jueves, diciembre 07, 2006

El escritor chileno y la tradición.


Gracias a un espíritu clásico o, como lo hubiera dicho el mismo Borges, una suerte de arquetipo clásico que reverbera en la escritura de Elliot, Benjamin y los cabalistas, hoy, en la distanciada capitanía general de Chile, hurgamos ávidos de istmos los anaqueles de una historia literaria fantasma, buscando un aparecer original de su escritura.

Tímidamente, al igual que el texto aparecido en Discusión, el problema linda con las crónicas, las relaciones, La Araucana y Ercilla, así como con Pedro de Oña y su poesía. Infancia, pero no aprendizaje. Y es que Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos, y también es la remarcada virilidad nerudiana con la que mi amigo Juan Santander, defendiera la honra de un muerto perpetuamente vivo en la claridad de su ausencia.

Borges conoció la Biblia antes que ningún libro en las lecturas que su abuela Fanny Haslam realizara por las tardes ( que he imaginado cálidas y amarillas), difiriendo de la paideia mistraliana por la lengua. Borges supo el sajón antes que nadie y, desconociendo el hebreo y arameo en que los libros fueron escritos, escogió el árido castellano practicado en la Andalucía de sufismo y judería, de Ibn Arabi y Moisés de León. Recuerdo su elección, únicamente, pues en ella está cifrada toda esta discusión acerca de la pureza. Así, si no aprendimos el castellano de Garcilaso, Quevedo y Cervantes, menos aún reconocimos los acentos, el ritmo y la eufonía con la poesía de García Lorca, León Felipe, Juan Ramón y la rústica prosaica con Ortega, Baroja y Unamuno. No intentamos copiar al hereje de Lastarria y su Don Guillermo. No superamos el vuelo de Alsino, las metempsicosis de El Socio,el desgarro de El Compadre e Hijo de Ladrón y el sencillo misterio de Zurzulita. No hemos continuado el aliento de nuestros padres y abuelos, pues siquiera terminamos de leer El Ideal de un Calavera. Quizás no exista aquel aliento. Quizás es cierto que forjamos nuestra moral con el silencio de Tolstoi en Yasnaia Poliana, con las malas lecturas de Rimbaud y Baudelaire, con la épica de contestar a los primeros libros en Kazantzakis y lo absoluto con la Biblia, las fábulas de Esopo y La Fontaine y La Odisea, pues La Iliada, aunque primera, es una tarea para quienes la aman desde antes.

Volvemos a la Biblia y a esa abuela que es nuestra abuela y que es el Génesis, Adán y Eva, Caín y Abel, Abraham, Noé, Egipto y Moisés, sin querer olvidar a José. Nunca supimos en el comienzo la literatura de Lautaro, Caupolicán, Valdivia, Inés de Suarez u otras, como las de aquellos sureños que alguna vez fueron gigantes. No sabemos nada de ellos y su lengua, mas sí fuimos instruidos en la Cruz y el indeleble Padre Nuestro. Sin llorar a quienes no conocimos por el flagelo que supuestamente sufrieron, somos en ellos y compartimos su desaparición. Y aunque es tradicional defender la permanencia, más aún lo es el defender esa humilde derrota(la nuestra) como lo hizo Santander, ante el mal gusto de injuriar al ciego Borges por su proceder sexual. En esa defensa está la virilidad de la única pureza que puede existir. Pues nuestra tradición es la de Occidente, ese radio genocida y marmóreo que se abre a la mirada de los infantes como un bosquejo aún de lo que será. Y es el mismo Occidente en que Borges se reconoció como argentino castellano griego y judío, el que nos distancia del original desconocido, el que está parafraseado en su amado Sartor Resartus (que me pide leerlo mientras escribo su nombre), en el Zohar, en el Quijote de la Mancha y en la misma Biblia como una versión de la derruida Mesopotamia, entre esos dos ríos, el de nuestro tiempo y el de la literatura. Y es por esto que leemos traducciones, escribimos traducciones y somos nosotros mismos una traducción del Adán que bien puede no haber existido.

Pienso que a usted, querido Borges, no le hubieran desagradado estas líneas. Siento además, que el coqueteo de la literatura con el silencio como otro género de la literatura fantástica, es dejado al practicar el digno alejandrino y el endecasílabo amatorio ( no olvido el octosílabo). Por eso creo que la mesura clásica nos impide ser originales, apátridas y bastardos sin familia, es decir, sin escritura. Así, clásico sigue siendo usted en el escarnio, y un amigo roedor en su propia biblioteca, con imaginaciones de arcadias y églogas en un latín ignoto traduciendo sin traición la tradición.





2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bien

Anónimo dijo...

Los cuatro grandes de la poesia chilena son tres, Ercilla y Darío.

Xiomara