jueves, septiembre 25, 2008

La felicidad es su propio fin


En una entrevista, casualmente enraizado por múltiples recuerdos, Jorge Luis Borges afirma que el destino literario, el de la lengua propia y a la vez tan extranjera, está comunicado con la transmisión de lo malo, no el mal, sino aquella carga vital que pesa en la experiencia como lastre. Hay que decir aquello desventurado, aquella queste sin ventura, la salida al lugar desconocido y su expresión infausta, su desacierto. Así, como Arjuna en el Mahabharatha, la sagital experiencia del fracaso, no en el sentido que se le da hoy en día al término, sino que la impropiedad, la extrañeza que genera la pérdida, sería la materia del poema (el hacer).

Roberto Bolaño, en otra entrevista, decía que la literatura estaba construida gracias a la bondad de quienes habían escrito. La literatura, entonces, era la consumación antibíblica de la confraternidad y el irrefrenable deseo de amar. Simpático, si pensamos a la manera alquímica ambas experiencias, justamente al recordar que el mismo Borges en El Aleph, según la atenta lectura de Juan Santander, hablaba de una materia poética nula, o bien, neutra. Inexistente no, mas excenta de características atingentes a cierto regímen o dictadura de moda, forma u horma en que calzar el estilo, punzón literal de la escritura. Antitético para la razón, aunque cotidiano, simple y azaroso. Consumamos los hechos diurnos sin desmerecer el procedimiento subterráneo; intentamos esclarecer la pulsión traductiva de verter experiencias que nada tienen que ver con el mundo tal como lo conocemos, y en esa frivolidad quedamos yertos, como roca en el vergel.

Habría tanto que decir, tantas cosas que nombrar y desfocalizar de sus sistemas de referencias primeros, pero algo puja por mantener eso en el silencio. Paradójicamente, Borges, en sus tres primeros libros, intentó escribir los lugares y las relaciones primeras, anteriores a la literatura y la lectura. Fracasó. Ahora bien, ¿tal fracaso corresponde al nivel de indecibilidad que cada experiencia sublime tiene?, pensando en términos románticos, o quizás hay algo de cierto en decir que el mundo como lo conocemos, ese extraño tejido anudado, se nos presenta como un dilema, digamos, como un laberinto, a tal punto que somos incapaces de interpretarlo.

Pensemos una vez más. Si el mundo fuera sombra, como el ciego o el gnóstico prefieren, ¿cómo comprender la luz sino en su negatividad? ¿Cómo avanzar hacia la muerte, sino bajo un empedrado amarillo, sin satisfacción ni goce, absurdamente arrobados en la insignificancia, trabajados por el olvido y la certeza?

Hay detalles en dicho camino, decirlos es tarea de Nadie. Misma tarea de quien se granjeó la muerte del cíclope. Ahora bien, si el viaje ha sido siempre de vuelta, por qué hacerlo con los hatos del disimulo, si quien espera, quien ha sido forjada para esperarnos frente a la puerta (como Kafka imaginó), nada requiere sino ese volver, ese pie posándose levemente en la arena, la masculina fragancia, no la alhaja.

Creo en la versión de Bolaño, pues si hay incapacidad en la felicidad o el bien, es decirlo con nombres otros, trastocándolo, vistiéndolo con algo para el aplazamiento, para el judaico perdón. Nada hay extraño en decir lo feliz, excepto, lo feliz mismo. Si hay felicidad en la literatura, justamente está en lo no dicho, en el resabio que se anuda luego de una escena, un capítulo, un poema. Decir lo feliz no es negarlo, su existencia es su propio fin. En ese sentido, ¿no es válido también preguntarse por el decir literario? ¿Acaso no es su propio fin?

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