miércoles, julio 30, 2008

El hacer de un poeta en su poética. Sobre Higiene de Ernesto González Barnert




Es conocido por todos que la madera es materia, al menos, etimológicamente. No es menor dicho alcance preliminar, sobre la sustancia que se hace pasta (de escritor) o celulosa para, curiosamente, terminar siendo página u hoja. Entonces, abrir un libro podría ser un símil de la lectura, digamos, pensando en la circular escritura que dibuja el tiempo en el tallo de un árbol. También la nervadura, nudo en su textura, texto apretado y conciso, lacónico aunque antiguo. Así lo son de modo similar los quipus y los ideogramas, escrituras en nudos, en textos aún cerrados.

Pienso en las relaciones de analogía y abro el libro de Ernesto González, libro que, creyendo conocer, inspecciono buscando una marca en los márgenes, que para disgusto de las ideologías de moda, sólo es el borde de una página aún en blanco. Desde esta imagen, esta pérdida que significa no haber escrito en esos márgenes, quiero pensar.

Hay una latencia peligrosa en Higiene, una voluntad de reseñar lo leído y aquello fuerte en la propia mano, la templanza al escribir, el arte. También hay desapego, búsqueda y conjura, mas dichas características, formadoras de un hacer particular, se ven subordinadas a la lectura. Excéntrico en los tiempos que corren, Higiene es un proyecto de lectura, un compendio de la teratología literaria que devino pátina en los ojos que ven desaparecer un poema. Esto, pues con una fingida rebeldía secular, Higiene presenta la acechanza de una escritura nueva, un estilo, un punzón que habrá de rebanar y seccionar el cuerpo de la gran poesía chilena (en minúscula), dejando indemne el pilar del corazón Occidental. Ante tal gesto, peligroso, como mencioné anteriormente, pueden haber muchos reparos, pero asumir el riesgo de la tradición, creo, es el errático modo en que el castellano latinoamericano se ha hecho un lugar en ella.

Ahora bien, ese poema, tal escritura, no existe. Higiene es el instante previo a la formación de un nuevo canon, una operación que, como sugiere el segundo apartado del libro, va a los riñones, impidiendo a la nerudiana manera, la limpieza y lo puro. Hay una cerrazón en dicha ansia, pues los poemas que buscan el poema, la escritura libertadora de la asfixia epocal de infancia, tragedia menor y emblemática nacional, son, en el fondo, poéticas que configuran dicha escritura. Contradicción también en ese instante previo, ese juicio en que debe limpiarse el cuerpo para escribir u operar. “Cava con el lápiz./ No punces un corazón en el árbol” (P.29) Así, el cuerpo es un árbol, figura simbólica que une el cielo y la tierra, cobijó la iluminación del Buda, fue imagen de la creación para judíos, nórdicos y mayas, y que marca una clara línea de integración a la tradición occidental.

El gran Walt Whitman canta al hombre de la superficie, a quien llora y trabaja, a quien se prostituye y a la extensión de la pampa, mas también oscura su canto al sumergirlo en la profundidad de las raíces, las umbrías causas que han hecho su tono y la gradación de su mirada. Abraza las literaturas de Occidente y Oriente, habla con total naturalidad del velo de Maya y la Biblia, así como del negro que huye, los confines del mundo y los clásicos. Su arte es del pueblo, mas no es popular, pues la historia ha borrado en dicho pueblo el oído para las canciones totales, ha quebrado la dignidad de la gente y su sabiduría en cultismo y arte menor. Ante tal engaño, Whitman devuelve a América la facultad de amar la tierra como lo hicieron los antiguos, hijos todos de Adán, multiplicados en raíces conectadas por el agua: son los muertos los que hacen crecer la hierba que pisamos en la libertad de este nuevo continente. Ruben Darío lo reconoce en el prólogo a Prosas Profanas, y Ezra Pound desnuda el artificio, esa operación que nada tiene que ver con el misterio más que la creación, en su poema Pact. Como Virgilio o Dante, como Novalis o Milton, Pound reconoce en Whitman a un padre, y al contrario que los rebeldes hijos, asume su conocimiento, su ciencia en la figura de la savia. Ha olvidado voluntariamente el sujeto su sujeción, el cuerpo vestido de otro cuerpo, la moda, el vestido, para mostrar la inexistente desnudez, la vertiginosa caída de una caja china en otra (valga la mención de sus orientales escrituras). Se ha dicho el sujeto otro, se ha dicho otro, para hacer amistad desde una fortaleza (una escritura fuerte, según Harold Bloom), mencionando la labor del hombre que taló un horizonte de árboles para ver limpia la llanura. Es ese gesto el espectáculo de recordar (como Fitzgerald en el Gran Gatsby) cómo pobló el europeo América, no para destruirla, sino para acallar el hambre de familias exiliadas: se desnuda el cuerpo de América para cubrirlo con la hierba de los muertos, el rubio cabello del cereal, el alimento de una nación fuerte y democrática. Es en ese árbol, la gran sequoia que van a visitar los personajes de Vértigo y que luego verán los amantes de Doce Monos en el cine, el símbolo y la materia en la que está inscrita la historia de América como una resistencia a Europa, a sus múltiples centrismos y su control. Sin literaturas menores, Neruda, años después, recordaría en Que despierte el leñador el largo viaje de la palabra a través de los mares y las muertes. Es también la figura del Bautista y la de Abe Lincoln, la que se posesiona como el formador de un nuevo mundo, un modelador revolucionario, un leñador de tanta madera emblemática, para dejar libre el paso al mesiánico hombre, las grandes multitudes que gobernarán con la tierra, y no a ella. Neruda recuerda lo escritores norteamericanos, sabiendo que en ellos está Inglaterra y Gran Bretaña, la potestad sobre un mito y una cultura insular que devino ínsula gracias a la épica, la sangre y la espada. Se repite la muerte para consolidar un decir, y qué injusto es llamar extranjero a quien ha cargado sus muertos para hacerlos compartir la tierra con los nuestros. De esto ya hablaba Borges en los cincuenta, cuando creía ver en América una libertad tal para corregir e imaginar los hiatos que la ignorancia, el olvido y el tiempo habían dejado en el canon.

Es significativo que Ernesto González tome este motivo o figura dialéctica. “Cava con el lápiz” (P.29), propone, y conjetura “Expone el lápiz como la raíz del narciso/ y lo que excavas/ una cabeza cortada/ atravesada por versos” (P.29), mientras ese tallado del que hablaba Pound no cambia. Variados intentos de romper ese arte han existido y ninguno más fructífero que el silencio. T.S.Eliot creía que la crítica debía ser ese acto de lectura que permitiera abolir el imperio de la novedad, dando cuenta de cómo la literatura se mira y valida a sí misma. Como Northrop Frye propone al pensar en el Nuevo y Antiguo Testamento, la validez de un canon trabaja en torno a la diferencia, pero a una diferencia que a veces pareciera ser figural, o en términos sencillos, avalada por un estado previo que estaría contenido en el posterior. Así, la historia de la salvación, sería el análisis de las metempsicosis en que el espíritu ha ido tomando forma: la validez de los Testamentos es especular, hay que mirar en uno para validar el otro. Ernesto González quiere ir más allá, pues sin esa retórica del Ready Made o del Montaje, propia de vanguardias con fines distintos que las latinoamericanas, insiste en trabajar, ya no con la madera, sino con la viruta, el aserrín, las astillas. “Nada es astilla” (P.51), pues el papel, la hoja en blanco, está hecha de esa materia, la misma del monumento y lo sagrado, misma materia de la lanza y la flauta. Todo puede volver a ser usado, y es en esa afirmación que Higiene plantea un reciclaje canónico, y bien podría decirse que todo acto de lectura o palimpsesto es reciclaje, mas no en este caso. Higiene no tiene carne de estatua, no busca el monumento, no anhela construir un artefacto, una escultura. Curiosamente, el gesto repetido dice una posposición de esa materia en la que pueda volver a tallarse. Sin maestros ni materias primas, el uso de lo ya no leído (por no ser exótico, dígase cualquiera de las múltiples y democráticas fuentes de las que bebe el libro) politiza esta poética de los elementos reciclables, este espacio en que el nuevo poema chileno pueda hacerse. Libre de la coyuntura institucionalizada y cercano al civil oficio de la lectura, Higiene sufre de la asfixia propia de un momento aporético, en el que la crítica literaria y los actores del medio poético, son incapaces de dar cuenta de fenómenos diferentes. Es por esto que Higiene es un libro político, democrático, que busca abrir los legañosos ojos críticos, a otras escrituras que existen y que, sin ser acalladas, no pueden ser pensadas hoy en día. “Envejecí a costa de los míos- rama que da justo / sobre la ventana, / tapa la luz-./ Injerto que reventó de lleno/ sin fronda.” (P.16). Sin boato ni adorno, como el quipu de un Inca, la poesía que despliega Higiene, abisma la situación actual del poema. Ver el árbol sin hojas, en su condición desnuda, antes de ser talado. “Dicto: tala” (P.16). Así, ese árbol enfermo, que muestra los pocos hilos conductores, los últimos brotes, es la condición del poema en estos días. Ver esa luz que enceguece y no es divina, que asfixia por el peso que sólo algunas poéticas tienen hoy en día, es el reclamo político que establece Higiene, no como una limpieza de un ámbito sucio, sino como la limpieza de aquello excesivamente limpio. Es dejar que vuelvan a entrar los extranjeros por la vista, que pueblen lo que nunca ha sido de nadie, y descubrir, como Whitman, que quizás ese extranjero sea yo, o el negro sentado a la mesa, esperando ser aceptado, no como el mejor, sino como aquello que es, una voluntad, un trabajo, y a final de cuentas, amor. Aquello que lucha contra la muerte.

Higiene
no es un libro de poemas, es un libro de poéticas materiales para el futuro. Como Vacío Perfecto de Stanislaw Lem, es un libro de imposibilidades. Un horizonte de aperturas cifrado en el silencioso acto de la lectura. Y es que la lectura es una actividad bastante desfavorecida hoy en día, para que un joven se dedique a ella. Del mismo modo, si bien Higiene es un libro inicial, un prólogo crítico o una poética al poema futuro, su existencia es de un valor aún inestimable. Desde la serenidad que otorga la ignorancia, juzgo imposible no admirar el valor de Higiene para una juventud que escribe poemas, así también para aquellos que ya lo hacen y con éxito. Describir este oficio desde la frustración y la necesidad de entrar en esa savia que Whitman refieriera, esa gran Tradición Occidental, me parece cercano a las últimas palabras del Ariél de Rodó: “Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador”. Una invitación a la soledad y a detenerse, a quedarse en esas hojas que ha tirado el otoño y ver la semilla, la misma que nos hizo y hará estornudar en primavera, la que nos cubre en verano y extrañamos en invierno. Es concederle la dignidad de ser en el tiempo. Es asumir que un árbol no es una cruz, sino una infinidad de ellas.

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