Hay días en que me pregunto si es que habrá sido efectivamente aquel decálogo, o bien sólo un aleph el que inspiró la eternidad en el frágil curso de nuestra escritura. ¿Dónde halló cobijo la idea que basa su ciencia en la voz compartida de Padre a Hijo, de espíritu en espíritu, en la total idiosía o la irredimible afueridad?
Aún así cultivamos la letra y en la culta enunciación olvidamos el riesgo que a la voz reserva el tiempo. Cada aliento enmudecido en la materia socava la misma haciéndola hiato, grafía de los ríos que no corren. También olvidando el número, nuestro pobre lenguaje, la lengua, no es más que un eco de esa escritura. Ya en el recuerdo del vínculo, nos vemos reducidos a escombros en este falansterio del que se quejan peregrinos, por no aceptar el riesgo de lo estático. Tal es el sentido de la belleza que encandila y que no afectará el tamaño de nuestra esperanza. Sabemos la huida de la sustancia, del verbo cada vez que el sonido se esconde presuroso tras la copia, la glosa, la noble sujección a los eclipses.
Hemos bajado del monte con la voz de Dios a cuestas. Y son los huesos el idioma que la historia eligió por su pureza. Sólo el tiempo mancha la alba concesión o la esperanza de un momento en que se restituyan (apokatástasis)las presencias de nuestros muertos. Lo bajo nos espera y alguien dijo que el futuro no tenía más que la forma de una deuda. Algo nos debe el tiempo al humillarnos derrapados hacía el vacío de lo único que nos conecta con lo vero: la Escritura.
Por montes y riberas irá el espíritu cual gacela en busca de quien ajó la vista haciendo llaga. Menester entonces recordar el fuego y el aliento, la arena que los media y la oquedad que plénanos como un enigma o bien como una posibilidad de rehacernos, de sernos ciertos por vez primera en este extraño mundo en desbarranco. Pues la vuelta o la primera ida a Dios es el deponer la Voz por la Escritura. ¿Acaso Adán o el bruto Aquiles, supieron el sentido del Océano siendo una presencia más allá del mismo Océano. Entendió aquel viejo Borges que la Luna, no era sino Luna cuando de clarear se oscurecía?
Recorramos el camino solos, hurgando entre los túmulos en busca de algún brote ya oxidado por los ídolos. Conozcamos lo divino santificándonos en el tránsito que propone el cruel camino que iniciamos. Ese y no otro es la vía a los misterios: ir a pie por la letra, que caída no recuerda su grácil pertenencia al mundo denso.
La reunión será por un mensaje blanco en que la luna aune el agua que el océano evaporó en inverso llanto para hacernos parte del desierto. Seamos esa salina materia, para llenar el vacío de sangre que en el corazón del mundo aulla ecos, fracturas y fragmentos. Dios nos llama con cariñosa seña, abriendo nuestros ojos para así siquiera intuir tras el velo de las nubes, la profundidad de la mentira y su presencia. Sí, es cierto; descendemos sin retorno y justamente tal es la paradoja de esta ciencia: olvidamos nuestra pertenencia al destierro e ignoramos que, en el fondo, cuando bajamos realmente estamos ascendiendo. Seco el mar, sólo el cielo alimentará a los hijos de este imperio.
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