Si bien los epígrafes de un libro configuran un radio espectral, en 20 son su punto de fuga. Y es que la tradición española no es agente de un ámbito combativo, ni menos de un sistema vanguardista en la constelación poética propuesta por el poemario: es la voz que inagura el diálogo, la parodia [1] con que se configura el tono recargado y especular, el sonsonete cacofónico utilizado por el sujeto como proscenio. Es el teatro del conocimiento y la voz sujeta (hecha sujeto), la conciencia puesta en crisis para la disección del Mundo. Así los colores, las formas y los números, son la primariedad en la que se desenvuelve la tragedia hecha comedia por el sujeto que resucita luego del fracaso ante los fenómenos.
La imposibilidad de unición, de la fusión con la madre, la amada, el enemigo o el padre como la adultez y la tradición, es el erototropismo con que entra la voz en la materia. Y tal entrada es ya caída, pues aquello innombrable no adquiere sonoridad. La pieza, la cuadrícula, la cuadriga y el damero de la ciudad, confieren la materialidad a la ingrávida presencia del amor. Su fuga es la destrucción del vínculo. Su paso es la catástrofe que halla hospicio en la mudez, en la involución a la infancia [2].
El mundo y los fenómenos engañan. Todo lo aparecido a la luz es fantasma y por tanto expira. Del cuatro al tres (la familia o la querella) y la lucha del dos por ser uno. 20 es el número de los dedos que digitan la premura adolescente, borrando con los pies lo escrito por las manos. Es también el doblez del espíritu al saberse en cárcel de carne y límite de sentidos. Y todo es espejo, simulacro [3], mas no fragmento o fisura. La organicidad del poemario es incontestable y anida en la religación de los ojos con los astros, con la luz y la apariencia como única seña de verdad. Socrático, ama el sujeto lo bello y no por eso ignora el bufo alarde de los signos. Ama su paso y el crepúsculo que dejan los seres ocultándose. Ama saber en tierra lo que los ángeles desconocen volando sin la comunicación de las bóvedas.
Aquí no hay sol, tampoco luna ni oscuridad mayor a la de los ojos abriéndose. Aquí hay decisión y desmesura, quizás validada por el arrojo de entrar sin frenos en la clausura de lo abierto. También hay errancia y negación al eclipse que la escritura hace del sentido. Mas en caterva de inmersiones, difícil es negarse a la extinción que proponen los choques del niño con las cosas, con la destrucción y los diez dedos mudos que dirigen las uñas perennes a la tierra.
[1]Para-ode: Junto al canto.
[2]"Infánciome de nuevo como antes la rebeldía de este estar niño"
[3]"pues me quedo ventana las mañanas viendo aún partir lo partido, si el estremecimiento ahogado ya vuelve como vuelve siempre a pesar de lo no existido"
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