martes, febrero 27, 2007

«Hüzün»




Tal como el capítulo que destina Orhan Pamuk a meditar en la amargura que se cierne como la noche sobre la ciudad de Estambul, yo, con una carga menor de nostalgia y de arraigo, me valdré de tal noción para plantear una humilde imaginación.

Ya sea Roland Barthes, Wittgenstein (tan sólo en un comentario) o Benjamin quien ha despertado más dudas acerca de la semiología urbana, debo confesar que tanto como el hurto o la mentira, es un placer que el amigo de las letras no puede ignorar en su afán de turista. Cómo olvidar un viaje a Europa o Asia en los libérrimos relatos de aquellos profesores que, ya fuera en un libro o en su memoria, grabaron el nombre y la fecha del paso por una ciudad cualquiera. Y es que nunca una ciudad es cualquiera, al menos para el turista. Justamente es ese el primer problema en la lectura de la ciudad: aunque el deseo acabe siendo el motor de largas caminatas o interpretaciones, hay que considerar que no todos los lectores son turistas, y que, por suerte, no todos gozan de una joie de vivre. Pensando únicamente en Baudelaire, el hastío o la bandera negra que colgaría de su cabeza al recorrer la iluminada Paris del siglo XIX, es únicamente un botón en la fronda con que la amargura occidental ha colmado el mundo. Aunque sé que nunca estuvo en la mente de Pamuk el holismo al que voy a caer imbécil, he de tomar la palabra Hüzün (amargura) que, venida del árabe, es la palabra que usó Mahoma al declarar el año en que muriera su esposa Jadiya y su tío Abu Talib como el senetül hüzn (el año de la amargura). Así, sin llegar a creer enteramente que la ciudad es literatura (si bien ficción), siento que es escritura y que, al menos, podemos intentar leerla, como lo haría un niño frente al Rig Veda en Sánscrito.

Pamuk persuade al lector acerca del hecho que la melancolía (bilis negra), como enfermedad del cuerpo y luego del alma, es una enfermedad individual, una dolencia patética de la singularidad, mientras que la amargura es una suerte de hálito que recubre una ciudad o un grupo de personas. En ese sentido, volviendo a la pérdida del Profeta, el dolerse físicamente y el sufrir la vesania de la ausencia, tendría dos vías o miradas: la material, que se trataría, efectivamente, de una ausencia que refiere a la necesidad de un presente material; y la mística, que, al contrario, desearía desvanecerse aún más, al punto de exterminarse y así perderse en Dios. Si bien ambas interesantes, el caso de Estambul estaría en la tensión de ambas, como una interrupción en el continuo del Imperio Otomano y como el intersticio entre la europeización y la pérdida del carácter árabe: Estambul es amargura, pues vive de sus ruinas sin exotismo, pisándolas día a día, entre el culto y la secularización, en el perpetuo vaivén que impide la felicidad desatada.

La melancolía común sería esta incapacidad de recordar el sentido primero de aquél lenguaje del creador (Benjamin-Lenguaje Adánico) o constructor, transformando a la ciudad al luto y al silencio. La ciudad no se dice a sus habitantes. De la misma forma, el iterado extrañamiento, da cuenta de una suerte de laberinto construido en un tiempo preconsciente (Wittgenstein), en el que sólo el Amateur (Barthes) puede encontrar espacios del cobijo, identificaciones. Pamuk ama su primera casa, ama a su madre, a su maestra, a su padre y al Bósforo. Y ama por sobre todo la amargura de decir la amargura de la ciudad. Condición romántica-patética que ironiza repetidamente, para desenrollarse del peligro que despierta el bifaz sentido de las ciudades amargas. De la misma manera que ocurre en el humor (melancolía), la lectura y la interpretación, así como el contexto, determinan su genérico carácter trágico-cómico. En ese sentido, las ciudades, como enfatiza Pamuk, no serían tanto objetos literarios, como campos de batalla en las que las memorias mueren por preservarse. Pues es justamente el traducir la intimidad de una ciudad arruinada, la manera de controlar la mortalidad de las memorias periféricas. El centralismo cultural engaña. De la misma manera que Pamuk excursiona por su ciudad, desturisteándola, un ejercicio válido sería corroborar las ruinas silenciadas que amargan los domingos por la ciudad de Santiago. Ajenas a las grandes contiendas, las pobres historias que sostienen la melancolía particular, se pierden en las plazoletas al sur de Avenida Matta, en los antiguos cines comunales, en las secas canchas de tierra. Así, el recobrar la memoria singular acaba amargando la concertación y el ámbito convencional, así la alegría y la cultura se ven opacadas al ser mostradas como andrajos, así los artistas logran saberse en su mísera condición de taumaturgos.

Así, un día cualquiera, leyendo a Alfredo Gómez Morel y su novela El Río, comprendo que no he sido sólo yo el que ha odiado; sin saber a Heráclito, me dice con légamo infértil de esta ciudad putrefacta, que yo mismo soy la ciudad en su hipocresía. Yo soy la amargura y no lo que se ausenta.

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