lunes, octubre 27, 2008

Elogio de la sombra



En deuda a Carolina Melys


Si me son propicios los astros, o bien, si la que creí atenta, la mirada, pudiera constelar este mundo preñado del dos, no por oposición, sino que por una extraña comunicación o simbiosis, creería posible la tarea de decir la sombra. Borges, quien tomara el nombre de su conjunto de poemas de 1969, probablemente de Junichiro Tanizaki, años después, insuflado por mnemosyne y ya sin vista, daba una conferencia de aproximadamente una hora sobre la ceguera.

Borges les contaba con los recursos helénicos, a aquellos videntes jóvenes y ancianos, aquellas cosas que sí se podían ver en la ceguera. La música del anglosajón, la detención en la justeza de la forma, la textura de los sueños y esa dulzura indecible que queda en alguna parte del alma y que somos incapaces de decir. Ahora bien, pienso que hay en este binarismo astral una impotencia en la visión. Ya desde el Génesis, la apertura de ese signo que es el mundo, o que era agua una, en dos aguas, en luz y sombra, ha determinado una progresiva indagación Occidental en las potencias lumínicas en desmedro de la sombra. Avanzando hasta Fox Talbot y Daguerre, la técnica de reproducción de la imagen mediante el negativo y la impresión de la luz en un papel fotosensible, produjeron a fines del siglo XIX el salto a la imagen en movimiento. La narratividad de un tiempo otro, detenido y vuelto a empezar según el momento de reproducción; el espacio elegido por el camarógrafo, la textura y la profundidad, los trucos o trabajos sobre el artefacto de esa imagen en movimiento que devino cine, me conducen al trabajo de Juan José Campanella. Si bien esta sujeción pudiera parecer arbitraria, creo, esconde (o muestra) un desarrollo inverso al trabajo del progreso en la luminosidad de la imagen. El Hijo de la Novia es una narración que nos introduce en un barrio cualquiera de la ciudad de Buenos Aires. Una familia escindida por la presión de la producción y la crisis económica, con un padre que ha debido separarse de su mujer pues está enferma de Alzheimer, y un hijo de cuarenta años que debe lidiar con un fracaso universitario (y, por ende, social) haciéndose cargo del negocio familiar, un restaurante venido a menos por la ya mencionada crisis. El hijo, divorciado y con una pareja más joven que él, presionado por las deudas, la insolvencia y los requerimientos de los proveedores, se ve en la necesidad de cuestionarse la posibilidad de vender el restaurante a un consorcio extranjero. Así, preñada por los típicos guiños a una dialéctica entre conservación y progreso, la narración avanza entre sucesivos problemas y frustraciones de los personajes ante un mundo que ha perdido las características que los había forjado. Esta pérdida, aún sin la definición necesaria, y quizás, queriendo comunicarse con otros discursos para completarse, encuentra otro anclaje en Luna de Avellaneda, otra película de Campanella, en la que se trata la relación de una familia con un club deportivo y social en el ámbito del barrio. Aunque la crítica haya querido, por una nostalgia europea, situar la crítica desde ese fracaso de un mundo en vías de modernización, atado a lo cultual, lo único, las películas de Campanella, especialmente Luna de Avellaneda, tratan de una propiedad única, un carácter argentino y, porqué no, americano. El barrio, ese mapa de calles pequeñas, casas bajas y familias que se entrecruzan por historias íntimas, conversaciones, fiestas y la contemplación del tiempo pasando frente a las casas, su destrucción y la inminencia de la muerte, es el mismo barrio que cantaba Borges en Fervor de Buenos Aires. Ese barrio no es la copia feliz del pueblo europeo del que huyeron los exiliados, ni menos de la organización jerárquica que plantea la capital. El barrio es el espacio común de obreros y trabajadores, que por un oficio en común o por la dudosa planificación, compartían hábitos, necesidades y anhelos. De ahí, el hecho que el barrio se haya transformado en una engañosa utopía, en ese lugar en que las diferencias eran mínimas, económica y moralmente hablando. La cristiandad y una dudosa clase media o baja ascendiente, la propiedad o el préstamo de las casas por parte de la empresa, determinaban una forma de vida en que el espacio era común y los derechos, compartidos. Nada hay más lejano al barrio que la utopía, por lo mismo, que dicha seguridad cayera con el desplome de la industria y la proliferación de los servicios y las importaciones, fue signo de la posterior decadencia, la vagancia, el conato y la pérdida de esos espacios comunes.

Luna de Avellaneda y El Hijo de la Novia trabajan consecuentemente el fracaso de ese espacio íntimo y familiar, frente el avance corporativo, la individuación y el ocio. Los territorios vitales, habitables, se volvieron eriazos, inútiles y museales. Carentes de importancia a los proyectos homogenizadores de una imagen país, dichas tierras perdieron su precio y cayeron a merced de compradores. La tierra como la memoria, ya inhabitables, debieron ser vendidas. Ya sea el restaurante o el club deportivo, la presencia de la familia, o la esclavitud por la sangre, y una secreta esperanza en el oficio, el trabajo justo y digno, como tópicos, vinculan el trabajo de Campanella con el de Adolfo Aristaraín, quien en películas como Un lugar en el mundo y Lugares comunes, disimula la pérdida de la comunidad, construyendo espacios de fracaso social e ideológico. Al contrario que en Campanella, la presencia de una especialidad rural, en la que se desarrolla, o bien acaba, un conflicto familiar que contiene la fragilidad de una imagen patria, indica la tendencia crítica intelectual a los modelos adoptados por Latinoamérica para su desarrollo. Al cabo, desarrollo significa ruina, destrucción. La promesa de la comunidad y el justo precio del trabajo, se ve derrumbado por el imperio de los valores especulativos, que engastados como una sangrante joya en el corazón proletario, impiden la visión y construcción real de ese espacio común. En ese sentido, la imagen familiar contiene el fracaso de un país justo, un continente justo. Ya el joven que retorna a recordar el pueblo en que su padre intentara construir su utopía, o la estación terminal de un anciano matrimonio en una finca devaluada, sirven a la presentación de la ruina en el proyecto familiar, el fracaso del amor y el corazón volcado a la superficie de la tierra, en frías construcciones que no sirven para la resistencia frente a la naturaleza, sino que son su cementerio.

Hay en las películas de Aristaraín una desazón, un testimonio que es pasado de mano en mano entre las generaciones. La necesidad de esa mutación que no acontece, en la forma de producción, la relación ética entre los sujetos y la voluntad de construir materialmente los ámbitos de ese cambio, son la condena de su cine. Sin embargo, aunque fijado en lo americano, Aristaraín instala un discurso huésped, una rémora que silenciosamente vigila este aparente fracaso y que, a su vez, lo justifica. La presencia censora de la intelectualidad europea, como un embrión civilizador y civilizado de justicia social y revolución, del mismo modo que la teoría postestructuralista europea, vuela como un ave de rapiña sobre el mundo representado. Nada hay que escape a su enfoque y su curiosidad. Si bien es parodiada en Lugares comunes en la figura del hijo del matrimonio, exiliado de ocasión ante la crisis argentina, la presencia europea es el salvoconducto para acceder a una crítica veraz a la bárbara situación americana. Bárbaras y justificadamente toscas, machistas y torpes, de alguna manera, las películas de Campanella no temen cuestionar desde la opinión común. Opinión distinta a la controlada crítica sembrada por los medios y replicada sin mayor reflexión por cualquier persona. La opinión común, especialmente la americana, es la sensación de una irreversible injusticia, un continuo escarnio de aquellos que étnica, social y políticamente son más puros, menos contaminados de otras realidades, más asépticos. Esto nada tiene que ver con las erradas bravatas de artistas jóvenes, más bien exóticas y turísticas, de conocer la periferia y la situación de estos antiguos barrios. No, el sentido común es esa palabra que, a primera vista, parece torpe, ignorante; esa palabra con la tranquilidad y la entonación de los abuelos, que termina resonando en el momento justo para que descubramos su razón.

Sarmiento en su Facundo en innumerables ocasiones plantea símiles entre mesopotamia, arabia y el mundo antiguo, con la pampa. Comparaciones propias del exotismo y la fascinación histórica, mas comparaciones que instalan a América como un continente fértil para construir civilización. Lo curioso de la confusión planteada entre el vigor caudillista y la serenidad unitaria, está en que tal civilización debe surgir de la barbarie, siendo la misma, su clave. Así, bajo el imperio solar y aséptico de Occidente, bajo la pureza y la limpieza, la fundación nacional dividió y generó anticuerpos entre las naciones. Lo visible, lo explicable, lo objetivo, limpiaron el paso del tiempo por los rostros y la piedra, hicieron identificable al criminal, dispusieron la negatividad de ciertas prácticas, validaron la civilidad y condenaron lo agrario. Coronaron América de ciudades y estatuas, forjaron la espada que acabaría armando los fratricidas ejércitos. Europa borró la sombra del árbol, del patio y la selva. Satanizando lo animal, lo corporal y su transcurso, el europeo, vestido de americano y muy distinto al exiliado que pobló de trabajo los campos, iluminó, ilustró al bárbaro. Esta demonización se ha perpetuado en el delincuente, el terrorista y el pobre, el arrabalero y su espacio, los extramuros de la ciudad. También el inculto provinciano dado a la poesía, la memoria de los muertos y una posible perpetuación de cualquier figura que pareciera antigua.

Nos mintieron con su historia, y aún hoy crecemos con el lastre de guardar sus reliquias, sus iglesias y sus artefactos; asimismo, nos hicieron creer que debíamos custodiar lo precolombino, aunque esto nada significara para nosotros, las piedras, las vasijas y los bajo relieves que ellos tasaron y cotizaron en los mercados de antigüedades, curiosamente fueron sustraídos de nosotros, para enmarcarlos y posarlos en dignos atriles.

Tanizaki, como Sarmiento, cuando reflexiona sobre la dignidad de la sombra, sin cuestionar siquiera su misterio, tomándola únicamente como enigma o vestido, reclama el cuidado del japonés por su hogar, por la comodidad que significa asumir que para ellos es necesario el claroscuro. Dignifica los materiales usados, la pátina que deja el tiempo en los objetos, imaginando cómo habría evolucionado el arte y la arquitectura si esta hubiera respondido a estas necesidades propias de los pueblos, también llamadas tradición. Naturalmente, Tanizaki no vincula este carácter a un origen o mitología, sino que desarrolla su estética, que no es más que ética, al sentir esa particularidad que rodea el actuar de un pueblo. Intuye que esos espacios, al menos híbridos, como el Shinto, no están supeditados a un significado nacional y trascendente, sino a un conjunto de costumbres que están ligadas más a la tranquilidad y al gozo, que a una imposición conservadora. Tanizaki no busca la conservación más que la dignificación de los espacios mancillados por el colonialismo social y estético de Occidente. En este sentido, si el cine de Campanella pudiera parecer conservador o nostálgico, lo simula en tanto es ese espacio familiar, en el que ha quedado la mancha, la basura, la mugre y toda esa cantidad de cosas inútiles que acumula la familia humilde (y que tan cara es a su necesidad), un espacio venerable, incluso más que la ruina y el monumento. Distinto el hogar y su fragilidad, el lugar de trabajo familiar y famular, al museo que ha tratado de hacer Occidente de nuestro fracaso. El mundo colonial y precolombino, la fundación nacional y el proselitismo caudillista, el culto a los presidentes y sus obras, no han sido más que cargas fatigosas, llagas abiertas que debemos destruir. Destruir, no por oposición a Europa, sino que por una capacidad que ningún otro hombre puede soportar en el Orbe. Nuestros pueblos americanos han soportado gran parte de su discontinua historia sin historia y sin pasado. Por lo mismo, esta sabia aceptación de la destrucción es una característica fundamental, sombra en la que nos sumimos y que llena de una caprichosa desesperanza, que revelada en el trabajo es una sujeción a la más brutal de las vidas, aquella que no respeta ningún estadio. Una selva subyacente que es capaz de borrarnos de la faz de la naturaleza, y que en el fondo la representa.

Tanizaki y Campanella anulan el valor convencional de la belleza. Encontrarla en una almohada llena de ácaros, en la camisa que no puede perder su percudido, ni el aroma del familiar muerto, en la casa llena de soledad y polvo como ausencia de una historia familiar, la madera aún con las manos del joven que la labrara, son formas de hacerle justicia a lo injusto. Al paso de un tiempo otro por nuestras vidas, un tiempo de trabajo carcelario que busca anular el amor y la esperanza. A diferencia de Tanizaki, Campanella va un paso adelante, pues en vez de radicalizar la oposición la sintetiza. Es cierto que este espacio va a desaparecer, mas esta desaparición no nos es extraña- parecieran decir sus películas-. Honremos la suciedad que hemos creado, porque somos nosotros mismos. Honrémosla y seamos capaces de volver a construir con sus ruinas, con los huesos de los antepasados, un nuevo hogar en que albergar esa oscuridad, esa sombra que ensucia. Como la mesiánica creencia, seremos rozados por la impiedad de este mundo, mas nuestra tarea, como americanos, es saber que en esa destrucción somos nosotros. Podría arriesgarme incluso, comparándonos con el olvido.

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