En la música como en las artes visuales, el espacio del comentario o la crítica pareciera estar reservado al especialista. De esto sabemos harto quienes hemos tenido que ver cómo librepensadores de diversas especialidades se pasean con absoluta libertad por todas las avenidas del arte. No es menester mío cuestionar tales prácticas, sino abogar porque las creídas especificidades sean abolidas, a favor de justas y justificadas interpretaciones.
Como la Ciencia Ficción, el Post-rock tiene fecha de nacimiento y autoridad sobre el concepto. Simon Reynolds en la revista The Wire de marzo de 1994 acuña este concepto -del mismo modo que los seudoteóricos de la literatura- para describir el cambio de uso de los instrumentos propios del rock hacia la creación de atmósferas, con respecto al disco Hex de Bark Psychosis. Tal amplitud de rango, además de la dudosa validez del género, permitiría obviar dicha categoría por su incapacidad de referir o dar cuenta de un fenómeno que, por tanto, sería inexistente. Por otro lado, sería posible interpretar la aparición de un buen número de bandas y discos que, si bien trabajan con materias y formas diferentes, parecieran construir ambientes y sensibilidades instrumentales, algo así como la banda sonora de una película no filmada. Me inclino por la última opción, ciertamente, pues la presencia de bandas como Godspeed you! Black Emperor, Silver Mount Zion, Set fire to flames, Fly Pan Am, Mogwai, 65daysofstatic y Tortoise son suficiente para constatar su existencia, tanto en la construcción de ambientes como en la fluctuación entre repeticiones hipnóticas, silencios y progresiones ascendentes.
Más allá de los hiatos propuestos por el nombre del movimiento musical –si es que lo hubo-, lo interesante ha sido la resistencia que generó y sigue generando su música entre los escuchas. Ni la crítica, ni el mercado, ni menos los consumidores de música han seguido hablando o difundiendo este tipo de producciones. Salvo contados casos, fusionados por cierto con otros registros, como el de Explosions in the sky, Sigur Ros o algunos temas de Anathema, esta tesitura y textura musical ha pasado al olvido. Curioso, en ese sentido, recordar que más que otras formas y modelos, este, en especial, ha sido uno de los menos aceptados y, por ende, uno de los géneros menos ligados a un sistema económico y de producción. Incluso, pensando en Constelation Records, me atrevería a pensarlos desde cierto tipo de anarquismo musical.
Es difícil dar cuenta del Post-rock, pero desde el prejuicio o un estadio intermedio entre interpretación estética y titubeante intuición, varios “críticos” lo han caracterizado desde su carácter épico. Y si bien la épica y el epos presentan estructuras que se han ido diluyendo hasta llegar a una narrativa más bien hueca o una novela travestida, en sus comienzos, el poema que cantaba la corona de un pueblo –su héroe- como representación sinecdóquica (la parte por el todo: el individuo por el colectivo), era también la canción de la guerra, la lucha y el agonismo entre lo dominado y convencional y aquello desconocido, fuera un territorio, un gobierno o el mundo más allá. Esta representación alegórica de la adquisición de conocimiento, condicionada por la función social, es decir, colectiva y popular de los poemas, cantos o historias, marcó el carácter y la historia de los distintos pueblos. Ahora bien, en el caso del Post-rock, al no existir colectividad ni menos una posibilidad de aprendizaje relacionado con la existencia o lo desconocido que subyace a ella, es evidente que tampoco existe épica. Más bien, la soledad y la hiperindividuación a la que conduce el Post-rock en esa repetición pausada de mantras musicales, ruidos y fragmentos de sonidos que alguna vez pertenecieron a una obra o una totalidad, indica la presencia de un religar, una suerte de sensibilidad analógica que conecta los datos de los cuatro sentidos restantes con esta banda sonora. En este sentido, si es que se escucha, por ejemplo, el primer disco de Yndi Halda, en especial la canción A Song for Starlit Beaches, probablemente quien camine o descanse escuchándola se verá conducido a plantear relaciones entre materias o fenómenos que antes le parecían desvinculados, quizás como Percy Bryce Shelley pensaba que ocurría en la poesía, en su Defensa de la poesía. Me arriesgaría, aun, a considerar esta forma de pensar y sentir la música, como religiosa, y decir que el Post-rock, de una manera similar al arte postvanguardista, recupera una sensibilidad y materia premoderna para resignificarla sin aquel carácter autorial, sublime y expresivo. Pareciera ser que el Post-rock, como pensaba Walter Benjamin, es la música de las cosas, la muda sentencia que arroja sobre nosotros el mundo: no eres capaz de entenderme, hombre, pues has olvidado la lengua en que me expreso.
Pienso, además, que tal sensibilidad religiosa se transforma en épica y logra devolver al individuo a la colectividad, no en las superaciones, los post, sino en aquellas esquirlas de una concepción de mundo premoderno, visible aún en los carnavales andinos, (en lo que conozco) específicamente el de Oruro. En las sayas, los caporales y, de modo palmario, en los tinkus, la música deja de tener una función individual y privada–en el sentido económico y social de nuestros días- para situarse en las calles, los lugares públicos, transformando al espectador en partícipe del baile y la hipnótica frecuencia de sus percusiones. Similar en la repetición y la hipnosis, el agón propuesto por los tinkus – que alegoriza la batalla entre dos personas o dos colectivos- es, al menos para mí, en este momento, la tensión de abordar la vida comunitaria y dejarse absorber por la multitud. Para un sujeto de ciudad o un sujeto a la ciudad, la experiencia podría ser chocante, dado que el apreciar la rutinaria y repetitiva interpretación de las canciones que conducen hacia la iglesia del Socavón (en un peregrinaje a la virgen del mismo nombre), a primera vista aburre, fatiga, aunque el paso de las horas y la corporeidad del espíritu (alcohólico y trascendente) termine por incluirlo en la masa, sus movimientos y direcciones. El sujeto, por más excéntrico que se suponga, acabará en algún momento incluido en la colectividad, bailando y celebrando, más que el carnaval religioso cristiano, la vuelta a la experiencia colectiva: la espiritualización de los cuerpos y la rearticulación momentánea y mesiánica de ese gran cuerpo colectivo y social.
Creo que si el Post-rock hubiera tomado dichas armas, o si hubiese sido producido conscientemente en Sudamérica, la suerte de su oposición antisistémica sería inmensamente mayor. Si bien no hay muchas experiencias similares en la música que producen nuestros contemporáneos, en la vía del pop y sus avatares comerciales y superfluos existe un intérprete que, aunque boga entre la felicidad de sus escuchas –el saludo al consumidor- y la resignificación de materias antiguas, podría, en algún momento, construir ese puente, ese diálogo entre lo pre y post, a saber, la presentización que experimenta y representa la música. Gepe, quien ya usara sonidos y estructuras folklóricas del centro y sur de Chile en sus primeros discos, en su último disco Audiovisión recupera la percusión y el coro de la música andina del Andes. Más que adornos, tales sonidos dejan de ser el polvo y la ruina arqueológica para recuperar su filo y función de armas. El crecimiento de los redobles y los golpes de bombo en la canción Alfabeto sugiere sinestésicamente la posibilidad de una ascensión, ya no en espíritu solamente, sino también en cuerpo.
Puedo equivocarme, por cierto, pero creo que ya en la letra de dicha canción “Te digo ir, / vamos a atravesar /y descubrir haciendo aparecer /Esta noche está, /donde tendría que /Vamos a aparecer, /y de nuevo repetir.” aparece, se devela por un momento la repetición que cruza la noche de los tiempos para un despertar colectivo. Una poética que se granjee lo tenuemente disipado y cubierto por la sombra, puede recuperar para sí la historia, los fragmentos transculturados y hacerlos florecer. Pero para ello, en el caso de Gepe y otros, su música debiera dejar los museos, el vino y el queso, los salones adinerados y los anestesiados escuchas de la clase dominante.
Como la Ciencia Ficción, el Post-rock tiene fecha de nacimiento y autoridad sobre el concepto. Simon Reynolds en la revista The Wire de marzo de 1994 acuña este concepto -del mismo modo que los seudoteóricos de la literatura- para describir el cambio de uso de los instrumentos propios del rock hacia la creación de atmósferas, con respecto al disco Hex de Bark Psychosis. Tal amplitud de rango, además de la dudosa validez del género, permitiría obviar dicha categoría por su incapacidad de referir o dar cuenta de un fenómeno que, por tanto, sería inexistente. Por otro lado, sería posible interpretar la aparición de un buen número de bandas y discos que, si bien trabajan con materias y formas diferentes, parecieran construir ambientes y sensibilidades instrumentales, algo así como la banda sonora de una película no filmada. Me inclino por la última opción, ciertamente, pues la presencia de bandas como Godspeed you! Black Emperor, Silver Mount Zion, Set fire to flames, Fly Pan Am, Mogwai, 65daysofstatic y Tortoise son suficiente para constatar su existencia, tanto en la construcción de ambientes como en la fluctuación entre repeticiones hipnóticas, silencios y progresiones ascendentes.
Más allá de los hiatos propuestos por el nombre del movimiento musical –si es que lo hubo-, lo interesante ha sido la resistencia que generó y sigue generando su música entre los escuchas. Ni la crítica, ni el mercado, ni menos los consumidores de música han seguido hablando o difundiendo este tipo de producciones. Salvo contados casos, fusionados por cierto con otros registros, como el de Explosions in the sky, Sigur Ros o algunos temas de Anathema, esta tesitura y textura musical ha pasado al olvido. Curioso, en ese sentido, recordar que más que otras formas y modelos, este, en especial, ha sido uno de los menos aceptados y, por ende, uno de los géneros menos ligados a un sistema económico y de producción. Incluso, pensando en Constelation Records, me atrevería a pensarlos desde cierto tipo de anarquismo musical.
Es difícil dar cuenta del Post-rock, pero desde el prejuicio o un estadio intermedio entre interpretación estética y titubeante intuición, varios “críticos” lo han caracterizado desde su carácter épico. Y si bien la épica y el epos presentan estructuras que se han ido diluyendo hasta llegar a una narrativa más bien hueca o una novela travestida, en sus comienzos, el poema que cantaba la corona de un pueblo –su héroe- como representación sinecdóquica (la parte por el todo: el individuo por el colectivo), era también la canción de la guerra, la lucha y el agonismo entre lo dominado y convencional y aquello desconocido, fuera un territorio, un gobierno o el mundo más allá. Esta representación alegórica de la adquisición de conocimiento, condicionada por la función social, es decir, colectiva y popular de los poemas, cantos o historias, marcó el carácter y la historia de los distintos pueblos. Ahora bien, en el caso del Post-rock, al no existir colectividad ni menos una posibilidad de aprendizaje relacionado con la existencia o lo desconocido que subyace a ella, es evidente que tampoco existe épica. Más bien, la soledad y la hiperindividuación a la que conduce el Post-rock en esa repetición pausada de mantras musicales, ruidos y fragmentos de sonidos que alguna vez pertenecieron a una obra o una totalidad, indica la presencia de un religar, una suerte de sensibilidad analógica que conecta los datos de los cuatro sentidos restantes con esta banda sonora. En este sentido, si es que se escucha, por ejemplo, el primer disco de Yndi Halda, en especial la canción A Song for Starlit Beaches, probablemente quien camine o descanse escuchándola se verá conducido a plantear relaciones entre materias o fenómenos que antes le parecían desvinculados, quizás como Percy Bryce Shelley pensaba que ocurría en la poesía, en su Defensa de la poesía. Me arriesgaría, aun, a considerar esta forma de pensar y sentir la música, como religiosa, y decir que el Post-rock, de una manera similar al arte postvanguardista, recupera una sensibilidad y materia premoderna para resignificarla sin aquel carácter autorial, sublime y expresivo. Pareciera ser que el Post-rock, como pensaba Walter Benjamin, es la música de las cosas, la muda sentencia que arroja sobre nosotros el mundo: no eres capaz de entenderme, hombre, pues has olvidado la lengua en que me expreso.
Pienso, además, que tal sensibilidad religiosa se transforma en épica y logra devolver al individuo a la colectividad, no en las superaciones, los post, sino en aquellas esquirlas de una concepción de mundo premoderno, visible aún en los carnavales andinos, (en lo que conozco) específicamente el de Oruro. En las sayas, los caporales y, de modo palmario, en los tinkus, la música deja de tener una función individual y privada–en el sentido económico y social de nuestros días- para situarse en las calles, los lugares públicos, transformando al espectador en partícipe del baile y la hipnótica frecuencia de sus percusiones. Similar en la repetición y la hipnosis, el agón propuesto por los tinkus – que alegoriza la batalla entre dos personas o dos colectivos- es, al menos para mí, en este momento, la tensión de abordar la vida comunitaria y dejarse absorber por la multitud. Para un sujeto de ciudad o un sujeto a la ciudad, la experiencia podría ser chocante, dado que el apreciar la rutinaria y repetitiva interpretación de las canciones que conducen hacia la iglesia del Socavón (en un peregrinaje a la virgen del mismo nombre), a primera vista aburre, fatiga, aunque el paso de las horas y la corporeidad del espíritu (alcohólico y trascendente) termine por incluirlo en la masa, sus movimientos y direcciones. El sujeto, por más excéntrico que se suponga, acabará en algún momento incluido en la colectividad, bailando y celebrando, más que el carnaval religioso cristiano, la vuelta a la experiencia colectiva: la espiritualización de los cuerpos y la rearticulación momentánea y mesiánica de ese gran cuerpo colectivo y social.
Creo que si el Post-rock hubiera tomado dichas armas, o si hubiese sido producido conscientemente en Sudamérica, la suerte de su oposición antisistémica sería inmensamente mayor. Si bien no hay muchas experiencias similares en la música que producen nuestros contemporáneos, en la vía del pop y sus avatares comerciales y superfluos existe un intérprete que, aunque boga entre la felicidad de sus escuchas –el saludo al consumidor- y la resignificación de materias antiguas, podría, en algún momento, construir ese puente, ese diálogo entre lo pre y post, a saber, la presentización que experimenta y representa la música. Gepe, quien ya usara sonidos y estructuras folklóricas del centro y sur de Chile en sus primeros discos, en su último disco Audiovisión recupera la percusión y el coro de la música andina del Andes. Más que adornos, tales sonidos dejan de ser el polvo y la ruina arqueológica para recuperar su filo y función de armas. El crecimiento de los redobles y los golpes de bombo en la canción Alfabeto sugiere sinestésicamente la posibilidad de una ascensión, ya no en espíritu solamente, sino también en cuerpo.
Puedo equivocarme, por cierto, pero creo que ya en la letra de dicha canción “Te digo ir, / vamos a atravesar /y descubrir haciendo aparecer /Esta noche está, /donde tendría que /Vamos a aparecer, /y de nuevo repetir.” aparece, se devela por un momento la repetición que cruza la noche de los tiempos para un despertar colectivo. Una poética que se granjee lo tenuemente disipado y cubierto por la sombra, puede recuperar para sí la historia, los fragmentos transculturados y hacerlos florecer. Pero para ello, en el caso de Gepe y otros, su música debiera dejar los museos, el vino y el queso, los salones adinerados y los anestesiados escuchas de la clase dominante.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario