dejan una pátina en las materias (el tiempo, quizás), en los cuerpos que cubrieran y en la memoria de la costumbre, de las rutinas, eso que también llamamos tradición. Walter Benjamin pensaba que la pérdida del lenguaje de la naturaleza y de la lengua adánica había dejado un vacío –según Paul de Man- en el lenguaje humano bajo la forma del duelo o el luto, pues la naturaleza se ha enmudecido para nosotros. Pareciese que la mudez de las cosas corresponde a la de la muerte, pues aunque se reconozcan crepusculares los tiempos que vivimos, nuestra tendencia estriba en elidir, suprimir u posponer el duelo o el luto, a saber, la experiencia de la pérdida. Japón, antes de olvidarse, era un pueblo cauto y respetuoso que enfrentaba –según Junichiro Tanizaki- la aplastante asepsia y blancura occidental, con espacios oscuros, hechos de madera, con poca ventilación, para que la luz entrase como la presencia que se había perdido. En ese sentido, conservar el paso del tiempo por superficies tan disímiles como el piso o el inodoro, más que representar una idea circular de la temporalidad indicaba la presencia de quienes ya no podrían habitar esa casa más que por ausencia. Los dioses tutelares que protegen la casa: lares, penates; o bien los pequeños espíritus del bosque llamados kodamas, siguen rondando los lugares, como sugiere el sentido de la palabra kodama: eco.
Es el eco de otro espíritu –Totoro- el que lleva a Hayao Miyazaki a soñar la historia de una familia escindida por la enfermedad de la madre y cómo esa pérdida o la latencia de una pérdida definitiva enfrenta a las dos pequeñas hijas de la pareja al discurso unidimensional de la realidad. Azuzadas por el padre y una anciana vecina de la casa de campo a la que llegan durante el comienzo de la película –quizás para llevar a cabo la recuperación de la madre-, las niñas, Mei y Satsuki, entran por el hiato del discurso científico de la vida a la experiencia de lo tradicional: un mundo lleno de muertos y espíritus. El descubrimiento de los espíritus del polvo, la presencia de Totoro y su capacidad de ayudar al crecimiento de las plantas, además del escondrijo que, igualado a la ensoñación, conduce a las niñas al interior del gran árbol -que representa la vida del bosque-, van separando esta experiencia intersticial de la afección materna. Un relato fantástico, podríamos nombrar, pero que más que poner en duda la concepción racional del mundo, desestabiliza la temporalidad de su decurso, puesto que el síntoma de la inminente muerte de la madre sólo destaca el abismo que separa al hombre contemporáneo de la muerte; esto, ya que las niñas se relacionan naturalmente con los espíritus mas no con la enfermedad, siendo que tanto Totoro como el gatobus son entidades que sintetizan ambas pulsiones, traduciendo, como si quisiesen iniciarlas, la dirección en la que va la vida y el viento, para un lado y otro. Así, aunque parece que la madre se recupera, las niñas descubren en su niñez la oquedad de las convenciones modernas: las personas no desaparecen, se quedan entre nosotros como nosotros mismos lo haremos para otros.
La monumental tetralogía de Yukio Mishima llamada “El mar de la fertilidad” es una lectura que contiene tantas vidas que una sola no le haría justicia a su examen. Compuesta por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel este relato fragmentado en cuatro retazos va desde principios del siglo XX hasta el año 1970, iniciándose con la ociosa y frívola vida de Kioyaki Matsugae y su amigo Shigekuni Honda, y cómo Matsugae se enamora de Satoko Ayakura, perdiendo todo estribo y contención de su apacible vida, adormilada por el proceso de adaptación a Occidente que emprende Japón, como quien traduce un texto sagrado y en su divulgación pierde el original. Nieve de primavera inaugura el proceso de decadencia de la sociedad japonesa, la que comenzará a perder sus costumbres, sus jerarquías y el carácter marcial de lo viril hasta la masacre de Hiroshima y la consiguiente invasión cultural y económica de los Estados Unidos, cuestión que se representa con una maestría similar en la novela de Akiyuki Nosaka, Las algas americanas. Carentes de síntesis, estas cuatro novelas llevan el nombre de un mar de la luna (Mare Fecunditatis) como si en la observación del satélite –la diosa blanca de Robert Graves- estuviese también la retórica del alma, a saber, cómo esta se conjuga y vuelve a aparecer sin mismidad, aunque reconocible.
Si Nieve de primavera representa la búsqueda de la consumación amorosa como motor que logra develar el destino de Kiyoaki, es también la historia de la amistad entre él y Honda, relación que se trunca por la muerte, lo que llevará a que este joven descrea de la vitalidad, el arrojo y el entusiasmo. Ya en Caballos desbocados, aunque pareciera antojadiza la presencia de Honda, el relato se enfoca en el hijo del instructor de Kiyoaki, un hombre tosco y conservador, a quien Honda desprecia, pero que por misteriosas razones acaba encontrándose en un torneo de kendo, en el que Isao Inuma, su hijo, combate. Extasiado por la destreza física del joven, Honda decide ir a bañarse a la cascada con el hijo de Inuma, probablemente sólo para recordar que Kiyoaki le había dicho antes de morir “Nos veremos bajo la cascada” y reparar en tres lunares bajo su axila, mismos lunares que tenía Kiyoaki, e intuir que es una reencarnación suya. El alma hiperbólica de Kiyoaki ha vuelto a encarnarse en estado de samsara en un joven ultranacionalista que sólo quiere consumar su vida en el sepukku, o suicidio ritual de máxima honra para el japonés devoto al Emperador. En otro capítulo Honda advierte que Isao representa un sueño de Kiyoaki, escrito en un cuaderno que el amigo conservará hasta el final de la historia. El triste y rutinario abogado, cuando la situación lo requiere, acaba representando legalmente a Isao, quien cae a la cárcel. Como testigo llaman al dueño de la posada que recibiera diecinueve años atrás a Kiyoaki y a Satoko, y que ahora debería haber presenciado las reuniones de un grupo que planeaba un atentado contra la estabilidad institucional de Japón. El anciano, carente de precisión –al parecer-, entre los acusados destaca a Isao, ya que es el único joven que conoce, aunque la explicación que da de tal reconocimiento sea posible por haberlo visto hace diecinueve años llegar con una chica a pernoctar, edad que no correspondía con la de Isao. Si la vida de Kiyoaki alcanza la combustión por el amor, la de Isao se consuma en la fidelidad a un estado de las cosas olvidado, quizás relativo al honor o la lealtad. Luego de tales encuentros, Honda en El templo del alba visita India para rememorar sus conocimientos de las diferentes escuelas del budismo y así interpretar el diario de sueños de Kiyoaki, volviendo a encontrarse en el decadente reino de Siam con la pequeña princesa Ying Chan, pariente de los dos príncipes que estudiaran en Japón durante la década del diez junto a Kiyoaki. Rimando con otras apariciones, durante el día concertado para el encuentro, además del desprecio que el intérprete thai le provoca a Honda, ocurre que la pequeña niña lo reconoce e intenta que él se la lleve a Japón. Años después, plenos del horror de la guerra y la desolación reinante entre gente desnaturalizada, Honda es avisado de que la princesa está en su país. Desde el amor que dejase Kiyoaki empozado en su alma y cierta pulsión erótica, Honda desea la proximidad de la joven princesa, quien asiste y se relaciona con su trivial círculo de amigos, entre los que se cuenta una poeta lesbiana, un truhán, una madre que perdió a su hijo y una japonesa traducida al código estadounidense. Honda intuye, nuevamente, mediante la lectura de los sueños de Kiyoaki y el estudio del budismo en sus diversas escuelas, que la presencia de la princesa siamesa no es más que la reencarnación de su amigo. La tensión sexual existente entre los amigos se representa en la necesidad de Honda de aproximarse a su objeto de deseo –Ying Chan- a pesar de que su edad y la importancia de su cargo se lo impidan. Al cabo, la revelación de la marca distintiva de la reencarnación de Kiyoaki se muestra mientras ella y la poeta lesbiana mantienen relaciones sexuales y Honda las observa por una rendija. Podría comprenderse que esta novela trata del dominio de las perversiones y cómo el valor de la convención decae cuando se vacía de una tradición, o síntesis entre materia y espíritu, pero es también el reflejo de la potencia de la vida, que se consume, como en esa habitación que se incendia al final de la novela.
Figuras de la última novela, La corrupción de un ángel, las anteriores disponen los elementos que se reunirán en la vejez de Honda, quien adopta a un joven que trabaja en un faro. Toru, a su vez, emparentado por los sueños y la profundidad de sus pensamientos con Kiyoaki es una versión aun más abúlica y reflexiva que él mismo; esto, ya que pareciese estar jugando fríamente con las personas (en especial con una chica muy fea que cree sólo en su belleza) y calculando en qué medida afectarles o hacerles daño. En ese escenario la triste relación matrimonial de Honda y su mujer, así como el gran prestigio que se ha granjeado como abogado van destruyéndose junto a la relación que intenta sostener con Toru, creyendo que por medio del control podrá salvar del sino fatal a esta última reencarnación de Kiyoaki. Aunque todo se aniquile y esta novela trate más de ese desaparecer de un mundo y el recuerdo de su estadio anterior, Honda acaba volviendo al monasterio donde se recluyera Satoko, la amante de Kiyoaki, en busca de respuestas con relación a las reencarnaciones y a su propia vida atado al samsara y a la muerte violenta como constante. Creo que en esa escena final se concentra un sentido posible: el olvido y la vacuidad son formas que adopta la vida para desplegarse y replegarse, el satori, en ese sentido, es comprender que a pesar de que se quiera destruir un estado para acceder a otro, hay esencias, espíritus y modos de aparecer, como el viento, que chocan y siguen chocando a través del tiempo –ola a ola- contra el pesado discurso de lo real.
“El mar de la fertilidad” es también la desgarradora voluntad de un amigo de volver a ver a su amigo, y cómo aquello que creía muerto sigue vivo en él, incluso cuando se encuentra con el amor de la vida de Kiyoaki y descubre que el amor pervive en el centro de un parque donde sólo corre la brisa, como si ese hálito silencioso renovara lo que sintieran dos personas pero mediante el crecimiento de la flora. En ese sentido, también las historias contadas para suspender la muerte y el luto son posposiciones del vacío, la pérdida de Kiyoaki y de la plenitud de un amor que se extingue.
Naomi Kawase narra en su película, Mogari no mori, la historia de una cuidadora de un asilo de ancianos en el campo japonés, idéntica imagen que la que podemos apreciar al principio de Totoro. Más allá de la tensión entre modernidad y magia o ciudad y campo (esbozado en películas como Pompoko), esta historia trata de un anciano que hace treintaitrés años perdió a su mujer quedando vaciado e incapaz de volver a relacionarse con el mundo. Asimismo, el motor de la historia es que le avisan que luego de treintaitrés años su mujer dejará este mundo para hacerse parte del Buda. Por su parte, la chica que lo cuida ha perdido su hijo, hallando el uno en el otro un compañero en la vivencia del dolor y la pérdida; luego del cumpleaños de Shigeki (el viejo), Machiko (la joven) decide llevarlo a un paseo en el campo, el que se ve frustrado por un accidente con el automóvil perdiéndose ambos en el bosque, atrapados por una tormenta, para llegar al lugar en que Shigeki insiste que está enterrada su esposa. En ese momento, abrazado a un árbol como si fuese ella, comienza a dejar uno a uno varios cuadernos que corresponden a cada año que ha tenido que pasar luego de la pérdida. Literalmente, esta película puede ser leída como la representación del tiempo que toma a un cuerpo aceptar que el cuerpo amado se ha destruido, pero de igual forma el espíritu pervive, persevera en el cuerpo del que padece el luto, la pérdida, en la rutina más miserable, los lugares archiconocidos, es decir, la aniquilación del cuerpo corresponde a la aniquilación de la particularidad, aunque la experiencia de dicha particularidad siempre sea diferente. A ese respecto, dos escenas conmovedoras: una en la que Shigeki está sentado al lado de un piano y su mujer aparece para ayudarle a tocar la canción que jamás aprendió a tocar, y lo logran, hasta que su mujer se levanta para irse; y aquella en la que se despierta temprano en el bosque y en un claro la descubre a la misma edad que había muerto y sin siquiera hablarle, le toma las manos para comenzar a bailar. Ambas secuencias, carentes ante todo de diferencia o afán por diferenciarse, muestran que si se puede hallar la belleza en esta experiencia de la pérdida, sólo es un reflejo crepuscular, una luz mortecina, que sobrevive a los muertos o a lo perdido en nuestra propia corporalidad: palabras, gestos y formas que advertimos en el otro, porque parece que nada se hace más presente que cuando se ausenta, siendo el sentido de esta persistencia el dolor, la amargura de descubrir que no existimos en soledad y que cada proyecto en el que nos embarcamos tiene la marca de ese dos original, la pareja, transformándonos nosotros mismos en el otro.
***
Pienso en detenerme, en la detención y en el tiempo que ocupa ese interrumpir una cotidianidad, una rutina, como si al joven soldado de las Malvinas pudiesen avisarle que perderá una pierna o un brazo; pero no he perdido una extremidad sino una proximidad. Lo próximo no se advierte a menos que seas privado de un ámbito. ¿Cómo reaccionan los potencialmente anfibios ajolotes cuando los sacas del agua? Advierten que necesitan el agua, pero también que pueden prescindir de ella. Evidentemente podrían prescindir de ella, pero portando como una diadema esas protuberantes ramas sobre sus cabezas para respirar bajo el agua. Así seguimos cargando como las antiguas rameras los signos de lo que perdemos. Y aunque se insista en lo mudable, lo traducible y aquello que debiera transformarse, hay partes de nuestro cuerpo material o celeste que no cambian, que quedaron adaptadas a la bella costumbre de percibir ciertas frecuencias. Una risa, un chillido, una respiración; como el pingüino bebé reconoce entre la pléyade de pingüinos a su madre, nosotros seguimos advirtiendo los signos de aquello que ha desaparecido de nuestra costumbre. Hay veces en que caminando por la calle distinguimos la forma de una cabeza, la parsimonia del caminar y queremos perseguir a esa persona para besarla, abrazarla o simplemente quedarnos cerca de ella. Entonces volvemos a las cosas que nos hacían estar con esa persona, como si estuviésemos atados a los espacios que habitó, las ropas que usara, usándolas también nosotros. Nada de eso sirve, qué duda cabe, pero en ese tiempo otro, en ningún caso de espera o suspensión, queremos vivir aquello que la vida nos negó y que podría advenir bajo la figura de una posibilidad. Creo que eso es el luto o el duelo, y que quizás ese tiempo que se dan como si pudiese darse el tiempo las personas adquiere la forma de una renuncia, un negarse a repetir incansablemente el fracaso, la derrota, la mansedumbre. Quisiese que ese tiempo significase un aprendizaje en el otro, en su aterradora distancia, todo lo que esconde un rostro, un tono de voz, la suma de defectos y el rastro que de ello queda en nuestro desierto. Los viejos beduinos idearon un género de poesía llamado Mualaqat para figurar en la imagen de lo amado la presencia del agua, siempre lejana, siempre ausente, mientras nosotros nos solazamos en la carencia, la falta y la pirotecnia feliz de la palabra. Callar es una salida, como cuando se ama, para pasar por la noche de la existencia esperando el sol. Una salida más, cuando lo que hacemos es hablar desmesuradamente y buscar la compañía para perdernos entre la gente; árboles que impiden ver el bosque. Por mi parte intento escribir esa pérdida, dibujarla, pues a veces cansa el trabajo del dolor y necesitamos hacernos creer que comprendemos, que podemos, mediante una foto o la distancia, acceder a la importancia o el sentido de la piel, el olor y el peso de esa persona, cómo su cuerpo encalla en el nuestro. Pero esa espera no acaba y las personas no se reemplazan, siguen en nosotros y nosotros las descubrimos en todo, porque si alguien superó el umbral del individuo, del uno, ese yo vuelto dos no desaparece, aunque el cuerpo muera, se distancie o se niegue, al final, amor.

jueves, diciembre 29, 2011

El otro Murat y Tolstoi




Algunos lugares comunes llegan a ser ciertos pues el ingenio de quienes los aceptan no halla un modo distinto de presentar una situación o un conjunto de ellas. Otros, persisten por la molicie y hay una clase de tópicos que se perpetúan, digamos, sin una razón aparente. A la última categoría pertenece la lectura que luego de un tiempo vuelve a sumergirse en un río, aparentemente mismo, aunque la mudanza sea su ley.

En mi caso, habiendo atravesado el árido valle de los estudios literarios al punto de dejar seco el lecho donde antes manaba, si no clara, al menos fresca, el agua de la literatura, volví hace unos días a leer a León Tolstoi. Si mi memoria no me traiciona, o si yo no traiciono el pacto ficcional que propone desde el comienzo la misma, lo que más me impresionó en mi adolescencia fue el peso que Tolstoi le atribuía a la moral, la culpa y el bien común. Me es difícil contrastar ahora, que bajo esa gruesa capa de hielo nadaba una extraña forma de anarquismo cristiano, evangélico. Ya en Ana Karenina la presencia de Constantino Levin, ajeno al mundo del salón y del boato o la inquietante persecución de Ekaterina Maslova, imagen del atavismo del siglo XIX en Resurrección y la estetización de la guerra por parte de los nobles en Guerra y paz, configuraban un hiato en el modo de entender la realidad. Intuía la actualidad de Tolstoi por esos días, pero sin poder siquiera esbozar un argumento.

Luego de leer Hadzi Murat, una de las novelas que no pude comprar durante mis años de colegial en las librerías de viejos de San Diego, recapacité en relación a la previa afición sentimental que me unía a su literatura. Pienso que no era tal la densidad de su moral, ni menos su carácter ácrata lo que me fascinó; lamentablemente, descubro al recorrer la historia de este general checheno la virulenta repulsa que presenta Tolstoi con respecto a su época, las convenciones y la pérdida de un sentido comunitario.

Puede decirse que Hadzi Murat es una novela breve escrita desde la mirada del otro; sin entrar en la tradición, la lengua o la sicología particular del pueblo montañés, Tolstoi mediante la refracción propuesta en la autocrítica de la sociedad noble rusa del siglo XIX, digamos, construyendo ese espejo que es Hadzi Murat, en el que pueden advertirse los prejuicios, la ignorancia y la torpeza diplomática de la alta burguesía militar, pone en crisis una serie de estatutos incuestionables en la sociedad europea, que pronto se allegarían pobremente traducidos a nuestra Latinoamérica.

La vida del caudillo Murat, para Tolstoi, más que un objeto de deseo o una fascinación particular, constituye el artificio con el que abre la aparente civilidad rusa, para quienes los chechenos – valga recordar los recientes conflictos armados con ese sector de la ex URSS- no eran más que bárbaros ignorantes, cuestión que impedía que se viese en Murat un gran estratega y un sujeto tan humano como las convenciones francesas propusieran en 1789. La captura de su familia por un separatista checheno lo llevaría a buscar apoyo en el ejército ruso, para lograr la captura y supresión de la fuerza opositora y la consiguiente liberación de sus familiares. A ese respecto, la traición, lejana a la idea de Borges, se yergue en la trama como otra figura de la traducción, en la que ese otro innombrable al aproximarse a quien lo traducirá, deja el vínculo con aquello que le da sentido a su existencia. Sea esto la muerte, los muertos o los componentes tradicionales, el espejo del otro se quiebra cuando se halla en la máxima proximidad relativa al traductor, impidiendo la imagen completa del sentido. Esta especularidad fisurada, además de parodiar las distintas capas de poder en Rusia es figura de un problema irresoluto en nuestra post realidad.

Para Tolstoi el otro no es diferente en tanto enemigo, amenaza o barbarie, sino que como un prisma desde el que se puede mirar y narrar la diferencia en torno al mundo. Los problemas que sigue teniendo Rusia con los países que se separaron de la URSS, quizás distantes por la sangre y la masacre visible, no son tan distintos de los que viven los países que conviven con poblaciones indígenas dentro de una noción de Estado homogenizador y policial. Lo que nos ocurre a nosotros con Quechuas, Aymaras y Mapuche, ocurre en el resto de América, África y el Tibet.

La degradación y la contumacia de no querer aproximarse a esa otra verdad que encuentra su traslape en otros sonidos y signos, es algo que ya Tolstoi intuía. Por lo mismo es ridículo que atentos lectores como Fernando Santivan, quien quiso coronar su devoción con una comuna tolstoiana, haya escrito La hechizada, binaria y torpe reescritura de Los cosacos, que conserva la entrada de un joven burgués a la vida rural y bruta del campo -en el caso ruso, de los cosacos- enamorándose de una chica a quien perderá al verse superado por la fuerza de los naturales; aunque en la novela de Tolstoi esto esté supeditado a la incapacidad del extranjero para comprender y adaptarse, es decir, traicionar su tradición y traducirse. Por el lado chileno, Santivan trivializa este complejo y lo desarrolla binariamente en una relación de campo y ciudad, civilización y barbarie que como la selva de Arturo Cova o Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, impide al hombre culto su conquista. Un paso adelante en la estupidez lo da Mariano Latorre con la muerte del estudiante que llega a la provincia y encuentra el amor, en Zurzulita. Más allá de lo interesantes que puedan ser las estrategias narrativas parapetadas por ambos autores, el subtexto o el discurso social y nacional no puede ser más perverso. Si ya existía misoneísmo por parte de colonos, burgueses y habitantes de la Ciudad letrada en relación con los primeros habitantes de la tierra, fuesen indígenas o bárbaros mestizos, lo que hacen estas novelas no dista mucho de la criminalización de las noticias actuales y el discurso de otro marginal, alien, casi extraterrestre, en Diamela Eltit o la reciente literatura juvenil. Aunque el otro no sea el indígena, siempre hay un modo de destruir la sociabilidad y la vida común, ya sea desde la política, la estética, el género o la pobreza, los discursos nacionales escinden el grupo de ciudadanos y personas que por gracia cayó en estos lindes. Por esto, creo que Tolstoi camina por otra vereda y me hace sentido el final de Resurrección en la que Nejludov –otro traidor- acaba refugiándose en los evangelios, habiéndose exiliado del mundo; esto, pues Tolstoi se vuelca al otro no por exotismo o compasión, sino porque ve tanto en los cosacos como en los chechenos un modo de vida comunitario que se ha perdido y olvidado en la supuesta civilización. Como Luis Cornejo, Méndez Carrasco, Manuel Rojas, Juan Godoy y Nicomedes Guzmán, la visión del otro acaba por asimilarnos utópicamente a esa otra forma de vida, en el caso chileno, a la experiencia de la miseria, de la catástrofe social, aunque sin individualizar ese dolor ni menos volverlo trágico: el germen de la sociabilidad y la promesa de una comunidad futura –al menos en estos autores- está en la parodia, la ironía y la comicidad con la que se representa el fracaso en el mundo. La carcajada en el funeral y la borrachera luego del crimen, además de ser leídos como marcas de clase o de carácter popular por los estirados profesores, son la constatación de que la vida puede ser vivida por más de una persona. En eso parecen creer algunos poetas mapuches actuales, venturosamente, y por oposición, el primer poema de José Ángel Cuevas “Mundial del 62”, texto que releo mientras me detengo a pensar, y pareciese referirse a otro mundo, otro planeta, del que debiesen venir los extraterrestres que anhelaba Jorge Teillier.