lunes, febrero 16, 2009

Sobre lo inmutable identitario. Wendy and Lucy, The Wrestler, Gran Torino, Slumdog Mi



Propias de los fines, -de aquellas imaginarias cesuras de un ciclo, sus interrupciones y promesas de diferir de sí, crear, hacer de la nada un género, un nuevo tipo de arte,- las listas de aquellos hitos que configuran el discurso alto o elevado, de un año, van, de algún modo, configurando cómo y qué valores fueron privilegiados, qué tipo de percepción subyacía a la crítica, y finalmente, dan luz sobre, cómo puede presentarse o representarse un contexto en una producción artística y cultural cualquiera. Pensemos en los premios de la academia o de la crítica; Oscar o Golden Globes.

Ahora bien, si el desarrollo de las humanidades, la formación de un discurso crítico que pueda leer y leerse, entre otras materias, como la dialéctica y diálogo entre texto y contexto fuera posible, sería interesante apreciar cómo desde una aparente lateralidad, otros discursos artísticos, exponen modos de representar los hiatos de un modelo económico y social, una institucionalizada manera de producir crítica, relaciones humanas y cultura, o englobando todo esto, el discurso del mundo o de lo real.

En el caso del cine los cuestionamientos son variados. Es más, desde hace ya un tiempo, cintas herederas del fracaso de un modelo de vida estructurado y confiable han cifrado su crítica y análisis, en la inhumana situación de los países que han crecido o crecen de modo exponencial, al ser rémoras económicas de las grandes fuentes bancarias de Europa o Estados Unidos. El cine coreano (Kim Ki Duk y Park Chan Wook) y de Hong Kong (Wong Kar Wai), así como ejemplos menos claros (Whisky-Uruguay, Play-Chile, Babel-México), dan cuenta de una detención que, si bien fue trabajada exhaustivamente por el cine europeo más atrevido décadas atrás, hoy se revisa desde otros códigos. Ya no es la inminencia de una guerra, ni la destrucción postcolonialista de una tradición, o la búsqueda de una sensibilidad común, sino la ausencia, la desgarradora sumisión a este mundo y su programático devenir, el signo de que algo aparentemente instalado como promesa no se hizo presente. Se ausentó.

Sin mediar las categorías de lo moderno y la modernidad, es claro que al siglo XX le han sido caras producciones que cuestionaran el proyecto moderno de ilímite perfeccionamiento. Mediante la comprensión del mundo, de esa reducción del mundo propia de la técnica y la ciencia, el hombre podría derivar de su experiencia los pasos a seguir para finalmente construir la utopía de una humanidad social, económica, espiritual y moralmente cercana a la perfección. El arte dijo, pensó y presentó tal fracaso, aunque jamás imaginara que tal frustración y falibilidad acabaran canonizándose y delineando una nueva imagen exitista. Si en el reciente pasado la excentricidad y la constante aversión a la normalidad y el recato, la subversión de cada regla y normativa diseñaba una ética revolucionaria o comprometida con el cambio de la vida y sus formas de producción, hoy en día, es la imagen de lo ultranormativizado. Por lo mismo, pensando en la posibilidad de hiperdictaduras silenciadas o acalladas en nuestros países tercermundistas, más allá de identificar paranoias o credulidades en conspiraciones y esotéricas respuestas, creo en el imperio de la moda.

Como un discurso frustrado, el espíritu artístico romántico que subsiste en el productor artístico y en cada sujeto que es digno de ser representado, esa fatua necesidad de adquirir relevancia mediante el gesto, la sobrexposición, y la extrañeza, ha saturado el horizonte de lo experienciable y representable, al punto de replantearnos la supuesta normalidad de quienes acatan cierto corpus de reglas. En ese sentido, variadas producciones intelectuales y estéticas han vuelto a leer sobre los proyectos fracasados, las promesas modernas, retomando ciertos aspectos positivos y esperanzadores, para intentar reconstruir la idea de una utopía. Ya por la saturación o el contraste que provoca la normalización de un modelo, la idea del fracaso, de la destrucción y el aniquilamiento, son tópicos que han perdido su poder y vitalidad en la repetición: el discurso del poder. Así, Wendy and Lucy de Kelly Reichardt, se despliega narrativamente como una parodia del viaje iniciático del joven a la frontera, el lugar innominado, el más allá. Este viaje de auto descubrimiento, propuesto de manera ridícula por Into the Wild de Sean Penn, nos presenta la historia de Wendy, una joven que viaja hacia el norte de América con su perro Lucy, quedando atrapada en un pueblo cualquiera de la costa oeste, cercano al estado de Washington. Ahora bien, si la trama sólo se muestra como el fracaso parodiado de ese tipo de viaje al interior del corazón natural, en ambas películas, representado por Alaska, hay más en el silencio y la imagen; hay más. Digo esto, pues el encuentro de Wendy con un grupo de menesterosos al lado de una fogata, la relación que establece con un guardia de seguridad en un estacionamiento de un supermercado y la exposición de las calles vacías cuando la leve acción de la película se desencadena, es perturbador y terrible. Wendy and Lucy trata de la pérdida del perro que acompaña a la protagonista y la detención de su viaje. Cómo Wendy intenta seguir con su destino, sobrepasar los problemas y evitar quedarse estancada como esa basura blanca que se reúne a drogarse junto al fuego, es uno de los problemas que se le presentan. Recuperar a su perro, el interlocutor mudo, la naturaleza domesticada, pareciera ser la cifra de la cinta, mas la soledad, la incapacidad de encontrar palabras para comunicarse, diseñar un vínculo con los demás en su propio país, es, a mi modo de ver, el conflicto mayor. El mundo no se muestra, como en otras producciones, como un espacio hostil y amenazador, sino que como un sistema de individualidades, de construcciones sociales en que nada importa, ni vale quien no puede producir. El improductivo, entonces, quien viaja sin razón alguna a hallar algo, sea esto una iluminación o una respuesta, es la figura repensada y transmutada desde el anacoreta antiguo hasta el inútil. En ese sentido, la incapacidad de vivir en un mundo que esconde sus reglas y convenciones, no dibuja al mundo como un aparato que rechaza a los outsiders, más bien perfila al outsider como un analfabeto de la lengua técnica del éxito. Quienes no comprenden el perfeccionamiento y la ascensión social no pueden reproducirlas, quedando relegados a un tiempo otro, un tiempo en que las materias se degradan sin posibilidad de reemplazo: Wendy y Lucy viven en el tiempo en que los seres se destruyen por el roce frenético del desarrollo; sus espacios, sus afectos, su pertenencia a lo natural, se ven degradados así también, en una anecúmene. Hay vida que es dejada al margen verdaderamente, desplazada donde no hay vida ni supervivencia, a lo inhumano. De algún modo, ambas llegan al más allá, a esa Alaska espiritual, en la civilización.

The Wrestler es la última y premiada película del gran director Darren Aronofsky, y más allá de ser la excusa para la exhumación de Mickey Rourke como actor, versa sobre la decadencia de un luchador americano. La lucha libre, si bien considerada por muchos como un híbrido menor de la teatralidad y la exhibición estética del culto al cuerpo, es un producto cultural de gran relevancia en la vida norteamericana. Un espectáculo que convoca a ñoños y niños, exponiendo subrepticiamente una ideología maniquea de perfección física y violencia, matizada por una autoironización al facismo y el control económico dentro de las mismas ligas de lucha. La oscilación entre estas ideas de la comicidad física y la preeminencia de los grandes hombres, quienes pueden encarnar bastamente las ideas de fuerza, dominación y sujeción, construye a grandes rasgos la representación de la lucha libre.

Aún así, la película trabaja con el resquebrajamiento del mito del héroe, quien tanto en su papel representado dentro de la comedia de la lucha, como en la realidad objetiva, debe responder a esa simplificación bruta de los ideales patrios. Emblemas de los Estados Unidos, los luchadores musculosos y rubios, excelsos en su tonicidad corporal y moral, ven en Ram, el personaje de la cinta, el ocaso de esta simbiosis. Así, el alcohol, la pobreza y la ruina de la figura del luchador, se conjugan en una existencia agónica, tendiendo siempre a la aniquilación y la noche, en una crepuscular mixtura de cabos sueltos. Tales cabos, propios de una indefinición quijotesca entre los límites de la ficción y la realidad, invaden el devenir de un luchador olvidado, que debe aprender a sobrevivir en una sociedad a la que no le importan los héroes, las imágenes a imitar o cualquier modelo a seguir. Al cabo, la desaparición del aura mediática, condiciona a este personaje o producto cultural, a la real pasividad, el olvido.

The Wrestler no es tan sólo el derrumbe de un ídolo, sino que la disolución de tal idolatría entre los seres humanos corrientes. Los pobres mortales que financian con su trabajo el espectáculo de la fama y los excesos, son un telón de fondo que desaparece para quien creyó alcanzar la cima. Entre ellos, la familia, los amigos y la compañía de una mujer, dejan de tener el sentido que podría ser otorgado convencionalmente, para transformarse en signos vacíos. El mundo en el que debería vivir Ram, es sólo un obstáculo para alcanzar su consumación, esto es, desaparecer en el personaje creado fundiéndose con su arte. Tal desaparición, más que sacrificial (como podría pensarse al reparar en la cruz que forma su cuerpo en el último salto) es en parte una aniquilación de dicho discurso. La posibilidad del héroe, la ficción que eleve el espíritu de un pueblo, debe aniquilarse en el continuo del mundo; un espacio construido aparentemente desde la buena fe y esas leyes de buena costumbre que llaman civilidad, aunque al fin y al cabo, un espacio que anula cualquier individuación, cualquier intento de sobresalir, mostrando que nada tiene que ver la especialización del trabajo y el individualismo en las relaciones sociales, con la masificación de la derrota, ese hálito que ha quedado impreso en las cosas y los cuerpos de quienes no lograron sobresalir- la mayoría-, y que reproduce la frustración en sus familias, sus trabajos, el ámbito más próximo como un virus. La enfermedad es un vacío que corroe la conciencia del tiempo, la utilidad y los vínculos, mostrando la extensión del mundo en su inutilidad, al haberse perdido algo como una función, una tarea, una ligazón con la tierra. Asó, la cámara de The Wrestler nos muestra un mundo fracturado, decadente, pero además, la distancia existente entre cada fenómeno, ser, situación o experiencia. Tal separación no es tan sólo tiempo. El lente podría estar diciendo el estado de la ficción, la enfermedad de ese vacío y la imposible reunión de aquellas cosas que alguna vez fueron, o soñamos que fueron.

Gran Torino junto a Changeling son las últimas películas de Clint Eastwood. Sobra casi cualquier comentario a su carrera, pues habla por sí misma. Obviando Changeling, una irregular muestra de su talento, Gran Torino es una película compleja, como curiosamente han recalcado todos los críticos, más que por sus relaciones internas, por las parodias y palimpsestos que plantea desde su arquitectura. Walt Kowalski es un veterano de la guerra de Corea que ha trabajado toda su vida para la Ford. Recientemente fallecida su esposa, la cinta se desarrolla desde la ausencia de una compañía en su vida. De este modo, como una caricatura (siendo ya esto una caricatura) del estadounidense conservador, xenófobo, violento, prejuicioso y lleno de resentimiento, Walt debe aprender a convivir con la desaparición de su barrio de los suburbios, a causa de la devaluación de esos bienes raíces y la repoblación del centro de las ciudades. Sus vecinos han pasado de ser civiles y trabajadores norteamericanos blancos, casados, alcohólicos y católicos, a ser hmong o los pueblos de las montañas que ayudaron a Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Campesinos, iletrados y recelosos de sus costumbres, estos orientales distan notoriamente de japoneses, chinos y coreanos, y son, junto a latinos, negros y el resto de white trash, los nuevos habitantes del suburbio.

Aunque emotiva, cargada de un profundo sentido humano, la película no versa tan sólo de la incomunicación, el prejuicio o la primacía de un sentimiento común. Por el contrario, tiene que ver con la parodia, el atavismo de las costumbres, la traducción y, por sobre todo, con la colonización. Esto, pues Eastwood parodia y se parodia en tanto espacio, personaje y visión de mundo de las películas en las que actuó (recordando Un mundo perfecto), asumiendo una postura crítica del arte comercial en el que se vio envuelto. La relación con las armas, el tono de voz, la mirada, los rictus y la fijación en detalles propiamente conservadores estadounidenses permiten interpretar la historia de Gran Torino como una alegoría de dos momentos históricos en su país. El momento actual, claro está; aquel en el que se debe destruir el atavismo de las costumbres en torno al espacio, la forma de vida y la producción de esta vida y sus posibilidades, para hacer surgir un nuevo mundo, integrador e integrado en las políticas globales: un espacio justo para quien trabaje y produzca trabajo. Ahora bien, dicho cambio (haciendo eco al discurso de Barack Obama) es una potencialidad que, en la cinta, no está incluida en facilitar la producción, sino que en justificar la existencia de lo diferente, lo multicultural, en la aterradora imagen de un imperio que para no desaparecer se enriquece con la sabiduría de todos sus conquistados. Eastwood propone la integración de la barbarie, como planteara Sarmiento, a fuerza de reconocer su ímpetu y pujanza en la construcción de un nuevo orden traductivo, un respeto de esa reserva que cada pueblo posee y que puede acabar siendo un barrio más de comida o una moda en la ciudad de las ciudades, Nueva York.

Por último, la segunda temporalidad que salta desde su mirada es aquella en la que se funda Estados Unidos, aquella que habla de una construcción mancomunada de una nación heteróclita y sin un origen étnico común. Como un sumidero de diferencias irreconciliables, el acto de fundar deja latente un fuerte resentimiento. No es posible borrar los hiatos. Por lo mismo, revisar la irrupción de nuevos inmigrantes, de una población que busca inseminar el país e inseminarse, es un problema que tiene que ver con los imperios y las colonias. Asimismo, podría pensarse que lo que busca revelar Eastwood es el carácter colonial que aún persiste en las relaciones humanas y económicas de su país. Digamos de su país, por no recordar la ficción que nos envuelve como espectadores-víctimas- partícipes de una exclusión, un distanciamiento de ese centro del imperio que es el espacio de la película. Como en un drama antiguo, quien quiere acceder a la sabiduría o la felicidad, debe ser puesto a prueba o morir. Recuerdo la entrada a ese último castillo en el Amadís de Gaula, Edipo frente a la Esfinge y a Moisés en el Sinaí. Mucho más secular, esta entrada a una visión recursiva y cíclica del tiempo y los problemas del hombre, requiere el sacrificio, en este caso, del victimario. De este modo, el sacrificio final puede ser entendido como una expiación, aunque sea probablemente como la muerte de K en El proceso, una muerte de perro para que la compleja maquinaria del mundo siga funcionando. Deglutiendo silenciosamente la diferencia y su diferir.
Slumdog Millionaire es la última película del dubitativo e irregular director Danny Boyle, y cuenta la historia de dos hermanos indios y la causa de que uno de ellos llegue a la final de Quién quiere ser millonario. En resumidas cuentas, la cinta explica cómo el ignaro jovencito ha ido aprendiendo cada una de las respuestas a las preguntas, y cómo estas respuestas, quizás lo único que sabe en la vida, concuerdan misteriosamente con las preguntas que se le hacen. Sin ser más que una sugerente parodia al atavismo y la estratificada sociedad india, Slumdog propone una revisión del exotismo y el prejuicio que Occidente tiene con respecto a Oriente. Así, la situación colonial, el imperialismo que sigue oprimiendo a India y determina su devenir en el tiempo, se ve objetado por un nivel tradicional, casi bárbaro, del que es liberado el protagonista. Como en otras ficciones, el amor lograría romper las cadenas de una sujeción a la tierra y las costumbres, pero, en este caso, silenciado por el final y la ironía que subyace al reino del mal gusto expuesto por Bollywood, la decisión del hermano que no vio escrito su destino en relación al dinero y el premio, cuestiona tal superación del atavismo. Nuevamente el sacrificio pareciera configurar la barbarie de los hechos de sangre para construir una historia de salvación distinta a aquella que nos quisieron imponer bajo la pureza de una Jerusalén Celeste. No hay escape a la barbarie, al imperio que los signos extranjeros graban en la piel de los colonizados, ni a la condición de sometimiento espiritual a la que se ven forzados los pueblos que asumen como suyas las costumbres foráneas. Tampoco hay en esto una declaración de la identidad como fuerza motora de la resistencia. En ningún caso. Las cuatro películas que intenté reseñar con precaria epistemología y crítica, parecieran decir que hay posibilidades aún de subvertir el sometimiento a un imaginario común impuesto. Ahora bien, como productos comerciales, es necesario revisar con mayor atención ese mensaje.

Kusturica hace un par de años defendía la identidad de los pueblos como el único medio posible para sostener una contienda digna contra la globalización. Institucionalizada dicha creencia en quienes se hacen llamar contraculturales u opositores de los grandes gobiernos o ejes del mal, las películas que expuse, subrepticiamente desnudan un problema mayor, que está relacionado con el mundo y la construcción ficticia de lo real. Si la identidad es aquello que nos configura, es también lo que nos homogeniza y vuelve plausible la idea de comprender a las personas por generalidades. Los arquetipos, los prejuicios, los tópicos y las figuras heráldicas que representarían en una acción mínima, una situación particular, la totalidad de relaciones y sistemas que están en juego en un país o una nación, son resabios literarios que han perdido su poder en manos de poderes económicos que buscan reproducir una diferencia utilitaria, una distinción que permite hacer una taxonomía de los pueblos. Como August Sander hiciera en los albores de la fotografía, dicho ordenamiento científico de los pueblos, sus costumbres, sus fijaciones y singularidades, ha llevado a los críticos a practicar un turismo intelectual, un salpicón de huellas culturales y sociales que les permite analizar aquello que les parezca relevante. Puede ser llamado esto Estudios Culturales o canonización del prejuicio, pero es de mayor urgencia determinar en qué medida esta estética ha llevado a que pensemos las utopías del cambio, la restitución y la restauración, de un modo similar al principio del siglo pasado.

Tal vez el cambio o la inmutabilidad que proponen las películas no sea más que un accidente superficial, sobre todo considerando que subterráneamente lo cierto es que la identidad es algo que no es falseable ni menos transmutable, por ser aquello desde lo cual significamos y tenemos direcciones referenciales. La tierra nos permite significar. Pero también es la imposición imperialista de poderes económicos, a quienes conviene que este conservadurismo siga en pie, a raíz de la creciente multiculturalidad e integración propuesta por los países de primer mundo. No hay que engañarse con la exclusión tan masificada por los medios de comunicación masiva; baste recordar cómo está constituido el M.I.T. Así, desde esta resistencia y dominación, que ciertamente conduce a reflexionar sobre civilización y barbarie, es posible distinguir otro aspecto intersante: el espacio. La distancia que la cámara y los personajes descubren en relación a la tierra y a sus pares, da cuenta de un exilio del concepto de hogar, pertenencia y comunidad, en una magnitud insospechada al advertir que todos los personajes vagan siendo incapaces de ser dueños o sentirse parte de la tierra. La incapacidad de establecer relaciones de propiedad con cualquier espacio, situación o experiencia, es decir, hacerse cargo de dichas materias como propias de alguien, que ocurren en un momento único e irrepetible a alguien que nunca más será ese mismo alguien, revela que el aura de la repetición y la reproducción ha llegado más allá de la representación misma, alcanzando el discurso de lo real. Nada es único, todo le debe ocurrir del mismo modo a alguien. Por lo mismo, que al hombre contemporáneo le sea negada la materialidad de la tierra, imposibilitado de ser propietario de un espacio en que halle los huesos de sus antepasados, produce ecos en su experiencia, una experiencia de la expropiación hasta de la propia corporalidad. No somos dueños de nosotros mismos, por lo mismo es imposible establecer ética alguna o responsabilidad. Siempre hay alguien detrás de la cortina.

Quizás pensar de este modo la identidad produzca un cambio en el estatuto de lo atávico, conduciendo a un estadio previo al capital, uno en que la propiedad privada o común determine las utopías. Crear la utopía del agua, el aire y la comida, y no aquella que es criticada por la producción cinematográfica actual, una utopía de esa metáfora que nunca llega a ser literal, que nunca llega a la cosa: el dinero. La deuda y la ficción del dinero generan esa identidad en la que la experiencia se unifica, tanto para la defensa de una diferencia como para la anulación de ella. En todo caso, tal identidad nada significa en la eterna proyección propuesta por el éxito económico. Destruye cualquier cohesión social, potenciando la discriminación y la distancia con la propia producción. Tal es la insignificancia de esa identidad. Cambian las generaciones y los pueblos, como el río, con cierta permanencia. Sólo significa para mí aquello que me pertenece y a lo que pertenezco.

2 comentarios:

Ernesto González Barnert dijo...

tremendo análisis, muy certero. vi todas y me quedo con la de clint...y Watchman...TB una que me gusto mucho es Once aunque es de años anteriores pero la descubrí hace poco...

abrazos

un placer leer este blog

Juan Manuel Silva Barandica dijo...

Es muy bella Once. La primera parte de Watchmen es tremendo.

Un abrazo