sábado, septiembre 15, 2007

Dreamtigers.



Han pasado ya unos días de la muerte del gato de Carolina Melys. Por desgracia no lo alcancé a conocer, mas por la palabra, según aquella antigua vía, como el romano diría (ad plures ire), el morir es siempre un ir más allá. Hoy nacieron tres pequeñas crías de la gata que, confundida por la beodez de la noche con el color gris de mi gato recientemente muerto (Elmo), hace un año había recogido en la calle. Nada nuevo hay en la muerte, y menos aun en la vida. Pareciera sólo ser una forma, supresión de ese signo en que se transforma el cuerpo al perder su materia, sin decir ni indicar hacia dónde se dirige.

Si lenguaje o marca, ¿por qué gato fuera? Ingrávidos y aéreos, libérrimos, casquivanos y pendencieros. Como pequeños compadritos saben mejor aquel morir, aquel que nosotros, ignorantes del tejado y las alturas, soportamos postergando, cubriendo y haciendo moda de lo no visto, y de lo visto a no más ver. Ceguera. El gato, por el contrario, recibe la luz de modo más prudente. De noche y día, su pupila ábrese o ciérrase, haciendo(se) ese mundo que Novalis reclamaba, que San Juan comprendía dolorosamente, más allá. Siempre por venir.

Otro caso relevante es el que le ocurrió a Roberto Suazo y su gato Chucho. Aquel grande felino, menos rudimentario que veraz, parecido al tigre por folgar extremamente en todo aposento, desapareció un día en su reinado, un día cualquiera, como si Artus, Cristo o profeta-dios precolombino, estuviera siendo en ese mundo que es el patio. Partió, mas en ese partir mi amigo entretejió una noble fábula transmarina, de cartas y viajes al París dadaísta y la Europa, aquella deidad marina que los orientales gatos deciden ignorar por vacua suficiencia. Ahora bien, lo notable en esta historia, no es el interés de preservar a un muerto en viajes, o en perpetua enrancia, sino la forma que asume la muerte en un pueblo, una historia, o algo parecido a esos conceptos, a saber, un hombre. Las historias vuelven como el agua y el mesianismo no es la excepción. Un juicio en que las almas pías y justas se reencuentren más allá del imperio material, es equivalente a creer en la patética (dolorosa) teoría que versa en la limitación de las almas, pues aquello que es eterno no puede ser nuevo sino inmutable e infragmentable. En ese sentido creemos conocer lo desconocido, amar lo no experienciado y descubrir en los otros, señales de quienes se han ido.

Walter Benjamin, en otro contexto, habló alguna vez que Robespierre pensaba estar (re)haciendo la historia romana en la Revolución. Para Benjamin, esa conciencia de ser el otro, era la llave para dar el salto de tigre, el acto revolucionario que cortaría el continuum de la historia, haciéndonos partícipes simultáneos del orden del cosmos y del tiempo. Así, vernos conectados con algo que sin ser un yo, simula serlo, pareciera conducir a una revisión mayor de las apercepciones de la muerte (mayoritariamente literarias), a un reconocimiento, una anamnesis de nuestra propia repetición, intuitiva o motivada por oscuros númenes, como si leyéramos, encontrando paralelismos, iteraciones, marcas del sentido en algo que no tiene Autor visible.

Hermenéuticas o mecanismos de interacción con lo creado, simulacros, ficciones de nosotros mismos somos. Conferimos características tendenciosas a los simples animales. Recuerdo que en algún texto de Henri Corbin o de René Guenón, se hablaba de los animales como manifestación de un mundo intermedio, un lenguaje en que Dios se manifiesta a los humanos, un alfabeto donado a los hombres para leer el mundo y leerse a ellos mismos. El gato como un ángel.

A raíz de esto, alguna vez creí ver el imposible rostro de Dios en la luctuosa simetría de los gatos. Mas si ellos, sólo como un lenguaje son espirituales por y para la inteligibilidad divina, ¿no es acaso nuestra nominación la que los libera, los hace ser? Baudelaire los halló entre los amantes fervientes y los sabios austeros. Borges veía en ellos al tigre. Lovecraft extrañó sus suaves pisadas por la grama del jardín. Por mi parte, siento que todos los gatos han de ser un solo gato, como el lenguaje, con sus variantes escriturales. Lejanos a la traducción y al significado, su pelaje urde el miedo, la fascinación por el luto y el instante fatal. Instruidos en el secreto ministerio del buen morir, los gatos están en el mundo como la ley de los advientos, el fin de las búsquedas: lo que vuelve transmarino como Ulises.

Ayer mientras caminaba por la calle, descubrí a mi lado al padre de mis dos gatos corriendo ya viejo y cansado, luego de haber descansado y escondídose de sus amos y antiguas juntas. Enjuto, siendo un mísero remedo de su juventud viril y triunfante, del almizcle en que enjugaba sus cabellos, lo vi pasar y sentí un poco de lástima, pensé en los ancianos y en la historia. También pensé en las cosas que se mantenían repitiéndose en nuestro mundo. Lo sentí parte de una familia de gatos, de una tradición. Vi en él su pasado, los leones, los diente de sable: vi al primer felino muriendo y comprendí su cuerpo. Comprendí cómo debía hacerse fiel a los gusanos, y descubrí que su forma de vivo era la correspondiente para morir, era su lugar. En ese punto de mis reflexiones, desapareció.

Creo que he seguido descubriendo gatos en otros gatos, -pensaba- he seguido viendo al gato Elmo, y Roberto esperará a su gato Chucho como a Arturo, pues el gato es la promesa de lo violentamente otro que se cierne sobre nuestras vidas como un problema irresoluto. Vuelven los gatos pues no podemos hacernos cargo de ese más allá, esa alteración, volverse otro. Cuando volvía de mi paseo, conforme por lo meditado, miré hacia el estacionamiento de un restaurante que queda cerca de mi casa, y con demoníaco espanto, vi a aquel gato blanco, patriarca regio de una casta de gatos blancos y amarillos de ojos grises, siendo despedazado brutalmente por un perro guardián. Y fue ese el momento en que comprendí cuán intensas son las vidas que se desvanecen voluntariamente. Lo bello es aquello que pasa. Y él, habiendo vivido una existencia en querella con los perros, como un antiguo guerrero, ofrecía su cuerpo vencido para ser otra vida en lo triunfante. Creo que en este sencillo ejemplo está cifrada la experiencia del mundo.

Misteriosamente, su hijo más excelso, después de haber vomitado un par de días, abatido y apagado, fue llevado hoy por mi madre y hermana al veterinario. Antes de que pudieran siquiera hacerlo entrar a la consulta, rebanó un dedo de mi hermana y rasguñó el cuello de mi madre. Escapó.

Sé que volverá, como Ulises, la Muerte y la palabra verdadera.

2 comentarios:

David Villagrán Ruz dijo...

porque te grutiaste? gruterio!

Anónimo dijo...

ñoño