jueves, diciembre 29, 2011

El otro Murat y Tolstoi




Algunos lugares comunes llegan a ser ciertos pues el ingenio de quienes los aceptan no halla un modo distinto de presentar una situación o un conjunto de ellas. Otros, persisten por la molicie y hay una clase de tópicos que se perpetúan, digamos, sin una razón aparente. A la última categoría pertenece la lectura que luego de un tiempo vuelve a sumergirse en un río, aparentemente mismo, aunque la mudanza sea su ley.

En mi caso, habiendo atravesado el árido valle de los estudios literarios al punto de dejar seco el lecho donde antes manaba, si no clara, al menos fresca, el agua de la literatura, volví hace unos días a leer a León Tolstoi. Si mi memoria no me traiciona, o si yo no traiciono el pacto ficcional que propone desde el comienzo la misma, lo que más me impresionó en mi adolescencia fue el peso que Tolstoi le atribuía a la moral, la culpa y el bien común. Me es difícil contrastar ahora, que bajo esa gruesa capa de hielo nadaba una extraña forma de anarquismo cristiano, evangélico. Ya en Ana Karenina la presencia de Constantino Levin, ajeno al mundo del salón y del boato o la inquietante persecución de Ekaterina Maslova, imagen del atavismo del siglo XIX en Resurrección y la estetización de la guerra por parte de los nobles en Guerra y paz, configuraban un hiato en el modo de entender la realidad. Intuía la actualidad de Tolstoi por esos días, pero sin poder siquiera esbozar un argumento.

Luego de leer Hadzi Murat, una de las novelas que no pude comprar durante mis años de colegial en las librerías de viejos de San Diego, recapacité en relación a la previa afición sentimental que me unía a su literatura. Pienso que no era tal la densidad de su moral, ni menos su carácter ácrata lo que me fascinó; lamentablemente, descubro al recorrer la historia de este general checheno la virulenta repulsa que presenta Tolstoi con respecto a su época, las convenciones y la pérdida de un sentido comunitario.

Puede decirse que Hadzi Murat es una novela breve escrita desde la mirada del otro; sin entrar en la tradición, la lengua o la sicología particular del pueblo montañés, Tolstoi mediante la refracción propuesta en la autocrítica de la sociedad noble rusa del siglo XIX, digamos, construyendo ese espejo que es Hadzi Murat, en el que pueden advertirse los prejuicios, la ignorancia y la torpeza diplomática de la alta burguesía militar, pone en crisis una serie de estatutos incuestionables en la sociedad europea, que pronto se allegarían pobremente traducidos a nuestra Latinoamérica.

La vida del caudillo Murat, para Tolstoi, más que un objeto de deseo o una fascinación particular, constituye el artificio con el que abre la aparente civilidad rusa, para quienes los chechenos – valga recordar los recientes conflictos armados con ese sector de la ex URSS- no eran más que bárbaros ignorantes, cuestión que impedía que se viese en Murat un gran estratega y un sujeto tan humano como las convenciones francesas propusieran en 1789. La captura de su familia por un separatista checheno lo llevaría a buscar apoyo en el ejército ruso, para lograr la captura y supresión de la fuerza opositora y la consiguiente liberación de sus familiares. A ese respecto, la traición, lejana a la idea de Borges, se yergue en la trama como otra figura de la traducción, en la que ese otro innombrable al aproximarse a quien lo traducirá, deja el vínculo con aquello que le da sentido a su existencia. Sea esto la muerte, los muertos o los componentes tradicionales, el espejo del otro se quiebra cuando se halla en la máxima proximidad relativa al traductor, impidiendo la imagen completa del sentido. Esta especularidad fisurada, además de parodiar las distintas capas de poder en Rusia es figura de un problema irresoluto en nuestra post realidad.

Para Tolstoi el otro no es diferente en tanto enemigo, amenaza o barbarie, sino que como un prisma desde el que se puede mirar y narrar la diferencia en torno al mundo. Los problemas que sigue teniendo Rusia con los países que se separaron de la URSS, quizás distantes por la sangre y la masacre visible, no son tan distintos de los que viven los países que conviven con poblaciones indígenas dentro de una noción de Estado homogenizador y policial. Lo que nos ocurre a nosotros con Quechuas, Aymaras y Mapuche, ocurre en el resto de América, África y el Tibet.

La degradación y la contumacia de no querer aproximarse a esa otra verdad que encuentra su traslape en otros sonidos y signos, es algo que ya Tolstoi intuía. Por lo mismo es ridículo que atentos lectores como Fernando Santivan, quien quiso coronar su devoción con una comuna tolstoiana, haya escrito La hechizada, binaria y torpe reescritura de Los cosacos, que conserva la entrada de un joven burgués a la vida rural y bruta del campo -en el caso ruso, de los cosacos- enamorándose de una chica a quien perderá al verse superado por la fuerza de los naturales; aunque en la novela de Tolstoi esto esté supeditado a la incapacidad del extranjero para comprender y adaptarse, es decir, traicionar su tradición y traducirse. Por el lado chileno, Santivan trivializa este complejo y lo desarrolla binariamente en una relación de campo y ciudad, civilización y barbarie que como la selva de Arturo Cova o Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, impide al hombre culto su conquista. Un paso adelante en la estupidez lo da Mariano Latorre con la muerte del estudiante que llega a la provincia y encuentra el amor, en Zurzulita. Más allá de lo interesantes que puedan ser las estrategias narrativas parapetadas por ambos autores, el subtexto o el discurso social y nacional no puede ser más perverso. Si ya existía misoneísmo por parte de colonos, burgueses y habitantes de la Ciudad letrada en relación con los primeros habitantes de la tierra, fuesen indígenas o bárbaros mestizos, lo que hacen estas novelas no dista mucho de la criminalización de las noticias actuales y el discurso de otro marginal, alien, casi extraterrestre, en Diamela Eltit o la reciente literatura juvenil. Aunque el otro no sea el indígena, siempre hay un modo de destruir la sociabilidad y la vida común, ya sea desde la política, la estética, el género o la pobreza, los discursos nacionales escinden el grupo de ciudadanos y personas que por gracia cayó en estos lindes. Por esto, creo que Tolstoi camina por otra vereda y me hace sentido el final de Resurrección en la que Nejludov –otro traidor- acaba refugiándose en los evangelios, habiéndose exiliado del mundo; esto, pues Tolstoi se vuelca al otro no por exotismo o compasión, sino porque ve tanto en los cosacos como en los chechenos un modo de vida comunitario que se ha perdido y olvidado en la supuesta civilización. Como Luis Cornejo, Méndez Carrasco, Manuel Rojas, Juan Godoy y Nicomedes Guzmán, la visión del otro acaba por asimilarnos utópicamente a esa otra forma de vida, en el caso chileno, a la experiencia de la miseria, de la catástrofe social, aunque sin individualizar ese dolor ni menos volverlo trágico: el germen de la sociabilidad y la promesa de una comunidad futura –al menos en estos autores- está en la parodia, la ironía y la comicidad con la que se representa el fracaso en el mundo. La carcajada en el funeral y la borrachera luego del crimen, además de ser leídos como marcas de clase o de carácter popular por los estirados profesores, son la constatación de que la vida puede ser vivida por más de una persona. En eso parecen creer algunos poetas mapuches actuales, venturosamente, y por oposición, el primer poema de José Ángel Cuevas “Mundial del 62”, texto que releo mientras me detengo a pensar, y pareciese referirse a otro mundo, otro planeta, del que debiesen venir los extraterrestres que anhelaba Jorge Teillier.

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