Descreo de la sensiblería como podría hacerlo respecto de la literatura misma, más allá de su vitalidad, saludablemente alejada de una posición objetiva. Pero he de reconocer que luego de la lectura de Los Pichiciegos de Rodolfo Fogwill, algo parecido a la emoción o cómo se desmarca la imagen saliéndose de lo convencional y controlado, frustró una posible lectura distanciada.
Conocí de pequeño a numerosos jóvenes (por esa época) que habían sido soldados de Malvinas en la Mendoza de los años ochenta, y no fue necesario ver películas de guerra para entender que lo que sus ojos secos reflejaban no había sido un simulacro. Las historias que contaba mi madre sobre los gurkas y la suma de soldados no ingleses que pelearon esa guerra, además de los subterráneos políticos y económicos que motivaron tal inútil sacrificio.
Aunque a primera vista inútiles, mis vivencias, más que conducirme a la lectura de la novela, fueron distanciándome de ella, venturosamente, quizás, para que me encontrara con ella ahora. Pienso desde este punto la invalidez de los rescates, sobre todo atendiendo al hecho próximo de la muerte de Fogwill. Además, el silenciamiento –si así puede llamársele- de la novela, más que una constante acrítica de los estados que nos cupo en gracia habitar, es un efecto obvio de la incapacidad de recepcionar un discurso de la complejidad de Los Pichiciegos, de buenas a primeras.
La asociación de marginales, eco de Caterva y Los siete locos, probablemente también de el Museo de la novela de la eterna, sumado a la vida subterránea y la comparación con ese animalito llamado quirquincho o pichiciego, así como la inclusión de una pequeña realeza (pichi) con resabios paródicos a una utopía infraterrestre, donde la aspiración del ideal se hunde en las excrecencias y en el máximo peso de la materia, configuran una narración episódica, que simula los géneros referenciales, el testimonio – en el caso de Chile: Tejas Verdes-. Pero no son estas, solamente, sino la totalidad de posibilidades interpretativas -entre la que se proyecta una alegoría de la vuelta a la democracia, anulados los referentes y vaciados los relatos- las que exponen esta novela desde su gozosa complejidad.
En el último caso, la noción de colectivo que manejan los “pichis”, así como describe la forma de subsistencia en tiempos de guerra, pareciera visualizar la diáspora intelectual o la fragmentación de la vida colectiva previa al Golpe de Estado. La economía de subsistencia, el soplonaje y la vida oculta, casi de ratas, deshumaniza (vacía el ideal ilustrado) la vida, superviviéndola. En este sentido, la pérdida de un relato común, representado en las historias y películas que cuentan el judío Acevedo y otros – de un modo similar a Fahrenheit 451 de Bradbury- ilumina el horizonte negro que advendrá bajo los gobiernos democráticos de Argentina y toda América. La duda sobre las matanzas de la dictadura, sobre la información oficial, no es más que la pérdida de un sentido de verdad o referente social: la individuación y la brutal guerra contra el que está al lado. Así, el rigor de los “Reyes”, iletrados pero cautos, si bien parece respaldado por la situación de urgencia, será la forma de obtener riquezas de las próximas generaciones, en especial, el comerciante o empresario, quien maneja materias, seres y bienes que no son suyos, abarata costos y genera plusvalías, sosteniendo un imperio de inequidad.
Otro aspecto notable es la difusa aparición de una grabadora y de unas notas, que serían los fundamentos de la narración, digamos, su ancla a la realidad. Propia del indiscernible límite entre realidad y ficción que proponen las narrativas contemporáneas, la presencia del sicólogo y la alternada profusión de imágenes de tierra -de un tiempo posterior al punto de hablada de los relatos, es decir, de los discursos y voces de los pichiciegos-, desestabiliza el puro juego de la ficción narrativa, para volver al lector a una postura ética. ¿Acaso estamos conscientes que en Argentina hubo una guerra sanguinaria en la que se probaron sistemas de exterminio? De seguro, no.
Quizás otro aspecto residual sea el de los suicidios y cómo esos jóvenes rechazaron la vida a la que fueron conducidos por los altos mandos. En primera instancia alejada de la literatura, esta consideración representa a la perfección la escena final, en la que un pichiciego decide guiarse por el humo de su cigarrillo hacia el norte, hacia el pueblo, para entregarse. Asimismo, la ausencia o negación del protagonismo, diseñado por una multiplicidad de experiencias, esboza de modo tenue la destrucción de esa utopía nacional, propia del siglo diecinueve, que se descascara hasta los holocaustos nacionales de la guerra. La destrucción del cuerpo por la materia muerta y fría de la isla, simboliza las condiciones de la contemporaneidad en las sociedades americanas. El recuerdo del barrio, los apodos y el valor que tenía ser parte de tal o cual familia acaba vaciándose hasta anular el propio nombre de cada individuo. Animalizados en las condiciones subterráneas de la muerte, los personajes de ese inframundo ascienden a una realidad que no dista de las representaciones infernales, en las que cada individuo debe enfrentarse a su historia y a la actualización de su castigo. No hay pecado, es cierto, pues esa ausencia de sentido es llenada desde sus vivencias. La imposibilidad del futuro, como esboza Mishima en Caballos Desbocados, aunque lastre de los hombres maduros, es la confianza en reconstruir un pasado. Al cabo, la reflexión que plantean los jóvenes al discutir sobre el nombre “pichiciego” es la forma que asume su vitalidad enclaustrada para reconstruir los vínculos con sus pares.
Siento esa emoción que enunciara al comienzo, ya que intuyo que nos pasa de un modo similar y es esa destrucción de la adolescencia y el colectivo, lo que nos lleva a recordar activamente, no sin cierta nostalgia, los valores de un barrio destruido. No ese barrio común al que vuelven los compañeros durante una noche de copas, sino el que construye la ficción para evadir el encierro y la condena del yo, esa narrativa que nos atrapa en la literatura y los hogares, impidiéndonos salir. Recuerdo lo inútil que es recordar a esos niños que pelearon, borrando su lugar en el mundo, aunque creo que toda escritura debiese considerar esa violencia inicial. Escribir la salida a una realidad ajena e incomprensible, ruina de una idea que nunca logro construirse.
Conocí de pequeño a numerosos jóvenes (por esa época) que habían sido soldados de Malvinas en la Mendoza de los años ochenta, y no fue necesario ver películas de guerra para entender que lo que sus ojos secos reflejaban no había sido un simulacro. Las historias que contaba mi madre sobre los gurkas y la suma de soldados no ingleses que pelearon esa guerra, además de los subterráneos políticos y económicos que motivaron tal inútil sacrificio.
Aunque a primera vista inútiles, mis vivencias, más que conducirme a la lectura de la novela, fueron distanciándome de ella, venturosamente, quizás, para que me encontrara con ella ahora. Pienso desde este punto la invalidez de los rescates, sobre todo atendiendo al hecho próximo de la muerte de Fogwill. Además, el silenciamiento –si así puede llamársele- de la novela, más que una constante acrítica de los estados que nos cupo en gracia habitar, es un efecto obvio de la incapacidad de recepcionar un discurso de la complejidad de Los Pichiciegos, de buenas a primeras.
La asociación de marginales, eco de Caterva y Los siete locos, probablemente también de el Museo de la novela de la eterna, sumado a la vida subterránea y la comparación con ese animalito llamado quirquincho o pichiciego, así como la inclusión de una pequeña realeza (pichi) con resabios paródicos a una utopía infraterrestre, donde la aspiración del ideal se hunde en las excrecencias y en el máximo peso de la materia, configuran una narración episódica, que simula los géneros referenciales, el testimonio – en el caso de Chile: Tejas Verdes-. Pero no son estas, solamente, sino la totalidad de posibilidades interpretativas -entre la que se proyecta una alegoría de la vuelta a la democracia, anulados los referentes y vaciados los relatos- las que exponen esta novela desde su gozosa complejidad.
En el último caso, la noción de colectivo que manejan los “pichis”, así como describe la forma de subsistencia en tiempos de guerra, pareciera visualizar la diáspora intelectual o la fragmentación de la vida colectiva previa al Golpe de Estado. La economía de subsistencia, el soplonaje y la vida oculta, casi de ratas, deshumaniza (vacía el ideal ilustrado) la vida, superviviéndola. En este sentido, la pérdida de un relato común, representado en las historias y películas que cuentan el judío Acevedo y otros – de un modo similar a Fahrenheit 451 de Bradbury- ilumina el horizonte negro que advendrá bajo los gobiernos democráticos de Argentina y toda América. La duda sobre las matanzas de la dictadura, sobre la información oficial, no es más que la pérdida de un sentido de verdad o referente social: la individuación y la brutal guerra contra el que está al lado. Así, el rigor de los “Reyes”, iletrados pero cautos, si bien parece respaldado por la situación de urgencia, será la forma de obtener riquezas de las próximas generaciones, en especial, el comerciante o empresario, quien maneja materias, seres y bienes que no son suyos, abarata costos y genera plusvalías, sosteniendo un imperio de inequidad.
Otro aspecto notable es la difusa aparición de una grabadora y de unas notas, que serían los fundamentos de la narración, digamos, su ancla a la realidad. Propia del indiscernible límite entre realidad y ficción que proponen las narrativas contemporáneas, la presencia del sicólogo y la alternada profusión de imágenes de tierra -de un tiempo posterior al punto de hablada de los relatos, es decir, de los discursos y voces de los pichiciegos-, desestabiliza el puro juego de la ficción narrativa, para volver al lector a una postura ética. ¿Acaso estamos conscientes que en Argentina hubo una guerra sanguinaria en la que se probaron sistemas de exterminio? De seguro, no.
Quizás otro aspecto residual sea el de los suicidios y cómo esos jóvenes rechazaron la vida a la que fueron conducidos por los altos mandos. En primera instancia alejada de la literatura, esta consideración representa a la perfección la escena final, en la que un pichiciego decide guiarse por el humo de su cigarrillo hacia el norte, hacia el pueblo, para entregarse. Asimismo, la ausencia o negación del protagonismo, diseñado por una multiplicidad de experiencias, esboza de modo tenue la destrucción de esa utopía nacional, propia del siglo diecinueve, que se descascara hasta los holocaustos nacionales de la guerra. La destrucción del cuerpo por la materia muerta y fría de la isla, simboliza las condiciones de la contemporaneidad en las sociedades americanas. El recuerdo del barrio, los apodos y el valor que tenía ser parte de tal o cual familia acaba vaciándose hasta anular el propio nombre de cada individuo. Animalizados en las condiciones subterráneas de la muerte, los personajes de ese inframundo ascienden a una realidad que no dista de las representaciones infernales, en las que cada individuo debe enfrentarse a su historia y a la actualización de su castigo. No hay pecado, es cierto, pues esa ausencia de sentido es llenada desde sus vivencias. La imposibilidad del futuro, como esboza Mishima en Caballos Desbocados, aunque lastre de los hombres maduros, es la confianza en reconstruir un pasado. Al cabo, la reflexión que plantean los jóvenes al discutir sobre el nombre “pichiciego” es la forma que asume su vitalidad enclaustrada para reconstruir los vínculos con sus pares.
Siento esa emoción que enunciara al comienzo, ya que intuyo que nos pasa de un modo similar y es esa destrucción de la adolescencia y el colectivo, lo que nos lleva a recordar activamente, no sin cierta nostalgia, los valores de un barrio destruido. No ese barrio común al que vuelven los compañeros durante una noche de copas, sino el que construye la ficción para evadir el encierro y la condena del yo, esa narrativa que nos atrapa en la literatura y los hogares, impidiéndonos salir. Recuerdo lo inútil que es recordar a esos niños que pelearon, borrando su lugar en el mundo, aunque creo que toda escritura debiese considerar esa violencia inicial. Escribir la salida a una realidad ajena e incomprensible, ruina de una idea que nunca logro construirse.
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