lunes, agosto 13, 2007

Silva de varia lección.




Aunque no baste con mencionar el desprecio que pregono por las escuelas y estéticas, mi lívida condición de lector lo reclama. Así también es mi sentir frente a políticas e imaginaciones mundanas que hácense de la bonhomía propia del libre pensador, cuando este es asaltado por la grutesca y maniquea figura de la coherencia. ¿Hay acaso en la historia del hombre más que un exiguo afán de granjearse lo postrimero sin los lindes escatológicos? ¿Hay algo mayor en el hombre que su extraña confianza en lo siempresente, en la pervivencia de creado por su propio arte?

La sutil naturaleza, sin perder la gravidez del golpe de agua u hojas con que irregularmente nos impacta recordándonos lo frágil, sabe y gusta de los leves anacronismos y las singulares simetrías. Tal como ocurre en el simulacro de la obra, las estaciones y formas que adopta la mutación de la materia viva, muestra señas de permanencia, de orden. De este modo, deviniendo lógicamente, los patrones, las iteraciones y las marcas recurrentes asoman diáfanos ante la peregrina articulación del sentido. Si bien un idioma es una tradición y no un repertorio arbitrario de símbolos, esto no quiere decir la mismidad, sino por el contrario, la errática sensibilidad de un sujeto. Ciertamente sujeto es al discurso el ser que vístese y desvístese según la temporada. La desnudez es teológica, paradisíaca, y el lugar que halla el hombre para habitar es la expulsión de sí mismo y de su participación con todo. Del cuerpo y el nombre, el hombre ha pasado a habitar el vestido y el apodo.

No es tampoco este el dominio de la diferencia y la teología negativa. Si alguna vez gusté de los atardeceres, del arrabal y la tristeza, hoy puedo afirmar que soy parte de las mañanas, del centro y el espíritu sereno. No hay dominios. Aunque la moda sea el discurso temporal en la creación humana, el origen del buen gusto y la salutación a una fementida y laxa nobleza de la novedad, no es menos cierto que el arte de tejer y ornar el exilio de nosotros mismos es antiguo como el reemplazo, la traducción frente a la algarabía, es decir, el lenguaje. Son sólo algunas metáforas lo que creemos historia, y de esas pocas construcciones en el tiempo, desplazándose, no hemos obtenido más que contumacia y obcecación. Pareciera ser incluso que las preguntas se abisman hasta ser discurso de la duda, deslumbrando con la novedad que sólo tiene lo desplazado. La historia podría ser desplazamiento, mas no turbación de lo inefablemente próximo hasta lo Otro hasta las tibias aguas del Olvido pre-babélico.

Entonces, del mismo modo planteado por el poeta de la poesía: “en chozas habita el hombre, como se oculta en un pudoroso vestido, pues mientras más interior es, más precauciones toma y conserva el espíritu…” Así el hombre, tejido sobre su propio tejido sufre, gástase y mora haciendo eco de su propio decir, de su forma de habitar, a saber, la Poesía. Como Heidegger advirtiera en Hölderlin, hay un pudoroso temor al vacío, a que la Muerte desnude el cuerpo verdadero que dícenos y nos hace decir, el hipotexto o tejido tradicional que nos hace parte de una convención y una historia de las configuraciones temporales de dicha tradición. Así el tejido se llena de hiatos, se vence, se ensucia, se regala y, fundamentalmente, se cambia. El vestido es lo que cambia, lo mutable en superficie. El ámbito en que la superficie cobra relevancia: el vestido está en posición de cuerpo. Nada hay más allá del espejismo que el arte, la técnica recibida para posponer la mudez y el silencio, la intraducibilidad y la inominación.

El arte es la experiencia, las tradicionales prácticas de urdir tibieza e imaginar un más allá tejido con la imitación del olvido de Dios. Desde la piel, los órganos y las relaciones inmateriales percibidas por el aparato sensual, la vida, el morar en esta Tierra se hace texto, tejido y discurso. La Poesía es ese antiguo arte del que hablaba al referirme a los simulacros de la plenitud. Historias son y fueron contadas para no morir, y en mí es hacerme parte del frágil discurso de las cosas, de las texturas, para así extinguirme en ellas. Hay nombres anteriores y digno es recordarlos. No hay primacía en mí de ninguna tradición. Ámolas a todas en su carácter de traducciones. Desde aquellos bíblicos Yavistas que practicaron el latrocinio de Utanapishtim y el diluvio, volviéndolo beodo y padre de las embarcaciones y los mirones, hasta Moisés de León y Sarmiento, que comparten el gusto por deformar autoridades. No siento mayor admiración por Yalal-din-Rumi que por Kalidasa, y fértil creo el diálogo de sus escrituras con las de Eduardo Anguita, Paul Claudel y Yorgos Seferis. Digno es reescribir la Odisea, imaginarnos ciegos y creer perdido el brazo en batalla mientras lo teníamos dormido.

Saber el hilado, la composición, es también un estado de conocimiento, superior y previo al lógico, una clase de visión de las simas del alma, en las que el psicopompo es la palabra, el Apodo, que siendo aún vestido de luto, consigue lechos vacíos en la limpia página. También la escritura, como en el judaico caso, es parte de los géneros del alma. Quizás eso sea. Corporeizar el alma y espiritualizar las entidades materiales. Creo además recordar de una primigenia lectura infantil, un concepto que hasta el día de hoy hace mella en mi feble entendimiento. Tal es concepto de Apocatástasis o restitución, y tal vez restauración de algún estadio de plenitud. En cristiano símil escatológico de la Jerusalén Celeste, mientras que en la judía inteligencia, un mero simulacro diferido inconclusivamente. Lo que ellos llamaron Tikkún, de una manera similar a la Apocatástasis, en términos literarios puede ser explicado como el lugar del Significado, el ámbito en que los sellos son rotos y las esencias vindicadas por la vía unitiva. Recuerdo estas imaginaciones helénicas y judaicas, pues siento que Occidente entero podría estar cifrado en este concepto así como sus literaturas. ¿Acaso no huimos voluntariamente del fin? ¿Acaso no es compartido aquel continuo fracaso de la plenitud, pues nosotros mismos gozamos de la ambigüedad y el fragmento?

Intuyo que solo soy en este lego entuerto. Mas pienso que de vasta importancia es dicha reflexión. ¿Podría pensarse una literatura completamente vacía de sentidos? Creo que no, aunque sólo parcialmente. El lenguaje se hace desde el secular enigma o el teológico misterio, respetando ese leve crepitar del desastre, esa ininteligibilidad que es presentada en él como un rostro. Busco verle y decir aquello que ignoro. Traducir lo intraducible. Persona o máscara, Nombre o apodo, hay un curso parecido a un río en las mutaciones. Como el agua, nunca misma, aunque agua al fin sin teleologías.

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