jueves, mayo 17, 2007

Subrayar la historia



Propio tanto de las decadentes democracias como del espíritu humano en general, el tráfago del libro soporta variadas interpretaciones. Ya sea por la necesidad de compartir información o por hacerle frente al olvido, las copias, los manuscritos apócrifos y las versiones se yerguen como el modo de colectivizar aquello que sólo puede ser restricto, a saber, el conocimiento. Así, que las bibliotecas públicas, las universidades y todos los centros que dispensan las sabidurías comprométanse a ceder voluntariamente los libros a los ávidos lectores, justifica plenamente que este último farellón intente hacerse cargo de un aspecto residual en dichas prácticas.

Con una antigüedad similar a la del préstamo, la marca, ha sido el modo en que el humilde escribiente quiere dejar su huella individual, el gesto de su presencia, en el público ámbito o la materia común. En el caso de los libros tal marca asume la posición del comentario, la glosa o el pensamiento lateral, tanto en la disposición gráfica de la página como en el objeto de su ansia. Estas reflexiones, por cierto, nada nuevo encierran. Ya a principios del siglo XIX, Edgar Allan Poe en un notabilísimo ensayo titulado Marginalia, predisponía o, más bien, situaba la crítica postmoderna en la lateralidad del pensamiento que esconde la glosa al momento de leer. Él prefería los libros con márgenes amplios, para así recorrer el adyacente espacio en blanco, escapando a la lectura con una nueva escritura que nada tendría que ver con lo entendido. La libertad del pensamiento se haría Marginalia, en la medida que dicho juego no revistiera más importancia que la propia inscripción, el deleite de entrar en la eternidad por una puerta pequeña.

Ahora bien, de esta marca Poe luego traduciría, transpondría y voltearía de cabeza la vergonzante lucubración, para exponerla y adosarla al grueso núcleo de su obra. Con tal desparpajo, la colección de varia laya, la caterva de observaciones a la que nos invita Poe, al entrar a la historia se centralizan, prestándose a ser objeto de otras marginalias.

Más allá de la Marginalia, existen otras marcas o inscripciones por las que el sujeto busca la comunicación o la perpetuidad. Sin alcanzar ninguna, el gesto del subrayado constituye la historia de un libro cualquiera en una biblioteca. Si bien está considerado de mala educación rayar un libro de uso común, la pulla indecente, la odiosidad tendenciosa y la glosa de inspiración filosófica amparada en el anonimato, son variadas muestras de un ejercicio en específico.

Una línea no significa nada. El subrayado es la exclamación o interrogación, el destacado aparentemente involuntario que en la lectura define al sujeto. El subrayado es la huella del lector. Por lo tanto, que un lector cualquiera elija un verso y no otro del notable poeta lituano O.V. Milosz, significa que ha centrado su atención en una partícula del entramado propuesto por el poema. Un solo subrayado no significa nada. Mas los lectores atentos, por el contrario, practican el goce de la impotencia creativa, trazando líneas como un niño intentando imitar a sus mayores. El subrayado es un mapa, y quien desee leer tranquilamente un libro, es decir, en soledad, no podrá menos que permearse de ira al descubrir que no puede ignorar el paso de un lector anterior, una conciencia anterior que ha dejado su enseña en el territorio conquistado, como las maneras que un amante furtivo ha contagiado a la mujer prometida, que luego de la iluminación descubrimos con vergüenza.

Alguien ha estado aquí. Esta es la imaginación que me ha llevado a escribir. Si la historia universal es un libro, un texto, ¿de qué manera el hombre o Dios subraya esta alba superficie para desconocer la originalidad? o ¿hay alguien o algo que subraye realmente este texto haciéndolo historia?

Ante la incontestable condición de ambas preguntas, lo próximo sería pensar en que la historia está construida tanto por voluntades como por insurrectas ráfagas de tácito agente. Aun así, aunque la historia no sea más que un cúmulo de ignotas realidades, hay asuntos diáfanos, sabemos de Gilgamesh y de Súmer, del ideal Homero y la Hélade, de Tibulo y Roma. Así también sabemos que Borges no nació en Istambul, y una serie de datos que nos son gratos pertinentes. El asunto es el siguiente: ¿Por qué perseveran ciertas realidades y las otras desaparecen? Sin entrar en dominios canónicos ni menos esotérico-religiosos, creo que es venturoso anclar en Súmer. Así, de una civilización de cinco mil años de antigüedad, hoy el peregrino joven instigado por la artera condición de su ignorancia, se ve arrojado al poema tanático por antonomasia, el pozo del que ha bebido la Biblia y el Helénico orbe, a saber el poema de Gilgamesh.

Elidiendo las problemáticas de las versiones, las tablillas perdidas y ciertas inconsistencias en el entramado de su ubicación en el canon occidental literario, ciertamente este poema anónimo es, sino el primero, el más importante subrayado literario en la primariedad de los tiempos escriturales. Ya sea por la repercusión de su fábula, por la genésica condición de Utanapishtim (el Noé sumerio), la querella por la fuente de la vida (¿Arbol de la vida en la Torah?) y el humillante fracaso como la conclusión de una búsqueda en los extramuros de lo humano, el poema de Gilgamesh anota y exclama con vehemencia subrayando una de las líneas que definirá el rostro de la literatura en occidente: la experiencia liminar como sustancia poética, como inmersión en las aguas de lo perenne. Así, la imaginación de lo divino, lo transhumano fue la máxima de las literaturas míticas. Literaturas que luego fueron acalladas por el innoble derrape de la materia divina, en el ocaso de la fe y la asunción de la falibilidad, como el dintel de un nuevo mundo fracturado y cobarde. Tales líneas son claras y, creo, se las debemos al anónimo contributor del poema de Gilgamesh, mas otra línea, delgada y temblorosa, asoma desde el dos como un hijo. Es la infausta línea de la duda, que subráyanos albos e innominados como una serpiente que ha robado nuestra inmortalidad. ¿Hallará Gilgamesh la sustancia anhelada? No lo sabemos, y justamente es ese desconocimiento el que determina una silenciosa cadena de literaturas precipitadas al silencio, tendiendo al cielo mas ahogándose en un charco de agua detenida. Recordad esta última línea... Es la línea Americana que aún puja por desentenderse de lo antiguo y lo moderno por su libérrimo pneuma de cenagal.

Al cabo, si Gilgamesh persevera como puerta y óbice, hay que cavilar acerca de si esto ocurre por su calidad o por un vicio en la tipografía de la macrohistoria. Asimismo, pensar en la ruina, es decir, en tal ruina, no es más que imaginar toda nuestra cultura siendo arrasada hasta sus huesos: los nobles materiales que guardan la sagrada escritura. ¿Qué resistirá cuando nosotros seamos idos? Pienso en los bloques de piedra, en las señales, los mojones y los poemas fiscalizados por las políticas de nuestros países para crear una cultura nacional. Pero también pienso en un poema (que me mostró un amigo) de Jorge Luis Borges que descansa en la salida norte de la Biblioteca Nacional. Quizás sí subrayamos.

No sabremos si serán autodeterminadas por la letra las literaturas, o bien reflejos de momentos y voluntades humanas. De un autor desaparecido, sólo conservamos la separación, el bisturí con que ha seccionado la temporalidad para ver de qué está compuesta, cómo reacciona y cómo seguirá funcionando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siguen mejorando tus reflexiones!


(alguien ha estado aqui)