Curioso es descubrir en la plácida y común rutina una grieta, una aparición fantástica, a saber, venida de lo oscuro, que hace peligrar la estabilidad del espacio y ley de todo aquello previo a su presencia. Descubrir la llegada de lo nuevo, no es más que ignorar aquellos muchos espacios sepultados bajo la ley, siempre nueva, perpetuamente agente de su propio simulacro. Esto, pues si bien la ley intenta hacerse contenido de un continente universal y más allá del tiempo, es decir, transituacional, la forma de hacerse de ese discurso mítico originario, es la continua renovación de las alianzas mediante traducciones. Leyes precámbricas, muerte por robo, manos cortadas metonímicamente por el objeto del crimen, son sólo algunos ejemplos de la paradójica textura de las leyes: buscar establecer un discurso basado en lo “humano” o lo “natural”, violando o, de manera simple, granjeándose prótesis argumentales para un fallido simulacro de ley sobrehumana, o transubjetiva.
Mas esto es sólo lo primero, pues la ley es aquél género de discurso argumental que desde la revisión sitúa una permanencia, una fementida observancia a ciertos principios. Hacer la ley, la legibilidad, es posponer aquello aún indescifrable y, justamente, en esa subrepticia estratagema, mostrar la palmaria condición de sus estrategias discursivas: la repetición.
Tal repetición, ese fugaz espejismo dilatado, es el germen del olvido conducido. Así los críticos celebran cada pirotecnia, y como en una imaginación de los orígenes brindan por el nuevo arte sin siquiera cuestionar la novedad, o cuán exiguo es el límite que la crítica moderna o el arte vanguardista propusieran para la violenta exhaltación de la marginalidad romántica y espiritualista. No todo lo nuevo realmente lo es, simplemente porque es imposible registrar la totalidad de la historia. La historia es el fracaso de la memoria individual y la promesa mesiánica del cooperativismo intelectual.
Crítica, Historia y noción de Realidad son categorías vitales en la futuridad de las artes. Mas lo inevitable, frente a una experiencia de lo brutalmente honesto, aquello que subvierte ingenuamente los legales componentes de su contexto y pasado reciente, es lo que me lleva a escribir esta Marginalia. Días atrás, preocupado por las inconmensurables necedades que ocupan la frágil inteligencia del librepensador, equivocadamente tomé una tarjeta que descansaba sobre un mueble. Al principio, presa de la profiláctica ley, pensé en basura. Mas fuera acaso otro momento más venturoso que aquel. La sorpresa, inmotivada y melindrosa, fue la forma que el agrado tomó al darme cuenta que dicha cartulina, una petición de vagos dineros por parte de los basureros, en su reverso, estaba intervenida con el ingrávido humoralismo de mi padre. Inmediatamente, me vi contaminado con aquella símil chanza, practicada con beata cualidad por Nicanor Parra, tratando del llamado preguntando por una casa de cultura, recibiendo por respuesta: “Sí conchetumadre”.
Pensando un buen tiempo en los llamados “Artefactos” o concreciones del arte, laxas intervenciones en el espacio común, patache opulento para el curador, sólo pude concluir que dichas prácticas eran completamente autoriales. Nadie ha expuesto a otra persona que no haya sido Parra, por tan burdas expresiones de la egolatría. Quizás sí. Otros practicantes de esta pusilánime producción artística, son los acéfalos (mas no anárquicos) estudiantes de arte. Gracias a los nuevos abades, nexos con el Papa secular de cada forma artística, estos novísimos críticos de la situación social-cultural-económica del mundo, mediante las herramientas marxistas críticas, son capaces de ejercer una voluntad artística tal, que les permite violar las normas reinantes, la verosimilitud, la mudez, lo estático, para llevar a otros extremos el exhausto imperialismo artístico.
Evitando los simplismos, veo con extrema incomprensión la popularidad de estas prácticas, y la extrema satisfacción que implica la aceptación pontificia en la institución artística. En ese sentido prefiero el conservadurismo. Menos preocupado por el boato que por la calidad, el artista conservador o clásico, desprecia el mote de artísta, al mismo tiempo de considerar su trabajo como vital para el otro o para el sistema imperante. Silencioso y cabizbajo, produce en las sombras, acatando las imposiciones, al saberlas fatuas y despreciables, disfrutando la crítica subrepticia (al ser aceptado un trabajo suyo por las autoridades que repulsa virulentemente), al estar en ella presente una constatación de la estupidez de quienes detentan la legalidad.
Creo que mi padre es clásico. En uno de sus pocos tiempos libres, tomando un lápiz siempre a punto de reventarse, inscribió su silenciosa crítica al buen gusto y las costumbres, así como a la civilizada práctica de la donación (finalmente la soledad es la única certeza). Veo tales asuntos. También intuyo que otros bucean bajo la letra sin que mi espíritu, amigo de las superficies, se atreva a avizorar siquiera, la profundidad que esconde.
Una última digresión. Mientras el juego de Parra es descolocar al lector-espectador al traducir o trasladar el ámbito receptivo desde la formalidad a la informalidad, cuestionando el concepto de cultura; el artefacto de mi padre, llamado Claudio Silva Martinez, además de eso, vuelve con la fantástica naturalidad de un Villón o Rabelais al estadio anterior, a la cultura y la civilidad, al registro formal de “Sr. Contribuyente”. Este retorno no es gratuito, pues en vez de tan sólo mover de espacio al lector, lo devuelve, para mostrar la ausencia de pretensiones ideológicas, al no haber una topía válida. Parra enjuicia la cultura y la formalidad. Silva desnuda las falacias de dichas nociones, generando la duda de quien no alcanza a comprender la realidad en su estatuto objetivo e incuestionable. Este simple ejercicio, al igual que las novelas de Dick y los cuentos de Borges, supera la anécdota, para instalarse en un pensamiento verdaderamente crítico. Creo que el artefacto de mi padre muestra el estatuto de invalidez, en el lenguaje, de un conocimiento tradicional o convencional. El punto anterior y posterior a la experiencia es la duda. Duda acerca de lo que se sabe y de lo que se ignora, llegando a plantear la pregunta acerca de la certeza. ¿Cuán ciertos estamos que este mundo posible es el mejor o el único? Esto, a pesar de haber aprendido a vivir comúnmente, trabajar y apreciar el alba como un aprendizaje de la muerte.
Mas esto es sólo lo primero, pues la ley es aquél género de discurso argumental que desde la revisión sitúa una permanencia, una fementida observancia a ciertos principios. Hacer la ley, la legibilidad, es posponer aquello aún indescifrable y, justamente, en esa subrepticia estratagema, mostrar la palmaria condición de sus estrategias discursivas: la repetición.
Tal repetición, ese fugaz espejismo dilatado, es el germen del olvido conducido. Así los críticos celebran cada pirotecnia, y como en una imaginación de los orígenes brindan por el nuevo arte sin siquiera cuestionar la novedad, o cuán exiguo es el límite que la crítica moderna o el arte vanguardista propusieran para la violenta exhaltación de la marginalidad romántica y espiritualista. No todo lo nuevo realmente lo es, simplemente porque es imposible registrar la totalidad de la historia. La historia es el fracaso de la memoria individual y la promesa mesiánica del cooperativismo intelectual.
Crítica, Historia y noción de Realidad son categorías vitales en la futuridad de las artes. Mas lo inevitable, frente a una experiencia de lo brutalmente honesto, aquello que subvierte ingenuamente los legales componentes de su contexto y pasado reciente, es lo que me lleva a escribir esta Marginalia. Días atrás, preocupado por las inconmensurables necedades que ocupan la frágil inteligencia del librepensador, equivocadamente tomé una tarjeta que descansaba sobre un mueble. Al principio, presa de la profiláctica ley, pensé en basura. Mas fuera acaso otro momento más venturoso que aquel. La sorpresa, inmotivada y melindrosa, fue la forma que el agrado tomó al darme cuenta que dicha cartulina, una petición de vagos dineros por parte de los basureros, en su reverso, estaba intervenida con el ingrávido humoralismo de mi padre. Inmediatamente, me vi contaminado con aquella símil chanza, practicada con beata cualidad por Nicanor Parra, tratando del llamado preguntando por una casa de cultura, recibiendo por respuesta: “Sí conchetumadre”.
Pensando un buen tiempo en los llamados “Artefactos” o concreciones del arte, laxas intervenciones en el espacio común, patache opulento para el curador, sólo pude concluir que dichas prácticas eran completamente autoriales. Nadie ha expuesto a otra persona que no haya sido Parra, por tan burdas expresiones de la egolatría. Quizás sí. Otros practicantes de esta pusilánime producción artística, son los acéfalos (mas no anárquicos) estudiantes de arte. Gracias a los nuevos abades, nexos con el Papa secular de cada forma artística, estos novísimos críticos de la situación social-cultural-económica del mundo, mediante las herramientas marxistas críticas, son capaces de ejercer una voluntad artística tal, que les permite violar las normas reinantes, la verosimilitud, la mudez, lo estático, para llevar a otros extremos el exhausto imperialismo artístico.
Evitando los simplismos, veo con extrema incomprensión la popularidad de estas prácticas, y la extrema satisfacción que implica la aceptación pontificia en la institución artística. En ese sentido prefiero el conservadurismo. Menos preocupado por el boato que por la calidad, el artista conservador o clásico, desprecia el mote de artísta, al mismo tiempo de considerar su trabajo como vital para el otro o para el sistema imperante. Silencioso y cabizbajo, produce en las sombras, acatando las imposiciones, al saberlas fatuas y despreciables, disfrutando la crítica subrepticia (al ser aceptado un trabajo suyo por las autoridades que repulsa virulentemente), al estar en ella presente una constatación de la estupidez de quienes detentan la legalidad.
Creo que mi padre es clásico. En uno de sus pocos tiempos libres, tomando un lápiz siempre a punto de reventarse, inscribió su silenciosa crítica al buen gusto y las costumbres, así como a la civilizada práctica de la donación (finalmente la soledad es la única certeza). Veo tales asuntos. También intuyo que otros bucean bajo la letra sin que mi espíritu, amigo de las superficies, se atreva a avizorar siquiera, la profundidad que esconde.
Una última digresión. Mientras el juego de Parra es descolocar al lector-espectador al traducir o trasladar el ámbito receptivo desde la formalidad a la informalidad, cuestionando el concepto de cultura; el artefacto de mi padre, llamado Claudio Silva Martinez, además de eso, vuelve con la fantástica naturalidad de un Villón o Rabelais al estadio anterior, a la cultura y la civilidad, al registro formal de “Sr. Contribuyente”. Este retorno no es gratuito, pues en vez de tan sólo mover de espacio al lector, lo devuelve, para mostrar la ausencia de pretensiones ideológicas, al no haber una topía válida. Parra enjuicia la cultura y la formalidad. Silva desnuda las falacias de dichas nociones, generando la duda de quien no alcanza a comprender la realidad en su estatuto objetivo e incuestionable. Este simple ejercicio, al igual que las novelas de Dick y los cuentos de Borges, supera la anécdota, para instalarse en un pensamiento verdaderamente crítico. Creo que el artefacto de mi padre muestra el estatuto de invalidez, en el lenguaje, de un conocimiento tradicional o convencional. El punto anterior y posterior a la experiencia es la duda. Duda acerca de lo que se sabe y de lo que se ignora, llegando a plantear la pregunta acerca de la certeza. ¿Cuán ciertos estamos que este mundo posible es el mejor o el único? Esto, a pesar de haber aprendido a vivir comúnmente, trabajar y apreciar el alba como un aprendizaje de la muerte.
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