Oh, tú, que volteas la rueda del timón y miras a barlovento,
Acuérdate de Flebas, que una vez fue bello y robusto como tú.
T.S.Elliot.
Pocas sorpresas caben al espíritu ávido y gentil, como las que reserva la semejanza; aquella relación inmaterial que describiera San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo como ejercicio del amor y, que en mi caso particular, motiva esta tímida apostilla. Aun así, la semejanza no es sino umbral, pórtico de silentes revelaciones. Todo se enciende gracias a las palabras del señor Carraway, luego de la muerte de Gatsby (en El Gran Gatsby), mirando East Egg: Y mientras la luna iba ascendiendo, las triviales casas se desvanecieron, hasta que, gradualmente, percibí la vieja isla que antaño floreciera para las pupilas de los marinos holandeses; un fresco y lozano pecho del nuevo mundo. El tiempo es un río, decía el oscuro Heráclito, mas un río de sueñera y barro fementido hasta la plata que denominó a aquél virreinato con el nombre de Argentina. No son los países sino la patria, el ámbito que trata Haroldo Conti en su novela Sudeste. Y más que un espacio es un advenir de la muerte, o ese salado ponto de esquifes y carabelas, la aciaga condición de la historia en el delta de los ríos. El Boga, siendo pez de barro, movimiento y errático viajero del delta platense no es protagonista ni menos agonista del secreto mecanismo que lleva Las olas (Virginia Woolf). Nadie es agente de los juegos del Sudeste y las inundaciones que produce este aliento sobre el limo. Sólo el agua en sus diversos sentidos es presencia: ya el barco se reconstruye en su bogar. Tal es el mundo abierto a lo convencionalmente mentado como genésico, a la renuncia de lo urbano y a una narración que disuelta en el río, supera los rostros de Proteo, para nadar en el barro sub specie aeternitatis. Por eso, aunque esta novela duerma aún en los anaqueles del bibliófilo amigo del desprecio y la rebaja, sólo escapa al tiempo aquello que nunca fue suyo.
Boga el pez crístico por el plata, Boga el ojo de Isis en la pretérita cruz Ankh buscando la unión del cuerpo mutilado de Osiris, y espera un anclado Aleluya que pueda ese pez de la promesa y la restitución, volverlo barco en las aguas indivisas del dulce y el salado. Es la necesidad de El Astillero y la helénica técnica del marino avezado, lo olvidado en la vida dulce del río. Lejos del lenocinio de Juntacadáveres, el teatro de Santa María y el Rosario que nadie sabe rezar y, que por ende, no comunica, el río quebrado en la muerte busca salir al océano, al olvido, para encontrar la lengua en que la promesa de una historia suspendida en el barro, pueda ser dicha. Y es el barco Aleluya, la pira húmeda que quiere encender el Boga con sus grandes ojos de pez moribundo desmesuradamente abiertos. Es el juicio de la mirada a un tiempo que no permite saber los rostros que pasan, los fracasos, la bestialidad de Los siete locos y Los lanzallamas y los Monstruos, esos híbridos que aún guardan una esperanza en el silencio, en el vaivén de las cosas que parecen volver o llegar por vez primera, mientras el joven parado al lado del río, imagina mitologías de cuchillos y cartas, de revoluciones espirituales y megalomanías (Arlt), de un pueblo que dé cuenta de ese tiempo inexistente (Onetti), y de ese hiato que existe en los puertos, entre la gente que llega y se va: el barro del que no salen más que endriagos, o seres puros que se ven conducidos al exterminio anfibio, al exilio de lo inconcluso.
Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado, hacia el suicidio de Remo Erdosain, las versiones de la muerte de Larsen o Juntacadáveres, el encuentro de Borges anciano con Borges joven al lado del río y la muerte del Boga al ser arrastrado a un asalto de piratas en el delta. Así, descubrir que la fundación no ha sido hecha, y que aún está en curso buscando su lengua entre el mar y la arena, muestra la sospecha, pues como Onetti tradujera en El Astillero ...Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío... La sospecha de una espera irrenunciable, a la que los hombres, las escrituras y las voluntades acometen melancólicas, intentando descifrar qué fue lo borrado, cómo reunir esas astillas y cuándo lograremos construir aquél Aleluya, que permita subir el río del tiempo hacia el espejo del futuro, donde habita la magia del que nos sueña eternamente en la novedad, y la poesía fundacional del exilio marino, en el cementerio larvario de los mudos nombres que nos hacen aparecer como fantasmas sobre las cosas recordadas y vueltas al corazón: sangre vuelta horchata y no escritura en la blanca página de nuestros muertos.
Acuérdate de Flebas, que una vez fue bello y robusto como tú.
T.S.Elliot.
Pocas sorpresas caben al espíritu ávido y gentil, como las que reserva la semejanza; aquella relación inmaterial que describiera San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo como ejercicio del amor y, que en mi caso particular, motiva esta tímida apostilla. Aun así, la semejanza no es sino umbral, pórtico de silentes revelaciones. Todo se enciende gracias a las palabras del señor Carraway, luego de la muerte de Gatsby (en El Gran Gatsby), mirando East Egg: Y mientras la luna iba ascendiendo, las triviales casas se desvanecieron, hasta que, gradualmente, percibí la vieja isla que antaño floreciera para las pupilas de los marinos holandeses; un fresco y lozano pecho del nuevo mundo. El tiempo es un río, decía el oscuro Heráclito, mas un río de sueñera y barro fementido hasta la plata que denominó a aquél virreinato con el nombre de Argentina. No son los países sino la patria, el ámbito que trata Haroldo Conti en su novela Sudeste. Y más que un espacio es un advenir de la muerte, o ese salado ponto de esquifes y carabelas, la aciaga condición de la historia en el delta de los ríos. El Boga, siendo pez de barro, movimiento y errático viajero del delta platense no es protagonista ni menos agonista del secreto mecanismo que lleva Las olas (Virginia Woolf). Nadie es agente de los juegos del Sudeste y las inundaciones que produce este aliento sobre el limo. Sólo el agua en sus diversos sentidos es presencia: ya el barco se reconstruye en su bogar. Tal es el mundo abierto a lo convencionalmente mentado como genésico, a la renuncia de lo urbano y a una narración que disuelta en el río, supera los rostros de Proteo, para nadar en el barro sub specie aeternitatis. Por eso, aunque esta novela duerma aún en los anaqueles del bibliófilo amigo del desprecio y la rebaja, sólo escapa al tiempo aquello que nunca fue suyo.
Boga el pez crístico por el plata, Boga el ojo de Isis en la pretérita cruz Ankh buscando la unión del cuerpo mutilado de Osiris, y espera un anclado Aleluya que pueda ese pez de la promesa y la restitución, volverlo barco en las aguas indivisas del dulce y el salado. Es la necesidad de El Astillero y la helénica técnica del marino avezado, lo olvidado en la vida dulce del río. Lejos del lenocinio de Juntacadáveres, el teatro de Santa María y el Rosario que nadie sabe rezar y, que por ende, no comunica, el río quebrado en la muerte busca salir al océano, al olvido, para encontrar la lengua en que la promesa de una historia suspendida en el barro, pueda ser dicha. Y es el barco Aleluya, la pira húmeda que quiere encender el Boga con sus grandes ojos de pez moribundo desmesuradamente abiertos. Es el juicio de la mirada a un tiempo que no permite saber los rostros que pasan, los fracasos, la bestialidad de Los siete locos y Los lanzallamas y los Monstruos, esos híbridos que aún guardan una esperanza en el silencio, en el vaivén de las cosas que parecen volver o llegar por vez primera, mientras el joven parado al lado del río, imagina mitologías de cuchillos y cartas, de revoluciones espirituales y megalomanías (Arlt), de un pueblo que dé cuenta de ese tiempo inexistente (Onetti), y de ese hiato que existe en los puertos, entre la gente que llega y se va: el barro del que no salen más que endriagos, o seres puros que se ven conducidos al exterminio anfibio, al exilio de lo inconcluso.
Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado, hacia el suicidio de Remo Erdosain, las versiones de la muerte de Larsen o Juntacadáveres, el encuentro de Borges anciano con Borges joven al lado del río y la muerte del Boga al ser arrastrado a un asalto de piratas en el delta. Así, descubrir que la fundación no ha sido hecha, y que aún está en curso buscando su lengua entre el mar y la arena, muestra la sospecha, pues como Onetti tradujera en El Astillero ...Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío... La sospecha de una espera irrenunciable, a la que los hombres, las escrituras y las voluntades acometen melancólicas, intentando descifrar qué fue lo borrado, cómo reunir esas astillas y cuándo lograremos construir aquél Aleluya, que permita subir el río del tiempo hacia el espejo del futuro, donde habita la magia del que nos sueña eternamente en la novedad, y la poesía fundacional del exilio marino, en el cementerio larvario de los mudos nombres que nos hacen aparecer como fantasmas sobre las cosas recordadas y vueltas al corazón: sangre vuelta horchata y no escritura en la blanca página de nuestros muertos.
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