lunes, abril 04, 2011

Sobre la representación



Un acontecimiento no ocurre una vez. Probablemente sea el eco de una serie de acontecimientos no resueltos o comprendidos con justa conciencia. Y si hablamos de conciencia, sería prudente asumir de una vez por todas que no hay disciplina que escape a la interpretación, digamos, la lectura de fenómenos en busca de soluciones o el planteamiento de nuevos problemas.

En el caso de Chile, el pensamiento figural que rescata Erich Auerbach para interpretar la historia desde la hermenéutica, cobra importancia al presentar a la historia como un género literario y a las problemáticas de la misma como ramas de la teoría literaria. En este sentido, un acontecimiento tan trivial para algunos, como la renuncia obligada del entrenador de la selección chilena Marcelo Bielsa, más que indicar la voluntad de un colectivo de personas naturales de Chile de preocuparse por un hecho trivial y no pensar la situación geopolítica de Egipto, Pakistán o Tailandia, releva al menos dos asuntos. En primer lugar, que aunque las instituciones estén construidas por hombres, es difícil encontrar una institución que represente a las personas que la constituyen. Ahora bien, si hay un hiato en la representatividad en el ámbito público, es claro que el mundo privado anula esta posibilidad de representación. En segundo lugar, si un deporte motiva la voluntad de ver representadas las ideas de la mayoría de personas que construye el discurso del mismo deporte en un país cualquiera, este hecho no sólo se liga con la frustrada representatividad, sino con que las necesidades y voluntades de un pueblo, de una mayoría, no son capaces de lograr los cambios que requiere el pueblo o la mayoría, para ver satisfechas tales exigencias. En el caso de Chile, esta ridícula y patética situación se funda en el mito de una asamblea constituyente que nunca existió. No hay en Chile una representatividad de los colectivos, pues no hay una constitución en Chile que haya hecho patente la voluntad de vivir comunitariamente de todos los sectores sociales, políticos, económicos y territoriales de nuestro país.

A nadie le importa lo que piense la mayoría, lo importante es que Chile es un país con sólidas instituciones. A este respecto, pensar en la relación que propone esta repetición continua, digamos, la figura de la imposible representatividad, conduce a la lectura de tales iteraciones y a la revelación de que en Chile sólo hay empleados y empleadores. Podrá objetarse la situación de clase, la comuna o ciudad, la religión, los estudios e ingresos como factores mucho más importantes para describir la vida de un país, pero es necesario hacer hincapié en que cada uno de estos aspectos se conjugan en la relación entre dos personas, colectivos o discursos. Así, la dirección del discurso del empleador está dirigida hacia la anulación de los derechos y garantías del empleado que, en el fondo, tiene que ver con violentar la dignidad humana de cada persona. Además, el empleador le otorga a toda instancia de la vida el halo del trabajo y el imperativo de la productividad. En ese sentido, la vigilancia, esa policía en que se transforma la política, según Ranciere, está fundamentada en la protección de la propiedad privada y la minimización de las virtuales propiedades de los empleados. Tan ficticio como este contrato social, la responsabilidad que le cabe al empleado al responder adecuadamente al empleador, refleja la imagen del subalterno que binariza decimonónicamente las formas de la vida en sociedad. Por esto, intuyo que más allá del bazar o tienda de abarrotes en que han convertido a este país un grupo de mercachifles, sólo quedan ruinas de un pensamiento y una idea de vida practicada por una minoría en desaparición.

Puede decirse, no sin temor a equivocarse, que hoy las respuestas a este espíritu de clientes – en el caso de ser empleador- o la pasividad de quien no alcanza a decidir qué consume, sino que es obligado por el imperio de los precios o el imperativo crediticio, está en la polaridad conservadora, aunque no aquella ligada a la pertenencia de la tierra, sino la que, injustamente, carece de tierra y practica la trashumancia en una suerte de nostalgia de una unicidad que probablemente pertenezca al mito. Aun así, la insistencia conservadora es elocuente en sus planteamientos, pues vive y sobrevive por la restitución de la tierra, lo que escatológicamente podría leerse como una restauración o una vuelta a un origen. Nada está más lejos de esta apreciación.

Tan distintas como alejadas, las experiencias del aymara, quechua, mapuche o rapanui sólo pueden ser consideradas como accidentales o excepcionales, dignas de ser llamadas estados de excepción. Quizás el caso más emblemático sea el de aquellas personas naturales sujetas a una lengua otra y a una sobrevida, en este caso, la urbanidad. La vida de las ciudades, estudiada largamente no alcanza a clarificar cómo se realiza la inserción y por qué hay sujetos que logran desasirse de una tradición y asumir otra como propia. No creo que dicho fenómeno sea extraño en todos los ámbitos del saber, sólo dibujo su dificultad. Con respecto a lo anterior, la nula existencia de la comunidad o la representación de la misma, garantiza, mediante el blanqueado discurso de una segunda modernidad (simulada dentro de las estrategias críticas de la diferencia, aunque estructurada binariamente) que estos reductos de lo otro, de una radical separación entre el sujeto incluido y la ficción del bárbaro que vive en lo rural , ese intersticio que en la superficie es el otro, supuestamente tenga que ser asimilado al gran discurso del progreso, de la enseñanza y las leyes de mejoramiento estandarizado.

Volvamos al punto en que un sujeto se desase de su tradición, se suelta y adopta otra como propia. Si hay un espacio en que esto puede darse es el de la literatura, ya que su vitalidad –si es que hay vida como la conocemos en la literatura- estriba en la actualización y desactualización de estructuras, tópicos, temas, estilos, figuras e ideas de mundo, siendo cada uno propio de un contexto determinado. Sin pensar en los escritores, la escritura se nutre de aquellas materias que no parecieran estar presentes en los instantes de producción. El mundo árabe en Pedro Prado, el ocultismo en Juan Emar y el budismo en Gabriela Mistral, pueden ser algunos ejemplos. Así, estos “forzosos” paralelismos entre tradiciones dispares y aparentemente desvinculadas acaban productivizando y enriqueciendo la móvil consistencia de ese fantasma llamado Occidente. Ahora bien, cómo se representa o cómo se ve representada esta diferencia en la propia territorialidad, es un tema aparte, conflictivo y aún irresoluto. Cómo en Chile se representa esa ruptura con la convención Occidente y se intenta comprender el desapego, la desafiliación de las culturas, etnias o colectividades que aún pueblan al interior de las fronteras de esta ficción patria. Surgen, al menos, un par de preguntas: ¿hay literatura en Chile que discuta estos problemas de representación? ¿Hay literatura en Chile que discuta el estatuto de lo chileno y la ficción de esta representatividad?

La dilación propuesta en la forma del aplazamiento, el festinar con los modos del pensar, hoy en día diseña una algarabía que replica los fracasos europeos de comprender el mundo. La confusión entre filosofía, crítica y teoría, productiva para la escritura, en los ámbitos de lo comunicable, reproduce la distancia entre el empleador y el empleado. Quienes dispensan el conocimiento producen falansterios, pequeños grupúsculos de saber y producción de conocimiento dirigido, crean jergas subsidiarias a las jergas europeas, aprenden los nombres de las cosas en otras lenguas y se fascinan en la discriminación a la hora de pensar en los productos culturales. Leemos en los “artículos” de la prensa o de blogs una insistente contumacia al querer igualar géneros con procedimientos, textos con discursos. Que esto es una crítica, que aquello es una reseña, que lo otro es un artículo o un paper. ¿Qué es un paper? Papel. De este modo, no tan sólo quienes estudian en la universidad, sino aquellos que quieren hacerse de un poder, digámoslo así, una llave para dominar una pequeña parcela del pobre circuito lector chileno, más que entregar lecturas desde una subjetividad, construyen una ficción de representatividad altanera, elitista e ignorante. ¿Para qué sirve la crítica, sino para desestabilizar los lugares comunes y deslegitimizar los espacios ocupados por la hegemonía crítica europea? ¿Dónde está el falo hoy? A pesar de esto, los jóvenes y los que no lo son tanto insisten en aceptar a pie juntillas la experiencia de Francia, Alemania e Inglaterra como suya. Lugares comunes como la huella, la desaparición, el cuerpo (no el cuerpo, sino su –in-significante) y la memoria confirman la estrechez crítica de quienes leen agachando el moño. No hay reflexión sobre las lecturas, sino un simple proceso de identificar (habilidad cognitiva básica en el listado de habilidades propuestas por el MINEDUC) y repetir, cortar y pegar información.

Por otra parte, la intención de hacer ilegibles aquellos discursos que ya abogan por eso, es decir, los discursos literarios, más que un esfuerzo es una flojera. Al cabo, plantear un modo de valorar o una escala valórica en la que habrían mejores o peores textos literarios sin siquiera comprender los contextos de producción, recepción y la breve e inexistente historia literaria chilena, al menos, es necio. Además, podría afirmarse que establecer rankings, más que polemizar o remecer, conduce a reproducir los esquemas de valoración propios del mercado en sus rankings de libros más vendidos. Por ende, quienes proclaman el diálogo en esos términos, instalan la representación de ese diálogo en un binarismo de subalternidad tácita. No creo prudente recordar los esfuerzos de Martí en La edad de oro pero salta a la vista que la docencia es un oficio en declive, casi tanto como la vocación pedagógica o expositiva. ¿Ha habido algo más en Chile que una crítica impresionista? Sí. Desde la filosofía, la historia y los estudios académicos. ¿Hay un puente entre la crítica endogámica académica y la crítica pública, a saber, visible en medios de comunicación? Podría decirse que no, pero intuyo que los esfuerzos que se están dando, agónicos, tienden a esa zona. No son menores los esfuerzos de Zambra, Sanhueza y Espinosa a ese respecto; aunque podría juzgárselos de impresionistas o parciales, juzgo que la intención de hacerse de un espacio público es valioso, más aun que la búsqueda de un púlpito desde el que proferir sentencias o dogmas.

Son necesarias lecturas y preguntas sobre la representación y en qué medida la literatura actual representa los problemas de una nula representatividad. ¿Cómo podemos llamar representación a un procedimiento estético e ideológico que sólo halla consuelo en su decir? ¿Hay una crítica hospedada en la literatura con respecto a la tradición, a la idea de Occidente o a la historia, o sólo es una pulsión que puede hospedarse en ensayos, reseñas, comentarios, glosas, notas o artículos? Quizás pensar nuevamente la forma de desestabilizar las expectativas del lector, la idea del lector mismo o los medios de producción que asume el arte conduzcan a construir una literatura que le haga frente a este contrato social subrepticio y clasista en el que vivimos. Estimo que dichas reflexiones tienen que ver sobremanera con la teoría, hoy, más que con la filosofía y la crítica, específicamente, aquella que estudió y sigue estudiando los géneros literarios.

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