Son extrañas las ensoñaciones robadas de su borrachera. Cuando uno intenta recordar un sueño y fracasa, tomar un recuerdo cualquiera de su condición peligrosa y ajena, como domesticar a un animal, suele traer aparejado un accidente. Bebemos los licores del mundo, sin chistar siquiera, mas cuando debemos explicarnos, es decir, narrar con las lógicas del día las correrías de la noche, acabamos balbuciendo. Esta historia trata de esto.
Niño aún, solía caminar con mi papá por las calles de Ñuñoa. Intuyo que por esos años teníamos un rumbo, aunque hoy debiera dudar de aquello. Fui acumulando nombres de autos, de esquinas y de locales de abarrotes y botillerías. Aparentaba tener buena memoria.
El año 1962 mi padre y su familia no tenían televisión. Ignoro si fue a algún partido o si, al menos, vio imágenes de esa selección en vivo y en directo. Al sur del río Mapocho, en la compañía de Gas, disfrutaban de la compañía de otros niños, de la revista Estadio, de las películas del Oeste. Así ocurrió, según siguen sonando las palabras de mi abuelo y mi padre, pero no fue así como él supo quién era la persona que conocería años después, de mi mano. Yo tampoco lo sé.
Por mi parte, he de reconocer la emoción que sentí al encontrar en una panadería de la calle Lo encalada con Irarrázaval a Toninho, aquél brasileño algo inexacto, que pateara rabonas durante pocos meses con la camiseta de Colo Colo y conseguir su firma en mi yeso; al Coke Contreras en una confitería de la calle San Diego, con la postura clásica a la hora de patear tiros libres; a Mauricio Aros en un cine de la Florida, luego de haber perdido aquel penal en la Copa América y a Marco Cornez, aquel ídolo mío de la infancia, medio borrcacho, entrando a la botillería en la que trabajaba como cajero. Podría decir, incluso, que cada una de estas parodias de encuentros con hombres notables han sido el único vínculo que tengo con futbolistas. No me avergüenzo de aquello, por cierto.
Acepto, además, antes de seguir escribiendo, que este legajo quiso ser en un primer momento la biografía apócrifa de un jugador olvidado. Algo así como la vindicación literaria del paso de la historia sobre la pobre carne del fútbol. Evidentemente fracasé. Me conformo, sin embargo, con dar cuenta que en un momento de mi vida vi cruzado mi paso por un paso mayor, como me contara un tío argentino cuando estaba en Buenos Aires: “Iba de la mano de mi padre un día cualquiera, caminando por la Plaza San Martín, cuando choqué sin querer con un anciano que era guiado por una mujer. Perdone, señor, no lo vi –dije-, a lo que el señor, amablemente respondió: yo tampoco. Cuadras después, mi padre me diría que aquel viejo era Borges.” El caso, menos gracioso que el anteriormente narrado, no dista mucho en magnitud. El nombre de dicha experiencia refiere a Jaime Ramírez y juzgo innecesario añadirle efectos, causas y paráfrasis al mismo.
Las mañanas nada deben envidiar al mediodía, como un crepúsculo cualquiera nada debiera restar a la noche. Pasan, sí, aunque con los años, dada la frágil duración de las primeras horas del día, sean las que más extraño.
Y fue durante una de esas mañanas, largas como las colas de las rotiserías el día domingo, cuando al doblar una esquina, probablemente Salvador con Luis Beltrán, asistí con un no menor sobresalto a la turbada reacción de mi padre al ver a un viejito que caminaba sin rumbo. Sin mediar aviso, tomándome de la mano se acercó con premura y me dijo: Juan Manuel, este caballero es Jaime Ramírez, un mundialista. El viejito, creo, río o se extrañó, quizás no hizo gesto alguno, para luego cruzar un par de palabras cordiales con mi padre e irse.
Niño aún, solía caminar con mi papá por las calles de Ñuñoa. Intuyo que por esos años teníamos un rumbo, aunque hoy debiera dudar de aquello. Fui acumulando nombres de autos, de esquinas y de locales de abarrotes y botillerías. Aparentaba tener buena memoria.
El año 1962 mi padre y su familia no tenían televisión. Ignoro si fue a algún partido o si, al menos, vio imágenes de esa selección en vivo y en directo. Al sur del río Mapocho, en la compañía de Gas, disfrutaban de la compañía de otros niños, de la revista Estadio, de las películas del Oeste. Así ocurrió, según siguen sonando las palabras de mi abuelo y mi padre, pero no fue así como él supo quién era la persona que conocería años después, de mi mano. Yo tampoco lo sé.
Por mi parte, he de reconocer la emoción que sentí al encontrar en una panadería de la calle Lo encalada con Irarrázaval a Toninho, aquél brasileño algo inexacto, que pateara rabonas durante pocos meses con la camiseta de Colo Colo y conseguir su firma en mi yeso; al Coke Contreras en una confitería de la calle San Diego, con la postura clásica a la hora de patear tiros libres; a Mauricio Aros en un cine de la Florida, luego de haber perdido aquel penal en la Copa América y a Marco Cornez, aquel ídolo mío de la infancia, medio borrcacho, entrando a la botillería en la que trabajaba como cajero. Podría decir, incluso, que cada una de estas parodias de encuentros con hombres notables han sido el único vínculo que tengo con futbolistas. No me avergüenzo de aquello, por cierto.
Acepto, además, antes de seguir escribiendo, que este legajo quiso ser en un primer momento la biografía apócrifa de un jugador olvidado. Algo así como la vindicación literaria del paso de la historia sobre la pobre carne del fútbol. Evidentemente fracasé. Me conformo, sin embargo, con dar cuenta que en un momento de mi vida vi cruzado mi paso por un paso mayor, como me contara un tío argentino cuando estaba en Buenos Aires: “Iba de la mano de mi padre un día cualquiera, caminando por la Plaza San Martín, cuando choqué sin querer con un anciano que era guiado por una mujer. Perdone, señor, no lo vi –dije-, a lo que el señor, amablemente respondió: yo tampoco. Cuadras después, mi padre me diría que aquel viejo era Borges.” El caso, menos gracioso que el anteriormente narrado, no dista mucho en magnitud. El nombre de dicha experiencia refiere a Jaime Ramírez y juzgo innecesario añadirle efectos, causas y paráfrasis al mismo.
Las mañanas nada deben envidiar al mediodía, como un crepúsculo cualquiera nada debiera restar a la noche. Pasan, sí, aunque con los años, dada la frágil duración de las primeras horas del día, sean las que más extraño.
Y fue durante una de esas mañanas, largas como las colas de las rotiserías el día domingo, cuando al doblar una esquina, probablemente Salvador con Luis Beltrán, asistí con un no menor sobresalto a la turbada reacción de mi padre al ver a un viejito que caminaba sin rumbo. Sin mediar aviso, tomándome de la mano se acercó con premura y me dijo: Juan Manuel, este caballero es Jaime Ramírez, un mundialista. El viejito, creo, río o se extrañó, quizás no hizo gesto alguno, para luego cruzar un par de palabras cordiales con mi padre e irse.
2 comentarios:
La tragedia es la ausencia del texto planeado. No fui a Antología en Movimiento porque me lo gasté todo en libros a principio de mes, y es muy probable que no vuelva a salir de casa hasta el mes que sigue. Mis disculpas. Mi plan es pasármelas ejercitando frente a Wii Fit y terminando las cincuenta novelas que he atesorado compulsivamente. Sácame de aquí, Juanma, llámame a un teclado en alguna sala de ensayo. Te lo pido de corazón.
Un abrazo, viejo. No gaste su platita en eso. Hablemos de Oceana y del postrock. Nos vemos.
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