domingo, mayo 24, 2009

The Stand- La imagen emblemática



Dentro de las ridículas películas hechas a raíz de novelas que, por molicie o prejuicio, desconozco, existe una entre la nutrida lista de aquellas escritas por Stephen King que siempre me llamó la atención. Desde pequeño me han perturbado ciertas imágenes, digamos, visiones emblemáticas o imágenes compuestas de otras imágenes. Como la simbólica alquímica o la teratología cristiana, la hibridez, lo monstruoso, o aquello suplementario que se da en el injerto, en la construcción de un ser hecho de retazos, como podría pensarse la suma de pájaros que debían reunirse para crear o representar aquel rey de las aves llamado Simurg; quizás también como esas figuras angélicas preñadas de ojos, la tensión que han generado estas imágenes sobre el imaginario convencional y regido por leyes naturales al que llamamos realidad, al menos en mi caso, me ha llevado a pensar con mayor detención la imagen pictórica, el ícono, la fotografía y, eminentemente, la imagen en movimiento que presenta el cine. En ese sentido, la escritura, otro sistema de dibujos o imágenes en el movimiento de la lectura, mediante dicha narratividad, ese espacio trazado en la mesura del transcurso, aunque no permite representar dichas imágenes, las determina, las enmarca y permite ver su continuidad en la historia como discurso. Valga de ejemplo una imagen que aún me descoloca: una zarza ardiendo. Ahora bien, si dicha imagen es parte de la simbólica judía, del entramado de discursos llamado Biblia y fundamento en el acervo occidental, no es menos cierto pensar que la comunicación divina, en este caso, representada por el fuego y la zarza juntos de una manera casi imposible en la combustión de la verdura, acaba o debería acabar escapando sólo a los espacios teológicos o de reflexión sobre la materia religiosa. Es más, creo haber visto esta imagen en una película, una publicidad y en un video musical, antes de su situación original en esas lentas películas bíblicas de Semana Santa, o en relación con una potencia trascendente. Así, el problema de estas imágenes es que al ser transplantadas o sacadas de su ámbito simbólico logran revelar aspectos bastante más profundos y dislocadores que en su espacio original. Podría decirse, incluso, que el desarrollo de dicho desapego o transformación del sentido de estas imágenes, constituye para las literaturas y el arte, un campo fértil tanto en sentidos tradicionales como rupturistas.

El caso de The Stand (1994) es curioso, ya que sin ser una excelente producción, ni menos un éxito de taquilla, me ha devuelto a pensar en las visiones, el carácter visionario de ciertas experiencias y cómo se configuran dichas imágenes. La miniserie filmada sobre la novela de Stephen King, trata acerca de una enfermedad de rasgos pandémicos producida por el ejército de Estados Unidos, que logra filtrarse desde un campo de experimentación produciendo la muerte de la gran mayoría de la población norteamericana. Esta gripe mutante, como es llamada la enfermedad en la cinta, sería la plaga escogida para abrir el gran drama del Apocalipsis. La batalla entre la luz y las tinieblas -paradigma gnóstico/mazdeísta- librada por los sobrevivientes, ubicando al territorio estadounidense como el escenario alegórico de dicha lucha, restituye la noción de imperio y decadencia previa al juicio final, resignificándose además, las experiencias visionarias en el desierto, los viajes espirituales y los sueños. Me detendré únicamente en los sueños, pues habiendo pasado por el filtro pseudocientífico de la siquiatría y sicología, por el inútil imperio surreal y ciertas liberaciones, este vínculo con lo incomprensible y sagrado del universo, el canal onírico, fue y ha sido la última forma de comunicarse con Dios. Desde los profetas, pasando por el gran intérprete de los sueños (José) hasta llegar a los visionarios modernos, en que ya no existe esa indefinición que manifestaba San Pablo al hablar de su ascensión y ser incapaz de decir si fue un sueño o una experiencia, los sueños, al menos desde el punto de vista de Freud, en su procedimiento de Condensación, funcionarían creando imágenes desde fragmentos de otras imágenes, configurando en algunos casos, emblemas.

En The Stand, los sobrevivientes que se alían tanto al bien como al mal, luego de la peste son agrupados o puestos en comunicación mediante los sueños y las visiones. En el caso del enemigo del alma, un estereotipo estadounidense: hombre joven, vestido de jeans, atlético, blanco, botas vaqueras y una grande y prominente caída de cabello según reza esa extraña moda del mullet. En resumidas cuentas una caricatura del ciudadano medio y campesino americano, rodeado de un aura sexual, una pronunciación baja y secundado por funestas aves y animales (cuervos y ratas). Por el otro lado, los sueños de quienes crísticamente deben reunirse para reconstruir un pueblo, una población, se ven conducidos por una imagen bastante curiosa: una anciana negra sentada en el zaguán de su pequeña casita en el medio de un maizal. Este sueño en que la viejita toca su guitarra (Abigail Freemantle) es la imagen que recibe cada llamado a librar la guerra entre la luz y las tinieblas. Así, la imagen de la esclavitud (negro), el objeto del trabajo (maíz) y el producto cultural más masivo y popular (el blues y los spirituals) invierten la pureza de la imagen devocional, para aproximarla o aprojimarla a quienes han sobrevivido al exterminio. Destrucción que, canónicamente, debiera funcionar purificando al mundo de su impiedad (diluvio-sodoma). Ahora bien, considerando la situación de la historia en Estados Unidos es interesante pensar las múltiples inversiones propuestas por las imágenes de The Stand como un modo de representar el fracaso de una forma de vida. Llámese final de la modernidad, Apocalipsis o aniquilación del proyecto imperialista, la caída del idólatra en la ciudad de la idolatría (Las Vegas), así como la vuelta a un orden comunitario restringido, encierra, más allá de la evidente parodia a los relatos milenaristas y escatológicos, un fuerte contenido crítico en la imagen emblemática.

Para lograr su cometido, cuatro de los hombres que habían convocado ciudad por ciudad a los sobrevivientes, deben ir a sacrificarse ante el anticristo, caminando en solitario hasta Las Vegas. Este periplo, eco de la larga caminata por el desierto de los judíos, y la huída de Jesús, cierra el ciclo de imágenes contemplativas que constituye el diseño de la serie. La visión del enemigo, el llamado de la madre negra y la caminata por el desierto, probablemente coordinados mediocremente por la producción de la miniserie, más allá de su pobreza, nos recuerdan el poder que aún tienen sobre el curso de las revoluciones y la historia las imágenes construidas por imágenes menores. La heráldica o la emblemática, al servicio de dos de los grandes monstruos construidos por la razón: la irreflexiva idolatría religiosa y el furibundo nacionalismo, ha oscurecido la vertiente escatológica, aquella que perfectamente podría ser un vínculo con la interpretación fallida de una historia que promete sentidos procrastinándolos, dando cuenta de la imposibilidad de una totalidad, como política y colectivamente lo abisma la emblemática secular; representando la voluntad de construir un sentido, rearmar la historia, como decía un estudioso de la literatura afroamericana llamado Harry Gates Jr. “destruyendo la casa del amo con las herramientas del amo”. En ese caso nada es más popular que las imágenes. Nuestro pagano animismo, la tendencia a representar lo irrepresentable, desde la óptica de Stephen King puede transformarse en lo que Philip Kindred Dick proponía en la tetralogía final de su obra: destruir el imperio que representa a todos los imperios y así acabar con el tiempo y la historia. Puede parecer un arrebato mesiánico hoy en día, aunque quizás debiera ser pensado con más ternura, entendiendo que las imágenes no son depositarias de una esperanza, sino de una potencialidad imaginativa y creadora. Despertar esas imágenes del sueño de la historia es tarea de artistas y no de políticos o empresarios. Mostrar dichas construcciones desde su estatuto argumental, su soporte de control, y entenderlas. Entender que en ellas habita también la posibilidad de mutación de todo ámbito tradicional: He soñado una mujer negra tocando blues mucho antes de ver esta miniserie, y he sentido que esa imagen cobija en sus canciones, lo que Whitman cantaba y Carl Sandburg oía en la pradera. Las cosas nos dicen su historia y la historia de quienes las habitaron por o desde la palabra. Aquellos negros que viajaron desde Mali, como nos cuentan los documentales de Scorsese, para llegar a Norteamérica y ser esclavos, tomar los instrumentos que dejaron las guerras independentistas, construir sus propios instrumentos y proteger sus creencias en ritmos básicos hasta llegar a ser el fundamento popular de una nación; aquellas historias parecieran decirnos que también podríamos soñar con una machi, o con una abuela cualquiera, con un viejo que pudiera mostrarnos ese edredón en que estamos sobretejidos como un parche. Esa imagen emblemática con la que leeremos invirtiendo el curso de las aguas del tiempo.

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