Desde la aparición de fragmentos de códices, de la noción de incompletitud, o bien, que trabajados por el tiempo y el olvido los escritos menguan, volviéndose imposible la comprensión de una totalidad trascendente e imperecedera, el oficio de lector debería haber fraguado un espíritu de frustrada alegría. ¿Por qué la alegría? Pues sólo por esa impotencia, como lectores sentimos que existen relaciones entre escrituras todavía no declaradas, interpretaciones y variantes no dichas: comprendemos jubilosos que, como en los textos incompletos, la literatura y sus aún no establecidas provincias existen posponiendo un final.
Sin pensar ese fin como sentido de la literatura o su esencia, es grato comprobar que aunque la escritura simule fijeza, el paso de los años, las distancias entre naciones y simples variaciones en la experiencia transforman un libro cualquiera en otro radicalmente distinto. Tampoco queriendo plantear que detrás de todos los libros hay un libro que se continúa escribiendo y toma la forma de la historia o de una biblioteca, es palmario que con devota fruición los lectores retornan al río preferido a beber siempre de aguas nuevas.
Pírricas disculpas del lado del lector, como las hechas por Manuel Jofré respecto a Roberto Bolaño: “Bolaño es un tema. Sus libros son lecturas y sus ideas son nuestro mejor lenguaje. Su literatura es altamente elaborada en lo formal y trae contenidos nuevos a la literatura chilena e hispanoamericana.Ahora que escribo, voy en la página 501 de Los detectives salvajes y he leído Los perros románticos. Mi punto ciego son los cuentos de Bolaño, puesto que no he leído nunca ninguno.” o como las que planteara Borges con exquisita ironía respecto al Ulysses de Joyce: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haber practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” más que ser punto de partida para el escarnio del laborioso y metódico lector, del estudioso de las literaturas, juzgo son enmiendas frente al gran problema que es leer. ¿Acaso están abiertos los anaqueles de Babel al lector? Creo que no. Por lo mismo, la detención y el goloso repetirse la lectura de un libro amado, aparte de hacer hincapié en esa tara, pareciera hospedar una crítica más oscura que la evidente. Esto, pues si es imposible leerlo todo, esa angustia no desaparece aunque restrinjamos el campo de operación, incluso crece. ¿Qué puede decirnos esto? Que en el libro mismo hay una infinitud de libros pospuestos en la fluvial corriente de las lecturas, a saber, que es imposible, por ende, leer un libro.
Tomando el primer verso del poema Ariosto y los árabes, del mismo Borges, podría pensarse que de la misma manera que es imposible escribir un libro, imposible es leerlo, mas esta solución peca de cierta credulidad. Nadie puede escribir el poema, porque como el mote tomado por Ulises, el fecundo en ardides, la nada que inunda a nadie, es de la misma materia que los nacimientos; la nata y lo nacido, lo que todavía no nace interroga la imposible continuidad de la escritura. El libro o la literatura, no pueden ser escritos, como el poema, pues el espíritu rector de la escritura nunca ha sido singular. Notables esfuerzos intelectuales y estéticos me hacen pensar que estas reflexiones quizás no sean tan inútiles.
Novelas como Rayuela (en que, por suerte, la antigua satisfacción de los relatos acaba derrumbando la estructura móvil y cooperativa que presenta, más allá de su primera parte, plena de insatisfacciones con el discurso de la moda y la particular confianza en la novedad) me llevan a considerar que el riesgo de interactuar con una historia conlleva siempre el peligro de no abarcarla por completo, no acabar de leerla. El caso de Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, no es menos complejo, pues si bien la novela aprueba el uso del punto final, trabaja con las paradojas que la ciencia nos ha legado cariñosamente, insistiendo en la abisal profundidad que separa dos puntos, por más cercanos que parezcan. Estos puntos pueden ser los que inician y culminan la novela, así como las enigmáticas proliferaciones de alternativas que presenta la historia para ser comprendida. El lector debe hacerse de estas incógnitas, dando la posibilidad a un segundo lector para que siga, sin imponerse a la posibilidad de un tercero, tendiendo al infinito.
Hay un lector que comienza la novela, transformándola en otra. Mas para que esto ocurra, debe haber otro que piense a quien leyó; esa posibilidad en el tiempo, es el reino de la crítica, ya de la conciencia de leer como de la lengua. Al cabo, nuestro destino, el castellano, como invasor e invadido, muta en cada lectura, se vuelca, se abre, pierde por el olvido algún tejido y gana modos de representar lo leído. Digamos que esto ocurre en el sujeto. Que siempre que existe una lectura hay un segundo lector en posición de lectura, que arremete o acaricia al primer lector. Del mismo modo, en ese segundo lector hay un tercer lector determinándolo. Las posibilidades de la lectura son variadas, aunque existan todas interconectadas sin una necesaria causalidad. El último lector puede ser aquél que complete el libro, como en las mentadas imaginaciones mesiánicas. Hay un revés, un detrás de cada lector, en la forma de pasado o futuro, de visión o memoria, como también un simultáneo lector que indaga en la escritura. Son más los lectores que los libros.
Por lo mismo, como ocurre en Morirás lejos, que yo elija tal o cual alternativa no mella el grueso acero criminal que infesta las tradicionales historias de exilio y exterminio, desde su origen semítico, al ámbito de los significados: el sujeto es sacrificado en el altar del diccionario, escindiendo el cuerpo del signo, abriéndolo, no a todo, sino a todos, pues la pérdida del hogar no es una situación privativa ni privada, es la imaginaria esfera de cristal en la que cada rostro pareciera reflejarse, uno y distinto.
Entre las ideas del progreso está la del trabajo concluido, el producto final. Así, los escritores profesionales, ya guiados por la musa o el ingenio, desarrollan un proyecto, algo por ser, y a manotazos flotan en el caudaloso río de la tradición occidental. Pensemos que esa orilla que construyen, el Libro, es definitiva.
Aceptemos también que una lectura que no alcanza ese ulterior faro que es el punto final, es inferior a una iluminada por su navegante certidumbre. Creamos. Pero qué ocurre con el tiempo que todo secciona y aja, que todo divide para gobernar desde el fragmento, la imaginación o la memoria. Cuando, como Alicia, descubrimos que no somos quien despertó esa mañana, de manera similar al paso de la luz por el mundo.
Intuyo que seguirán apareciendo retazos de antiguas culturas, como fragmentos también de nuestra contemporaneidad, y nada tiene que ver el azar y la ciencia con ellos. Creo firmemente que es labor nuestra desnudar estas falacias, por ventura humana y no histórica, por la felicidad negada al escritor. Esa fatal necesidad de escribir el Libro, se parece al hallazgo de inscripciones antiguas. La relación que existe entre ambos es un fundamento: ignorar la lengua y su temporalidad, sentirse incapaz de traducir y aún así hacerlo. Desaparecer por esa enigmática fascinación y fallar, son las máximas del héroe contemporáneo, distinto al lector de las postestructurales devociones; como los héroes descritos por Walter Benjamin, contrario a Carlyle, estos lectores luchan contra los finales, seculares aurigas del ad plures ire, mueren para hacerle espacio a esos autores olvidados. Resucitan la muerte, y el vértigo de no haber sabiduría. Por el río del olvido bogan llevando, como Enrique de Ofterdingen, los huesos de sus antepasados, para reconstruir las ciudades sabiendo que no habrán de poblarlas ellos.
Sin pensar ese fin como sentido de la literatura o su esencia, es grato comprobar que aunque la escritura simule fijeza, el paso de los años, las distancias entre naciones y simples variaciones en la experiencia transforman un libro cualquiera en otro radicalmente distinto. Tampoco queriendo plantear que detrás de todos los libros hay un libro que se continúa escribiendo y toma la forma de la historia o de una biblioteca, es palmario que con devota fruición los lectores retornan al río preferido a beber siempre de aguas nuevas.
Pírricas disculpas del lado del lector, como las hechas por Manuel Jofré respecto a Roberto Bolaño: “Bolaño es un tema. Sus libros son lecturas y sus ideas son nuestro mejor lenguaje. Su literatura es altamente elaborada en lo formal y trae contenidos nuevos a la literatura chilena e hispanoamericana.Ahora que escribo, voy en la página 501 de Los detectives salvajes y he leído Los perros románticos. Mi punto ciego son los cuentos de Bolaño, puesto que no he leído nunca ninguno.” o como las que planteara Borges con exquisita ironía respecto al Ulysses de Joyce: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haber practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” más que ser punto de partida para el escarnio del laborioso y metódico lector, del estudioso de las literaturas, juzgo son enmiendas frente al gran problema que es leer. ¿Acaso están abiertos los anaqueles de Babel al lector? Creo que no. Por lo mismo, la detención y el goloso repetirse la lectura de un libro amado, aparte de hacer hincapié en esa tara, pareciera hospedar una crítica más oscura que la evidente. Esto, pues si es imposible leerlo todo, esa angustia no desaparece aunque restrinjamos el campo de operación, incluso crece. ¿Qué puede decirnos esto? Que en el libro mismo hay una infinitud de libros pospuestos en la fluvial corriente de las lecturas, a saber, que es imposible, por ende, leer un libro.
Tomando el primer verso del poema Ariosto y los árabes, del mismo Borges, podría pensarse que de la misma manera que es imposible escribir un libro, imposible es leerlo, mas esta solución peca de cierta credulidad. Nadie puede escribir el poema, porque como el mote tomado por Ulises, el fecundo en ardides, la nada que inunda a nadie, es de la misma materia que los nacimientos; la nata y lo nacido, lo que todavía no nace interroga la imposible continuidad de la escritura. El libro o la literatura, no pueden ser escritos, como el poema, pues el espíritu rector de la escritura nunca ha sido singular. Notables esfuerzos intelectuales y estéticos me hacen pensar que estas reflexiones quizás no sean tan inútiles.
Novelas como Rayuela (en que, por suerte, la antigua satisfacción de los relatos acaba derrumbando la estructura móvil y cooperativa que presenta, más allá de su primera parte, plena de insatisfacciones con el discurso de la moda y la particular confianza en la novedad) me llevan a considerar que el riesgo de interactuar con una historia conlleva siempre el peligro de no abarcarla por completo, no acabar de leerla. El caso de Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, no es menos complejo, pues si bien la novela aprueba el uso del punto final, trabaja con las paradojas que la ciencia nos ha legado cariñosamente, insistiendo en la abisal profundidad que separa dos puntos, por más cercanos que parezcan. Estos puntos pueden ser los que inician y culminan la novela, así como las enigmáticas proliferaciones de alternativas que presenta la historia para ser comprendida. El lector debe hacerse de estas incógnitas, dando la posibilidad a un segundo lector para que siga, sin imponerse a la posibilidad de un tercero, tendiendo al infinito.
Hay un lector que comienza la novela, transformándola en otra. Mas para que esto ocurra, debe haber otro que piense a quien leyó; esa posibilidad en el tiempo, es el reino de la crítica, ya de la conciencia de leer como de la lengua. Al cabo, nuestro destino, el castellano, como invasor e invadido, muta en cada lectura, se vuelca, se abre, pierde por el olvido algún tejido y gana modos de representar lo leído. Digamos que esto ocurre en el sujeto. Que siempre que existe una lectura hay un segundo lector en posición de lectura, que arremete o acaricia al primer lector. Del mismo modo, en ese segundo lector hay un tercer lector determinándolo. Las posibilidades de la lectura son variadas, aunque existan todas interconectadas sin una necesaria causalidad. El último lector puede ser aquél que complete el libro, como en las mentadas imaginaciones mesiánicas. Hay un revés, un detrás de cada lector, en la forma de pasado o futuro, de visión o memoria, como también un simultáneo lector que indaga en la escritura. Son más los lectores que los libros.
Por lo mismo, como ocurre en Morirás lejos, que yo elija tal o cual alternativa no mella el grueso acero criminal que infesta las tradicionales historias de exilio y exterminio, desde su origen semítico, al ámbito de los significados: el sujeto es sacrificado en el altar del diccionario, escindiendo el cuerpo del signo, abriéndolo, no a todo, sino a todos, pues la pérdida del hogar no es una situación privativa ni privada, es la imaginaria esfera de cristal en la que cada rostro pareciera reflejarse, uno y distinto.
Entre las ideas del progreso está la del trabajo concluido, el producto final. Así, los escritores profesionales, ya guiados por la musa o el ingenio, desarrollan un proyecto, algo por ser, y a manotazos flotan en el caudaloso río de la tradición occidental. Pensemos que esa orilla que construyen, el Libro, es definitiva.
Aceptemos también que una lectura que no alcanza ese ulterior faro que es el punto final, es inferior a una iluminada por su navegante certidumbre. Creamos. Pero qué ocurre con el tiempo que todo secciona y aja, que todo divide para gobernar desde el fragmento, la imaginación o la memoria. Cuando, como Alicia, descubrimos que no somos quien despertó esa mañana, de manera similar al paso de la luz por el mundo.
Intuyo que seguirán apareciendo retazos de antiguas culturas, como fragmentos también de nuestra contemporaneidad, y nada tiene que ver el azar y la ciencia con ellos. Creo firmemente que es labor nuestra desnudar estas falacias, por ventura humana y no histórica, por la felicidad negada al escritor. Esa fatal necesidad de escribir el Libro, se parece al hallazgo de inscripciones antiguas. La relación que existe entre ambos es un fundamento: ignorar la lengua y su temporalidad, sentirse incapaz de traducir y aún así hacerlo. Desaparecer por esa enigmática fascinación y fallar, son las máximas del héroe contemporáneo, distinto al lector de las postestructurales devociones; como los héroes descritos por Walter Benjamin, contrario a Carlyle, estos lectores luchan contra los finales, seculares aurigas del ad plures ire, mueren para hacerle espacio a esos autores olvidados. Resucitan la muerte, y el vértigo de no haber sabiduría. Por el río del olvido bogan llevando, como Enrique de Ofterdingen, los huesos de sus antepasados, para reconstruir las ciudades sabiendo que no habrán de poblarlas ellos.
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