miércoles, enero 25, 2012

Sobre la pérdida (Tanizaki, Miyazaki, Mishima, Kawase)


Sobre la pérdida (Tanizaki, Miyazaki, Mishima, Kawase)

Y aquel corazón tampoco responderá
A mi voz, a su alegría o aflicción despierta.
Todo terminó… y mi canción resonará
Donde ya nada queda de ti, en la noche desierta
Anna Ajmatova
Imagino que deben haber asuntos aun más inenarrables y excéntricos, pero no basta constatar la particularidad de cada situación, puesto que, justamente, en estos casos se enarbolan consignas de universalidad, destino humano y sentido común. Pienso en materias más complejas, como lo haría con respecto a la imaginación, ya que la experiencia de la pérdida no es, propiamente tal, una experiencia, sino la incapacidad de acceder a una experiencia deseada. Evidente, por cierto, que todo acontecimiento que interfiera en la conciencia, discurso y siquismo de un sujeto es una experiencia, pero advierto también que esta situación encierra una negativa precisión, esta es, la de anular el valor de la experiencia presente por una falta. Jacques Derrida hablaba de la suplementariedad, del carácter protético de ciertas prácticas, asimismo otros del tabú, la rememoración y la conmemoración de eventos funéreos a escala social. Distinto es el sentido de la pérdida, al menos en mi caso; como para los antiguos, a nosotros la única religión que nos sobrevivirá será la de los muertos, así, aunque las políticas de la memoria intenten colectivizar el dolor de la pérdida, de la aniquilación, del extinguirse, la concreción de la muerte del otro es el luto. Hiato ético, diría alguno, dado que a pesar de que el morir iguala a todos los hombres es esta forma y su particularidad lo que los distancia, devolviéndolos a una política inicial, digamos, una que encierra la diferencia, la suma de dos individuos: lo binario. Dos personas requeridas, una para desaparecer y en su estela capturar la belleza de la que hablaba Poe, y otra que decodifique, interprete, padezca y sobreviva la pérdida de esa relación primigenia.
Perder un hijo, una hermana, el padre o la compañera no son acontecimientos narrables, como ya lo dije, pero en su tensión negativa dejan una pátina en las materias (el tiempo, quizás), en los cuerpos que cubrieran y en la memoria de la costumbre, de las rutinas, eso que también llamamos tradición. Walter Benjamin pensaba que la pérdida del lenguaje de la naturaleza y de la lengua adánica había dejado un vacío –según Paul de Man- en el lenguaje humano bajo la forma del duelo o el luto, pues la naturaleza se ha enmudecido para nosotros. Pareciese que la mudez de las cosas corresponde a la de la muerte, pues aunque se reconozcan crepusculares los tiempos que vivimos, nuestra tendencia estriba en elidir, suprimir u posponer el duelo o el luto, a saber, la experiencia de la pérdida. Japón, antes de olvidarse, era un pueblo cauto y respetuoso que enfrentaba –según Junichiro Tanizaki- la aplastante asepsia y blancura occidental, con espacios oscuros, hechos de madera, con poca ventilación, para que la luz entrase como la presencia que se había perdido. En ese sentido, conservar el paso del tiempo por superficies tan disímiles como el piso o el inodoro, más que representar una idea circular de la temporalidad indicaba la presencia de quienes ya no podrían habitar esa casa más que por ausencia. Los dioses tutelares que protegen la casa: lares, penates; o bien los pequeños espíritus del bosque llamados kodamas, siguen rondando los lugares, como sugiere el sentido de la palabra kodama: eco.
Es el eco de otro espíritu –Totoro- el que lleva a Hayao Miyazaki a soñar la historia de una familia escindida por la enfermedad de la madre y cómo esa pérdida o la latencia de una pérdida definitiva enfrenta a las dos pequeñas hijas de la pareja al discurso unidimensional de la realidad. Azuzadas por el padre y una anciana vecina de la casa de campo a la que llegan durante el comienzo de la película –quizás para llevar a cabo la recuperación de la madre-, las niñas, Mei y Satsuki, entran por el hiato del discurso científico de la vida a la experiencia de lo tradicional: un mundo lleno de muertos y espíritus. El descubrimiento de los espíritus del polvo, la presencia de Totoro y su capacidad de ayudar al crecimiento de las plantas, además del escondrijo que, igualado a la ensoñación, conduce a las niñas al interior del gran árbol -que representa la vida del bosque-, van separando esta experiencia intersticial de la afección materna. Un relato fantástico, podríamos nombrar, pero que más que poner en duda la concepción racional del mundo, desestabiliza la temporalidad de su decurso, puesto que el síntoma de la inminente muerte de la madre sólo destaca el abismo que separa al hombre contemporáneo de la muerte; esto, ya que las niñas se relacionan naturalmente con los espíritus mas no con la enfermedad, siendo que tanto Totoro como el gatobus son entidades que sintetizan ambas pulsiones, traduciendo, como si quisiesen iniciarlas, la dirección en la que va la vida y el viento, para un lado y otro. Así, aunque parece que la madre se recupera, las niñas descubren en su niñez la oquedad de las convenciones modernas: las personas no desaparecen, se quedan entre nosotros como nosotros mismos lo haremos para otros.
La monumental tetralogía de Yukio Mishima llamada “El mar de la fertilidad” es una lectura que contiene tantas vidas que una sola no le haría justicia a su examen. Compuesta por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel este relato fragmentado en cuatro retazos va desde principios del siglo XX hasta el año 1970, iniciándose con la ociosa y frívola vida de Kioyaki Matsugae y su amigo Shigekuni Honda, y cómo Matsugae se enamora de Satoko Ayakura, perdiendo todo estribo y contención de su apacible vida, adormilada por el proceso de adaptación a Occidente que emprende Japón, como quien traduce un texto sagrado y en su divulgación pierde el original. Nieve de primavera inaugura el proceso de decadencia de la sociedad japonesa, la que comenzará a perder sus costumbres, sus jerarquías y el carácter marcial de lo viril hasta la masacre de Hiroshima y la consiguiente invasión cultural y económica de los Estados Unidos, cuestión que se representa con una maestría similar en la novela de Akiyuki Nosaka, Las algas americanas. Carentes de síntesis, estas cuatro novelas llevan el nombre de un mar de la luna (Mare Fecunditatis) como si en la observación del satélite –la diosa blanca de Robert Graves- estuviese también la retórica del alma, a saber, cómo esta se conjuga y vuelve a aparecer sin mismidad, aunque reconocible.
Si Nieve de primavera representa la búsqueda de la consumación amorosa como motor que logra develar el destino de Kiyoaki, es también la historia de la amistad entre él y Honda, relación que se trunca por la muerte, lo que llevará a que este joven descrea de la vitalidad, el arrojo y el entusiasmo. Ya en Caballos desbocados, aunque pareciera antojadiza la presencia de Honda, el relato se enfoca en el hijo del instructor de Kiyoaki, un hombre tosco y conservador, a quien Honda desprecia, pero que por misteriosas razones acaba encontrándose en un torneo de kendo, en el que Isao Inuma, su hijo, combate. Extasiado por la destreza física del joven, Honda decide ir a bañarse a la cascada con el hijo de Inuma, probablemente sólo para recordar que Kiyoaki le había dicho antes de morir “Nos veremos bajo la cascada” y reparar en tres lunares bajo su axila, mismos lunares que tenía Kiyoaki, e intuir que es una reencarnación suya. El alma hiperbólica de Kiyoaki ha vuelto a encarnarse en estado de samsara en un joven ultranacionalista que sólo quiere consumar su vida en el sepukku, o suicidio ritual de máxima honra para el japonés devoto al Emperador. En otro capítulo Honda advierte que Isao representa un sueño de Kiyoaki, escrito en un cuaderno que el amigo conservará hasta el final de la historia. El triste y rutinario abogado, cuando la situación lo requiere, acaba representando legalmente a Isao, quien cae a la cárcel. Como testigo llaman al dueño de la posada que recibiera diecinueve años atrás a Kiyoaki y a Satoko, y que ahora debería haber presenciado las reuniones de un grupo que planeaba un atentado contra la estabilidad institucional de Japón. El anciano, carente de precisión –al parecer-, entre los acusados destaca a Isao, ya que es el único joven que conoce, aunque la explicación que da de tal reconocimiento sea posible por haberlo visto hace diecinueve años llegar con una chica a pernoctar, edad que no correspondía con la de Isao. Si la vida de Kiyoaki alcanza la combustión por el amor, la de Isao se consuma en la fidelidad a un estado de las cosas olvidado, quizás relativo al honor o la lealtad. Luego de tales encuentros, Honda en El templo del alba visita India para rememorar sus conocimientos de las diferentes escuelas del budismo y así interpretar el diario de sueños de Kiyoaki, volviendo a encontrarse en el decadente reino de Siam con la pequeña princesa Ying Chan, pariente de los dos príncipes que estudiaran en Japón durante la década del diez junto a Kiyoaki. Rimando con otras apariciones, durante el día concertado para el encuentro, además del desprecio que el intérprete thai le provoca a Honda, ocurre que la pequeña niña lo reconoce e intenta que él se la lleve a Japón. Años después, plenos del horror de la guerra y la desolación reinante entre gente desnaturalizada, Honda es avisado de que la princesa está en su país. Desde el amor que dejase Kiyoaki empozado en su alma y cierta pulsión erótica, Honda desea la proximidad de la joven princesa, quien asiste y se relaciona con su trivial círculo de amigos, entre los que se cuenta una poeta lesbiana, un truhán, una madre que perdió a su hijo y una japonesa traducida al código estadounidense. Honda intuye, nuevamente, mediante la lectura de los sueños de Kiyoaki y el estudio del budismo en sus diversas escuelas, que la presencia de la princesa siamesa no es más que la reencarnación de su amigo. La tensión sexual existente entre los amigos se representa en la necesidad de Honda de aproximarse a su objeto de deseo –Ying Chan- a pesar de que su edad y la importancia de su cargo se lo impidan. Al cabo, la revelación de la marca distintiva de la reencarnación de Kiyoaki se muestra mientras ella y la poeta lesbiana mantienen relaciones sexuales y Honda las observa por una rendija. Podría comprenderse que esta novela trata del dominio de las perversiones y cómo el valor de la convención decae cuando se vacía de una tradición, o síntesis entre materia y espíritu, pero es también el reflejo de la potencia de la vida, que se consume, como en esa habitación que se incendia al final de la novela.
Figuras de la última novela, La corrupción de un ángel, las anteriores disponen los elementos que se reunirán en la vejez de Honda, quien adopta a un joven que trabaja en un faro. Toru, a su vez, emparentado por los sueños y la profundidad de sus pensamientos con Kiyoaki es una versión aun más abúlica y reflexiva que él mismo; esto, ya que pareciese estar jugando fríamente con las personas (en especial con una chica muy fea que cree sólo en su belleza) y calculando en qué medida afectarles o hacerles daño. En ese escenario la triste relación matrimonial de Honda y su mujer, así como el gran prestigio que se ha granjeado como abogado van destruyéndose junto a la relación que intenta sostener con Toru, creyendo que por medio del control podrá salvar del sino fatal a esta última reencarnación de Kiyoaki. Aunque todo se aniquile y esta novela trate más de ese desaparecer de un mundo y el recuerdo de su estadio anterior, Honda acaba volviendo al monasterio donde se recluyera Satoko, la amante de Kiyoaki, en busca de respuestas con relación a las reencarnaciones y a su propia vida atado al samsara y a la muerte violenta como constante. Creo que en esa escena final se concentra un sentido posible: el olvido y la vacuidad son formas que adopta la vida para desplegarse y replegarse, el satori, en ese sentido, es comprender que a pesar de que se quiera destruir un estado para acceder a otro, hay esencias, espíritus y modos de aparecer, como el viento, que chocan y siguen chocando a través del tiempo –ola a ola- contra el pesado discurso de lo real.
“El mar de la fertilidad” es también la desgarradora voluntad de un amigo de volver a ver a su amigo, y cómo aquello que creía muerto sigue vivo en él, incluso cuando se encuentra con el amor de la vida de Kiyoaki y descubre que el amor pervive en el centro de un parque donde sólo corre la brisa, como si ese hálito silencioso renovara lo que sintieran dos personas pero mediante el crecimiento de la flora. En ese sentido, también las historias contadas para suspender la muerte y el luto son posposiciones del vacío, la pérdida de Kiyoaki y de la plenitud de un amor que se extingue.
Naomi Kawase narra en su película, Mogari no mori, la historia de una cuidadora de un asilo de ancianos en el campo japonés, idéntica imagen que la que podemos apreciar al principio de Totoro. Más allá de la tensión entre modernidad y magia o ciudad y campo (esbozado en películas como Pompoko), esta historia trata de un anciano que hace treintaitrés años perdió a su mujer quedando vaciado e incapaz de volver a relacionarse con el mundo. Asimismo, el motor de la historia es que le avisan que luego de treintaitrés años su mujer dejará este mundo para hacerse parte del Buda. Por su parte, la chica que lo cuida ha perdido su hijo, hallando el uno en el otro un compañero en la vivencia del dolor y la pérdida; luego del cumpleaños de Shigeki (el viejo), Machiko (la joven) decide llevarlo a un paseo en el campo, el que se ve frustrado por un accidente con el automóvil perdiéndose ambos en el bosque, atrapados por una tormenta, para llegar al lugar en que Shigeki insiste que está enterrada su esposa. En ese momento, abrazado a un árbol como si fuese ella, comienza a dejar uno a uno varios cuadernos que corresponden a cada año que ha tenido que pasar luego de la pérdida. Literalmente, esta película puede ser leída como la representación del tiempo que toma a un cuerpo aceptar que el cuerpo amado se ha destruido, pero de igual forma el espíritu pervive, persevera en el cuerpo del que padece el luto, la pérdida, en la rutina más miserable, los lugares archiconocidos, es decir, la aniquilación del cuerpo corresponde a la aniquilación de la particularidad, aunque la experiencia de dicha particularidad siempre sea diferente. A ese respecto, dos escenas conmovedoras: una en la que Shigeki está sentado al lado de un piano y su mujer aparece para ayudarle a tocar la canción que jamás aprendió a tocar, y lo logran, hasta que su mujer se levanta para irse; y aquella en la que se despierta temprano en el bosque y en un claro la descubre a la misma edad que había muerto y sin siquiera hablarle, le toma las manos para comenzar a bailar. Ambas secuencias, carentes ante todo de diferencia o afán por diferenciarse, muestran que si se puede hallar la belleza en esta experiencia de la pérdida, sólo es un reflejo crepuscular, una luz mortecina, que sobrevive a los muertos o a lo perdido en nuestra propia corporalidad: palabras, gestos y formas que advertimos en el otro, porque parece que nada se hace más presente que cuando se ausenta, siendo el sentido de esta persistencia el dolor, la amargura de descubrir que no existimos en soledad y que cada proyecto en el que nos embarcamos tiene la marca de ese dos original, la pareja, transformándonos nosotros mismos en el otro.
***
Pienso en detenerme, en la detención y en el tiempo que ocupa ese interrumpir una cotidianidad, una rutina, como si al joven soldado de las Malvinas pudiesen avisarle que perderá una pierna o un brazo; pero no he perdido una extremidad sino una proximidad. Lo próximo no se advierte a menos que seas privado de un ámbito. ¿Cómo reaccionan los potencialmente anfibios ajolotes cuando los sacas del agua? Advierten que necesitan el agua, pero también que pueden prescindir de ella. Evidentemente podrían prescindir de ella, pero portando como una diadema esas protuberantes ramas sobre sus cabezas para respirar bajo el agua. Así seguimos cargando como las antiguas rameras los signos de lo que perdemos. Y aunque se insista en lo mudable, lo traducible y aquello que debiera transformarse, hay partes de nuestro cuerpo material o celeste que no cambian, que quedaron adaptadas a la bella costumbre de percibir ciertas frecuencias. Una risa, un chillido, una respiración; como el pingüino bebé reconoce entre la pléyade de pingüinos a su madre, nosotros seguimos advirtiendo los signos de aquello que ha desaparecido de nuestra costumbre. Hay veces en que caminando por la calle distinguimos la forma de una cabeza, la parsimonia del caminar y queremos perseguir a esa persona para besarla, abrazarla o simplemente quedarnos cerca de ella. Entonces volvemos a las cosas que nos hacían estar con esa persona, como si estuviésemos atados a los espacios que habitó, las ropas que usara, usándolas también nosotros. Nada de eso sirve, qué duda cabe, pero en ese tiempo otro, en ningún caso de espera o suspensión, queremos vivir aquello que la vida nos negó y que podría advenir bajo la figura de una posibilidad. Creo que eso es el luto o el duelo, y que quizás ese tiempo que se dan como si pudiese darse el tiempo las personas adquiere la forma de una renuncia, un negarse a repetir incansablemente el fracaso, la derrota, la mansedumbre. Quisiese que ese tiempo significase un aprendizaje en el otro, en su aterradora distancia, todo lo que esconde un rostro, un tono de voz, la suma de defectos y el rastro que de ello queda en nuestro desierto. Los viejos beduinos idearon un género de poesía llamado Mualaqat para figurar en la imagen de lo amado la presencia del agua, siempre lejana, siempre ausente, mientras nosotros nos solazamos en la carencia, la falta y la pirotecnia feliz de la palabra. Callar es una salida, como cuando se ama, para pasar por la noche de la existencia esperando el sol. Una salida más, cuando lo que hacemos es hablar desmesuradamente y buscar la compañía para perdernos entre la gente; árboles que impiden ver el bosque. Por mi parte intento escribir esa pérdida, dibujarla, pues a veces cansa el trabajo del dolor y necesitamos hacernos creer que comprendemos, que podemos, mediante una foto o la distancia, acceder a la importancia o el sentido de la piel, el olor y el peso de esa persona, cómo su cuerpo encalla en el nuestro. Pero esa espera no acaba y las personas no se reemplazan, siguen en nosotros y nosotros las descubrimos en todo, porque si alguien superó el umbral del individuo, del uno, ese yo vuelto dos no desaparece, aunque el cuerpo muera, se distancie o se niegue, al final, amor.

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