miércoles, enero 09, 2008

La Lengua del individuo y de las naciones.



Fantaseando, un poco por miedo y quizás por cifrar en ello la laboriosa construcción literaria de un futuro, pensaba luego de la siesta en la experiencia de conocer a un hombre o un país. Pensaba en qué experiencia tiene mayor utilidad en la interpretación literaria, ¿la comprensión del autor o del sistema de lengua en que vive el autor. Valga consignar que dichos pensamientos en nada se relacionan con el común reconocimiento del anonimato en las ciudades, a saber, el encuentro inmotivado con el ciudadano común. Por el contrario, mi voluntad me condujo a pensar en los sujetos notables, los librepensadores y los ingenieros del lenguaje. Así, imaginándome, en la situación de una cátedra, el esbozo de una clase, de un argumento sobre la traducción y la importancia de los sistemas contextuales, el conocimiento del estado de la lengua, sus particularidades, su geografía y situación exacta o inexacta, más que la parásita relación con el autor, sus caprichos u obsesiones, creo fundamental examinar algunos cuestionamientos.

Primero: La experiencia es en el lenguaje, predominio suyo no control, hospedaje y no encarcelamiento. Por lo mismo, el recuerdo, la inferencia, el examen y la inducción de generalidades latentes como el futuro-utopía (en la mónada de Leibniz), es decir, la temporalidad de-en un discurso, son acontecimientos, situaciones temporales y, por ende, trópicas, hechas por, en y hacia el movimiento, el cambio, la alteración del discurso, la lengua. Es esta noción importante, pues nos deja ver cómo entramos en las literaturas, cómo intuimos su historicidad su condición de tránsito. Cuando el lector dice: “no podría haber escrito esto”, más allá de reconocer la diferencia radical entre lenguas o palabras,la suya y la extranjera, la impotencia carente de talento o el valor sagrado del Libro, está reconociendo que el discurso literario cambia en nosotros y no puede ser aquél que entró, el primero. Ya en nuestra lengua, la lengua del Libro se hospeda para cambiar, para entrar a nuestra historia y demostrar la propia historicidad, la imposible identidad: No eres aquello que lees. Lees pues tú tampoco eres tú. Y lo más importante, el Libro noi es aquello que debes interpretar. Interpretas el paso de la historia del libro por tu historia, aniquilando lo original. La lectura es el contagio del lugar común.

Segundo: Cuando el intérprete quiere saber qué significa “nada” (en una novela, posiblemente mía) o el color púrpura en la producción escrita del artista, imagina la conversación con él, la caminata crepuscular y la ceremonia del té en algún cafetín de ciudad cultural. Ya sea esta femenina fantasía literaria, o el arrobamiento alcohólico y drogadicto, la aventura urbana o selvática y la pasión amatoria con el autor para comprender la esotérica fascinación por ciertas palabras, iteraciones o marcas evidentes, es palmario el hecho de que este conocimiento no puede ser menos que fútil. Desprecio este argumento por ser falsamente religioso. Si las antiguas tradiciones representan la historia oculta como la batalla contra el olvido mediante la cadena, o la instrucción de maestro a discípulo, es evidente la falta, ausencia o existencia únicamente mítica de ciertas cadenas. Si no, ¿cómo la vacilación a la hora de interpretar? ¿Dó la literalidad divina? ¿Es posible manejar intencionalmente el sentido de la historia? No. Esto, ya que la historia de la fe, es la historia de una errancia y reinvención semiótica de los presupuestos basales de cada tradición. Las escrituras no necesitan de los escribas, sino, por el contrario, la ausencia de ellos en la justificación de lo que permanece. La escritura se abisma en la copia. En ese sentido, como el antiguo historiador, es preferible conocer el sistema, la pléyade de autoridades, egos y voluntades de permanencia lingüística que constituyen los países, más que el erostrático EGO. Mientras el individuo, como su nombre presupone, pugna por no dejar de ser él, por no alterarse, la nación lingüística o lengua, es gracias al cambio, a la constante movilidad. Desde esa extraña forma de no morir, la especie de la lengua se resiste a ser una particularidad, una convención, siendo, en sí, una tradición misma, un universo de estadios y luchas, de diferencias y breves embajadas. Por eso, pensando en las posibilidades interpretativas, hay que volver a los mecanismos tradicionales de los pueblos, sus nacionalidades y lenguas. Sólo en tales sistemas, excluyendo concientemente (es decir, no de manera binaria y total) la autoridad y el capricho del autor, podemos descubrir que nada es la ausencia de entidad alguna, además de aquella entidad nueva, que de manera alguna es más que germen. Esa nata o cosa nacida, es lo primero. Así, vislumbrar el contorno de un estado de lengua, es hallar la fuente en que beber y bañarse, además del fundamento de las mutaciones inter e intralinguales, a saber, las de la traducción ordinaria. Por esto, el conocimiento del cuerpo de una lengua, su comensalismo, su protética inseminación y sus mutaciones, lejos de fijar el sentido tópico de un discurso literario, problematiza las peregrinas identificaciones que se hacen de las lenguas en términos de identidad. Como Borges hubiera pensado a raíz de su propia historia, la lengua de una nación podría identificarse como un campo de batalla, en la que lo muerto y lo sobreviviente (y a veces más lo muerto) es trabajado por el olvido, es decir, aquella lengua que lucha por sobreponerse, la lengua de lo permanente, la lengua de los clásicos, como Proteo, es la posibilidad constatada de una lengua, como su realización. La expresión de un genio, como la suma de expresiones, siendo así la ausencia de expresión: la espuria felicidad de la lengua compartida, o lo entendido por Paul Ricoeur, la hospitalidad lingüística. El hospedaje, la posibilidad de resistir la diferencia y verse en el tiempo como otro traducido. Perder el nombre en la ribera. Donar y ser donado, alterado y alterar lo completamente radical.

Así, interpretar es conocer o experienciar el sistema, ya en ruinas o exultante del cuerpo de una lengua, la verdadera nación. Entrar al pluriverso de una lengua, viajar a los extramuros de la identidad para verse reconocido en el otro en la diversa incapacidad para nombrar y para posponer los vínculos entre las palabras y las cosas, o bien entre las cosas y las cosas, entre las cosas y su historicidad, su fugacidad, su paso. Interpretar es traducir, tratar de comprender como se hace en la asistemática validez de la lectura placentera, cuando no puedes decirle al otro más que versos, ciertos pasajes y memorias sueltas, fragmentos de un todo irreconstruible. Quizás como el significado, esa lengua pura exista acaso; aún así el sentido rescatado, esa inexplicable dicha de compartir aquello que no puede ser propio, la lengua, es una garantía de ética biopolítica. En ese sentido ¿acaso no es la autoridad del texto, una especie de felicidad compartida? ¿No es acaso la escritura un deporte colectivo, en que la nombradía ganada al olvido, es aplaudida desde el arcano antepasado hasta la madre que te dio la palabra para imaginar siquiera la historia, el amor o la victoria?

1 comentario:

David Villagrán Ruz dijo...

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