Árido es el recuerdo de un pasaje en una novela cuya arquitectura se sostiene en los pasajes. Así, aunque fuertes los tópicos, las históricas iteraciones, en La Vida Nueva es la vía de la partícula aquella que conduce a una lectura o perspectiva general de la novela.
El viejo tópico de la escritura interna, de la escritura en el corazón, y más aun la escrituración del mundo como mundo, como posibilidad y constituyente de una verdad otra, pospuesta, verdadera ante la verosímil organización convencional del discurso de los sentidos, llámese esta realidad sensible, objetiva o consensuada, me ha recordado con viva admiración la templanza del estudio de la profesora María Eugenia Góngora. Esto, pues como ella tratara en algún trabajo del Corazón y la Escritura, es esta última la que cobra vital importancia al cifrarse en ella el carácter instrumental de toda la creación en relación al creador, su intérprete y autor. Es vital recordar (tocar la cuerda y atravesar nuevamente el corazón, quizás en un sagitario modo), en ese sentido, que como instrumento (musical o de un arte o técnica), lo creado es la huella del acto creador y su sustento: Dios es también aquello que crea, por lo tanto, su escritura es tanto vía para descender a las materias como ascender a las inteligencias. Ese acto de descenso, sin ningún sesgo valorativo, a saber, el creado que recrea el acto de crear por haber sido creado, o en otras palabras, si el acto de crear es en el lenguaje y la escritura su fundamento, la situación vital o en el tiempo, es aquella tan cara para nuestros largos tiempos de contemporaneidad y llamada por algunos, puesta en abismo. Ahora bien, ¿qué significa que uno de los atributos de la escrituración del mundo sea la puesta en abismo? En el tiempo, significa que lo que pareciera inmutable y eterno cae, lentamente, pero termina cayendo y viéndose otro repetido y empequeñecido en un teatro de sí mismo. Aquello que no logra completarse es pospuesto en múltiples realizaciones de un fracaso que se diferencia de sí al estar en el tiempo; fracaso, que no es más que fracaso de la creación por parte de Dios. Una creación incompleta y que vive a merced de posposiciones y ámbitos aún por ser: un mundo que no se encuentra consigo mismo, es decir, con su creador. Una creación que no es quien la creó. Así, es entonces la marca del hiato, la distancia de la procreación, del significado y, fundamentalmente, según Isaac Luria, del fracaso creador, la creación y sus replicantes intentos por enmendar el errar/error.
Ya sea judía, islámica, gentil o gnóstica, la imaginación o imagen de la realidad como libro o escritura, no deja de ser curiosa aun hoy en día que existen soportes de aparente importancia y hasta de mayor valía que la escritura. Más allá de la posibilidad que la producción personal o impersonal sea escritura o discurso, es interesante pensar nuevamente en estas cuestiones, sobre todo por su revitalización literaria.
Ya de alguna manera el mundo es literatura, al ser una serie de enunciados y discursos que no pueden ser calificados más que como posibilidades. La ciencia, la política, la historia y la estadística son algunos de estos discursos. Sin ser completamente ciertos de su objeto y, por ende, fundamentos de un arte de la posposición y la alteridad, como es la literatura, el gran discurso del mundo puede ser interpretado y pensado alegóricamente como escritura. Por esto, en la ficción novelesca de Orhan Pamuk, la aparición de un libro desencadena un cambio en el orden y la ley del mundo base, o el que se comienza a describir. De una sutil gracia, poner un orden sobre otro, una ley sobre otra, recordando la Torah que contenía al mundo entero y era su ley, es una sensata manera de cuestionar la validez de los estatutos por los que se rige este mundo. Por lo mismo, tomando a Ibn Arabi, Rumi, Dante y Rilke, Pamuk configura una búsqueda espiritual de tonos revolucionarios, nada extraña ni amenazadora, en torno a la interpretación como intermediario o ángel, entre la escritura de la realidad y la escritura literaria, entre el Libro del Mundo y el libro del hombre. Esta diferencia de autores, insensata a los ojos del gentil, es cara al humilde hombre de fe que indaga en las rutas de la interpretación. Así, mientras Dante proporciona las reflexiones amorosas y Rilke la angélica cualidad de las jerarquías, Ibn Arabi se hace presente como marco de referencia documental de un fenómeno identificado con la mística, pero que realmente es parte del cotidiano ejercicio semiótico. El muy grande maestro Ibn Arabi de Murcia cuenta que mientras leía un capítulo de un libro escrito por el hijo del jeque Abdurrahman, habría perdido la conciencia y que, al volver en sí, dándose cuenta que había escrito, comprendió que el capítulo que leía y lo que había escrito eran lo mismo.
El libro que descansa en la memoria, o el Libro secreto que trae el Khadir ( mensajero de la divinidad para una parte del Islam) para que el elegido lo escriba o lo traiga a la memoria de los otros, sólo habla de un fenómeno diferido que es análogo al de la historia literaria. Que la historia universal sea la historia de un par de metáforas, o que no hay autores sino amanuenses del espíritu rector de la escritura, son dos maneras de nombrar la arquetípica creencia en una anterioridad de un discurso de raíz divina que ha sido olvidado y que es analogable a la creación. Leer es comprender, comprender es saber, leer la creación es comprenderla y saberla, es decir, ser en Dios o la lengua de las lenguas. Ser.
La semiótica propuesta mediante la memoria reveladora, mezcla de memoria voluntaria e involuntaria, así como teñida por los colores de la inspiración clásica, la iluminación, permitiría la replicación de un texto original en sucesivas copias o seudo textos, por la incapacidad del primer texto de alcanzar su objetivo. Desconociendo tal objetivo, lo único comprensible es el hecho que estriba en la múltiple traducción y aparecer del texto madre en numerosos textos hijos, sobrinos y nietos. Así, la revelación no sería más que la traducción, fuera del tiempo, del texto madre, mientras que la creación literaria, la traducción de la traducción, sin poder acceder al texto madre, de raíces teológicas-escatológicas y, por ende, sin valor para la crítica actual. En ese sentido, el libro que Osman, el protagonista, lee y cambia su vida, es un libro que ha surgido de la lectura de otros libros, y es un libro que llega a entrar tan profundamente en su vida, que luego de numerosas lecturas, este tiene que desplazarlo para reescribirlo desde el recuerdo, desde la marca que ha quedado en el corazón. Al cabo, la erototrópica historia del joven ingeniero que persigue a una chica, y se ve inmerso en una búsqueda espiritual de una salida a la homogeneidad del mundo, mediante la experiencia límite de los choques de buses, tiene que ver con los autores antes citados, como con Crash de J.G.Ballard, con Sivainvi de Philip Kindred Dick y más intensamente con Pierre Menard, autor del Quijote de Jorge Luis Borges. Antes de entrar en esto, quisiera hacer un último alcance. Si leer un libro es hacerlo legible para todos en términos de la revelación, es también hacerlo ilegible para uno, como con cierta probidad indagara un teórico de nuestra época. Asimismo, si un libro es la suma de los libros que están en él, y Dios como libro o biblioteca (una pregunta que por ningún motivo deberíamos dejar de hacernos), o la posibilidad de la imaginación, musa o discurso del mundo, es la fuente de la que bebe el intérprete de los deseos, cómo iguala amor el libro copiado por la memoria (Fahrenheit 451, Gehenna) al libro original y al que ha quedado impreso en el corazón, qué más que amor la fiel comprobación de su originalidad.
Por otro lado, en el campo literario, el tránsito de un libro a otro, de una serie de libros a un libro posterior, podría ser imaginado como el fundamento de la historia literaria. Comprometiendo las lecturas de la época, el sentir del intérprete que redacta, el estado de la lengua, la lengua misma en la que es vertida el agua verbal, la traducción o la lectura de ese libro o biblioteca previa mas nunca original, si bien aparece como siempre nueva en el río, es agua, agua que no deja de ser agua aunque no sea sucia a la hora de bañarse. Por lo mismo, la tácita referencia que la novela hace a Borges no puede dejar de ser significativa. Si un libro es la suma de los libros que lo preceden, y ese libro producto, logra hacer recordar a cada uno de esos libros, no literalmente, sino como literatura, los libros, las bibliotecas, y, en el fondo, la lengua y la escritura, el discurso literario, es en cada libro producto como una suerte de esfinge, siendo el enigma el porqué de la literatura en tanto precedente. Por qué escribir si ya está todo escrito. Pamuk responde de manera soberbia: porque otro ya lo hizo antes y tú no te darás cuenta que él está en mi novela, como el que habló en su literatura y así hasta el origen. Ese antecedente es Borges, y como él mismo reflexionara, la lectura de Pamuk ha cambiado mi visión sobre Borges, la traducción y la historia literaria, pues como una perfecta heráldica, si el escritor inicia su viaje por amor a algo que desconoce y trabaja en el peligro de desaparecer, hasta que descubre y acaba contando el vacío de su búsqueda, y luego aparece una pequeña luz y logra desaparecer en ella, no sin antes haber cobrado los réditos de la vacilación y el escepticismo, tan valorados por nuestras eternamente contemporáneas sociedades, la escritura no habrá sido en vano, pues a mi juicio, no es simplemente traer los viejos discursos a la mesa, sino vaciarse en ese viaje para que, como en el día de los muertos, entren a la propia voz en una polifónica negativa a la agonía y al miedo a escribir, así como también sean un feroz puñetazo a la imaginativa democracia escritural, en la que tanto espíritu díscolo y rebelde, enfermo y hosco, habiendo entrado el débil ruedo crítico de los propios escritores, quiere hacer de mago o taumaturgo entre magos y taumaturgos. Ojalá no olvide nunca el autor, que además de milagrero el crítico es asesino y malevo.
El viejo tópico de la escritura interna, de la escritura en el corazón, y más aun la escrituración del mundo como mundo, como posibilidad y constituyente de una verdad otra, pospuesta, verdadera ante la verosímil organización convencional del discurso de los sentidos, llámese esta realidad sensible, objetiva o consensuada, me ha recordado con viva admiración la templanza del estudio de la profesora María Eugenia Góngora. Esto, pues como ella tratara en algún trabajo del Corazón y la Escritura, es esta última la que cobra vital importancia al cifrarse en ella el carácter instrumental de toda la creación en relación al creador, su intérprete y autor. Es vital recordar (tocar la cuerda y atravesar nuevamente el corazón, quizás en un sagitario modo), en ese sentido, que como instrumento (musical o de un arte o técnica), lo creado es la huella del acto creador y su sustento: Dios es también aquello que crea, por lo tanto, su escritura es tanto vía para descender a las materias como ascender a las inteligencias. Ese acto de descenso, sin ningún sesgo valorativo, a saber, el creado que recrea el acto de crear por haber sido creado, o en otras palabras, si el acto de crear es en el lenguaje y la escritura su fundamento, la situación vital o en el tiempo, es aquella tan cara para nuestros largos tiempos de contemporaneidad y llamada por algunos, puesta en abismo. Ahora bien, ¿qué significa que uno de los atributos de la escrituración del mundo sea la puesta en abismo? En el tiempo, significa que lo que pareciera inmutable y eterno cae, lentamente, pero termina cayendo y viéndose otro repetido y empequeñecido en un teatro de sí mismo. Aquello que no logra completarse es pospuesto en múltiples realizaciones de un fracaso que se diferencia de sí al estar en el tiempo; fracaso, que no es más que fracaso de la creación por parte de Dios. Una creación incompleta y que vive a merced de posposiciones y ámbitos aún por ser: un mundo que no se encuentra consigo mismo, es decir, con su creador. Una creación que no es quien la creó. Así, es entonces la marca del hiato, la distancia de la procreación, del significado y, fundamentalmente, según Isaac Luria, del fracaso creador, la creación y sus replicantes intentos por enmendar el errar/error.
Ya sea judía, islámica, gentil o gnóstica, la imaginación o imagen de la realidad como libro o escritura, no deja de ser curiosa aun hoy en día que existen soportes de aparente importancia y hasta de mayor valía que la escritura. Más allá de la posibilidad que la producción personal o impersonal sea escritura o discurso, es interesante pensar nuevamente en estas cuestiones, sobre todo por su revitalización literaria.
Ya de alguna manera el mundo es literatura, al ser una serie de enunciados y discursos que no pueden ser calificados más que como posibilidades. La ciencia, la política, la historia y la estadística son algunos de estos discursos. Sin ser completamente ciertos de su objeto y, por ende, fundamentos de un arte de la posposición y la alteridad, como es la literatura, el gran discurso del mundo puede ser interpretado y pensado alegóricamente como escritura. Por esto, en la ficción novelesca de Orhan Pamuk, la aparición de un libro desencadena un cambio en el orden y la ley del mundo base, o el que se comienza a describir. De una sutil gracia, poner un orden sobre otro, una ley sobre otra, recordando la Torah que contenía al mundo entero y era su ley, es una sensata manera de cuestionar la validez de los estatutos por los que se rige este mundo. Por lo mismo, tomando a Ibn Arabi, Rumi, Dante y Rilke, Pamuk configura una búsqueda espiritual de tonos revolucionarios, nada extraña ni amenazadora, en torno a la interpretación como intermediario o ángel, entre la escritura de la realidad y la escritura literaria, entre el Libro del Mundo y el libro del hombre. Esta diferencia de autores, insensata a los ojos del gentil, es cara al humilde hombre de fe que indaga en las rutas de la interpretación. Así, mientras Dante proporciona las reflexiones amorosas y Rilke la angélica cualidad de las jerarquías, Ibn Arabi se hace presente como marco de referencia documental de un fenómeno identificado con la mística, pero que realmente es parte del cotidiano ejercicio semiótico. El muy grande maestro Ibn Arabi de Murcia cuenta que mientras leía un capítulo de un libro escrito por el hijo del jeque Abdurrahman, habría perdido la conciencia y que, al volver en sí, dándose cuenta que había escrito, comprendió que el capítulo que leía y lo que había escrito eran lo mismo.
El libro que descansa en la memoria, o el Libro secreto que trae el Khadir ( mensajero de la divinidad para una parte del Islam) para que el elegido lo escriba o lo traiga a la memoria de los otros, sólo habla de un fenómeno diferido que es análogo al de la historia literaria. Que la historia universal sea la historia de un par de metáforas, o que no hay autores sino amanuenses del espíritu rector de la escritura, son dos maneras de nombrar la arquetípica creencia en una anterioridad de un discurso de raíz divina que ha sido olvidado y que es analogable a la creación. Leer es comprender, comprender es saber, leer la creación es comprenderla y saberla, es decir, ser en Dios o la lengua de las lenguas. Ser.
La semiótica propuesta mediante la memoria reveladora, mezcla de memoria voluntaria e involuntaria, así como teñida por los colores de la inspiración clásica, la iluminación, permitiría la replicación de un texto original en sucesivas copias o seudo textos, por la incapacidad del primer texto de alcanzar su objetivo. Desconociendo tal objetivo, lo único comprensible es el hecho que estriba en la múltiple traducción y aparecer del texto madre en numerosos textos hijos, sobrinos y nietos. Así, la revelación no sería más que la traducción, fuera del tiempo, del texto madre, mientras que la creación literaria, la traducción de la traducción, sin poder acceder al texto madre, de raíces teológicas-escatológicas y, por ende, sin valor para la crítica actual. En ese sentido, el libro que Osman, el protagonista, lee y cambia su vida, es un libro que ha surgido de la lectura de otros libros, y es un libro que llega a entrar tan profundamente en su vida, que luego de numerosas lecturas, este tiene que desplazarlo para reescribirlo desde el recuerdo, desde la marca que ha quedado en el corazón. Al cabo, la erototrópica historia del joven ingeniero que persigue a una chica, y se ve inmerso en una búsqueda espiritual de una salida a la homogeneidad del mundo, mediante la experiencia límite de los choques de buses, tiene que ver con los autores antes citados, como con Crash de J.G.Ballard, con Sivainvi de Philip Kindred Dick y más intensamente con Pierre Menard, autor del Quijote de Jorge Luis Borges. Antes de entrar en esto, quisiera hacer un último alcance. Si leer un libro es hacerlo legible para todos en términos de la revelación, es también hacerlo ilegible para uno, como con cierta probidad indagara un teórico de nuestra época. Asimismo, si un libro es la suma de los libros que están en él, y Dios como libro o biblioteca (una pregunta que por ningún motivo deberíamos dejar de hacernos), o la posibilidad de la imaginación, musa o discurso del mundo, es la fuente de la que bebe el intérprete de los deseos, cómo iguala amor el libro copiado por la memoria (Fahrenheit 451, Gehenna) al libro original y al que ha quedado impreso en el corazón, qué más que amor la fiel comprobación de su originalidad.
Por otro lado, en el campo literario, el tránsito de un libro a otro, de una serie de libros a un libro posterior, podría ser imaginado como el fundamento de la historia literaria. Comprometiendo las lecturas de la época, el sentir del intérprete que redacta, el estado de la lengua, la lengua misma en la que es vertida el agua verbal, la traducción o la lectura de ese libro o biblioteca previa mas nunca original, si bien aparece como siempre nueva en el río, es agua, agua que no deja de ser agua aunque no sea sucia a la hora de bañarse. Por lo mismo, la tácita referencia que la novela hace a Borges no puede dejar de ser significativa. Si un libro es la suma de los libros que lo preceden, y ese libro producto, logra hacer recordar a cada uno de esos libros, no literalmente, sino como literatura, los libros, las bibliotecas, y, en el fondo, la lengua y la escritura, el discurso literario, es en cada libro producto como una suerte de esfinge, siendo el enigma el porqué de la literatura en tanto precedente. Por qué escribir si ya está todo escrito. Pamuk responde de manera soberbia: porque otro ya lo hizo antes y tú no te darás cuenta que él está en mi novela, como el que habló en su literatura y así hasta el origen. Ese antecedente es Borges, y como él mismo reflexionara, la lectura de Pamuk ha cambiado mi visión sobre Borges, la traducción y la historia literaria, pues como una perfecta heráldica, si el escritor inicia su viaje por amor a algo que desconoce y trabaja en el peligro de desaparecer, hasta que descubre y acaba contando el vacío de su búsqueda, y luego aparece una pequeña luz y logra desaparecer en ella, no sin antes haber cobrado los réditos de la vacilación y el escepticismo, tan valorados por nuestras eternamente contemporáneas sociedades, la escritura no habrá sido en vano, pues a mi juicio, no es simplemente traer los viejos discursos a la mesa, sino vaciarse en ese viaje para que, como en el día de los muertos, entren a la propia voz en una polifónica negativa a la agonía y al miedo a escribir, así como también sean un feroz puñetazo a la imaginativa democracia escritural, en la que tanto espíritu díscolo y rebelde, enfermo y hosco, habiendo entrado el débil ruedo crítico de los propios escritores, quiere hacer de mago o taumaturgo entre magos y taumaturgos. Ojalá no olvide nunca el autor, que además de milagrero el crítico es asesino y malevo.
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