miércoles, marzo 28, 2007

El orden de la Reflexión.





Acaso por la atávica especialización de las artes liberales, el ingenuo librepensador ha tornado su cabeza hacia el pasado, al no encontrar discursos que dialoguen con su entendimiento. Digamos que discierno, que enfermo lo poco que queda de mesura en mi lenguaje. Digamos que al phármakon (mi escritura)le sea justa la cura y no el veneno. Pensemos que me hago otro y crezco, pensemos en el altruismo. Pero no hay tal, sólo puede dar quien se ha entregado por completo y hospeda deudas. Deudas de sí. En ese sentido, no es necesario para la reflexión escribir la tenue línea histórica de dicho saber o el sendero que conduce a su jardín. Ya es sabida la ausencia de baldosas amarillas en la fábula que al saber encendió su pira bautismal, sin agencia y sin alarde del sujeto en que se dio aviso. Sólo aviso o gesto, mueca en el tiempo sin origen es la entrada a la materia en precipicio. Sólo la certeza de que las preguntas son las mismas, y mismas son también las artimañas y sofismas, con que el vate en fatuo crisma canoniza las propias abluciones: las propias desverguenzas al silencio.

Hay nacimiento en toda reflexión. Hay un eco de ese Nous confundido con la mente de Dios en el desorden al que llevamos la convención al sernos falsa. No hay albaceas de la verdad. Tampoco una certeza que libere de la intuición el cruel cortejo al que es invitado el amante de la senda, de aquella corriente o patrón en que las notas traducidas en escalas diferentes, suenan sin ser armonía como una sola melodía.

No dejemos de guardar aquella incapacidad de decirnos en otros. No dejemos convertir nuestro mudo lenguaje de golpes y caricias en triste pátina de nuestro nombre. Somos dignos de las cosas y responsables de sus vínculos. Nuestra es la tarea de pensarlas. Y aunque no hayamos nacido ayer, necesario es también consagrarnos al estudio de nuestra voz y la huella que de la Voz es muerte y estela, lejanía, aura, conmoción que ante lo sacro vuelve al hombre ser perenne, hallando en la cavidad de lo eterno un lugar para su cuerpo, el lugar que a la hoja cede el viento.

Hay algo intraducible en el pensamiento, en el hálito que por la forma del tiempo se ha vuelto música, o noble repetición de patrones, de preguntas que surgen como una primera voz en nuestras gargantas. Tal es el eco en nuestras almas, el ser hablantes de una partícula por una partícula, y al mismo tiempo ser instrumentos de Dios, el universo o los primeros legos, de esta extraña construcción en movimiento que repite su patrón en la belleza de un misterio.

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