martes, septiembre 23, 2008

Dos proyectos de prólogo a obras inexistentes






I

Desde pequeño practiqué la devoción por el cabello largo. Si bien la admiración que generaba en mí su color, textura y aroma era variado según el tipo de pelo que me tocara contemplar, debo admitir que el largo y descuidado cabello de los rocanroleros, específicamente de los practicantes del más umbrío metal era mi favorito. Recuerdo que entonces no me fijaba tanto en las ropas y el calzado, sino en la majestuosa caída de esas hebras que en suficientes oportunidades aparecían trenzadas, como los chalecos que tejiera metódicamente mi abuela viendo la televisión cerca de la estufa. Años después descubriría que en la lejana China, una curiosa teoría versaba acerca del origen del ideograma en un estilo de tejido, así como en el incaico mundo era la representación de la cantidad y la materia. Recuerdo también con gran impresión las imágenes de Cristo con el largo cabello ondulado y la melodiosa barba, más parecido a un león que a un ser humano, y la negra versión del apelmazado cabello, que habría sido una muestra de la dignidad y la renuncia así como de un pacto con el Padre; como también lo había sido la necesidad de no atacar la carne del animal con metales, o la de vaciar de sangre el cuerpo antes de gustarlo.

Cuenta un libro previo a las materias cabalísticas de la leporina península, que Dios creó el mundo en base a las ventidos letras del alfabeto hebreo y a diez cifras llamadas sephirots. Tal creación, sin ser novedosa se diferenció del relato del Génesis al adentrarse en la misteriosa nominación mágica que fue legada por el creador a su favorita creación. Míticamente, plantear que el hacer está ligado a las letras, y que ya no sólo en los nombres hay misterios, sino que en las partículas, en las mónadas que componen el articulado lenguaje de la materia, sería posible hallar la arquitectura de lo creado, tampoco debería alarmarnos. Ya Wainamoinen el runoya eterno, antes que el judío en Praga, hacía poéticamente, animaba las materias conociendo esa huella de los dioses que era la runa. Insuflado y animado, el adánico runoya sabía que en el nombre estaba la cosa, como si la lectura del gran texto llamado por los judíos como Torah, su interpretación, el Tao o el Dharma, lograran religar los retazos del tapiz de la creación, recreándola mas no representándola. La poesía fue esa magia, ese hacer, la intromisión en las particularidades, las letras, su relación con los dibujos, su críptico diseño. Así el comprender el mundo como una textura, un tejido, si bien ligado a las prácticas de culturas más elevadas, no deja de presentarse como una madeja de curiosas simetrías. Desde el lejano Oriente hasta los quipus del Inca, la relación del tejido y el tejer con las huellas de un momento, la testificación de un suceso y la devoción por el transcurso y la historia, han devenido en el enriquecimiento del concepto de escritura. Caros al estudio del espacio en la página en blanco, Mallarmé y Apollinaire disfrutaron en las flexibles morales francesas la creación de un nuevo orden; quizás en ese reconocimiento haya un eco de las primeras marcas. Esto, pues como Walter Benjamin observaba con fascinada introspección en el estudio de la microscopía fotográfica, la imaginación pictórica, antes que dicha técnica, había entrado al corazón de la materia para develar su composición, los originales elementos estructurantes de la gran textualidad terrestre. ¿No es acaso en ese sentido que la helicoidal forma del A.D.N. como una memoria de la especie, semeja las ondas de una cuerda, un tejido o, como plantea la judía religión, una cadena, la tradición, que se encarga de unir los tiempos primeros, de directo intercambio sagrado, con los mediados tiempos escatológicos o mesiánicos?

Aun así, los vicios de la semejanza iluminan fatuamente la árida llanura de las poesías. Desconocer el arte de dichas cadenas y presumir con la falsa erudición que prodiga la inmediata sabiduría, han reducido el trabajo poético a la ingeniosa aleación de aquellas partículas y particularidades que en un tiempo ya remoto eran sagradas por su mediación vinculante con el acto creador. Dentro de un sistema de la moda en que la aparente novedad y el silenciamiento de la repetición, en un circuito poético constituido por discursos que son validados por la negación al reflexionar sobre el propio arte, los recursos, las arquitecturas y la historicidad de todo fenómeno, la humildad que implica detenerse ignorante del agua ante la vastedad del poético océano, podría ser comparada hoy en día con la entrada de un joven poeta vestido de lana bastada, a la manera de los profetas y los sufíes, en una reunión del boato intelectual citadino.

Quiero hablar de textos, urdimbre y la extrañeza de volver sobre ese oficio. Pues como observara con prudente ironía en el prefación a su novela Pornografía, Withold Gombrowicz afirma que la prologal dedicación en la contemporaneidad, lejos de los factores políticos, estéticos o éticos de antaño, cumple una función similar a la de la textualidad adosada a la algarabía de las instalaciones y las artes visuales. En ese sentido, si el prólogo realmente ayudara a entender la situación del arte en estos tiempos, otro sería el valor de lo que hoy se elude por pírricas creencias, la rémora o huésped espurio frente a la luminosa entidad literaria. Si es el pre o post logos la esencia, o la determinación de lo estrictamente literario; si es su ubicación la que convierte al texto en literatura, ¿dónde sino en la silenciosa laboriosidad del acabado, del comentario al propio hacer, la vuelta sobre el hálito primero, la huella donde ha de operar el imperativo crítico? No existe el lugar de lo literario, así como tampoco el de la crítica.

No existe el lugar. Así me hice de cabellos cortos y largos, teñidos por extraños pigmentos. Juventud guitarrista eléctrica. Mas siempre estuvo la serenidad de los libros, de las incorrectas etimologías, la vitalidad de los Calamus Poems de Walt Whitman, el amor que sentí incondicionalmente hacia mí cuando pude ver los cabellos que había guardado mi madre cuando quisieron bastarme, hacerme calvo recién nacido. Y cuando recién pude hacerme del Sartor Resartus, dejé de entender. La moda era importante, aunque viniera de la antigua Alemania de sangre y de niños, de romances. Teufelsdrockh planteaba hace más de un siglo que el vestido, quizás aquello que aún no había sido pensado filosóficamente, era en sí un lenguaje. Por lo mismo, cómo no pensar que aquello que nos recubre, como las capas de una cebolla o la cáscara de una nuez, es decir, nuestra lengua, no es también un vestido, un tejido, texto o cota de aquel metal opresor e infelizmente confundido con lo libre, que es la palabra de la madre. Digamos de la madre, para reunir el tiempo que demoró la vida para llegar a ser una palabra, un arma que fuera transmitida por defensa de la sangre, a través de la sangre. De modo similar los cementerios, llenos de carne antepasada y santa, ven crecer su lenguaje mudo en la hierba y las flores, como un gran pecho enmarañado de vida que se perpetua por la sabia continuidad de los colores y las formas, necesarias y en continua adaptación, para el solar deleite de aquellos que pastamos ignorando los subterráneos movimientos de la tradición. Llena la lengua de hierba, de flores apenas, imaginamos la primavera entre nuestras manos, tejiendo guirnaldas, llenos de un amor a lo que sentimos vida, su verdor y extensión desmesurada. Pero todo el universo es ese ascender la savia, el agua que mora lejos de nosotros y que injustifica todo boato y arrogancia. No podemos decir lo nuestro sino con palabras ajenas. El sentimiento y la experiencia, la sabiduría vestida de conocimiento, no son sino posibles gracias a esa ignorancia que nos dice que creamos, que somos uno y que inventamos. Rozar con la yema de los dedos el paso del polen por la superficie del prado, tentar con la piel adentrarnos en la circular profundidad de los tallos, acabará prosternándonos ante un silencio mayor a la imaginación y la imagen, superior a la palabra. Nos dará la oscuridad necesaria para descubrir los instrumentos gastados, la mellada hoja que clavamos en la cera, como las abejas, para decir que existimos, que la palabra en nosotros es única; simplemente grabando nuestros rostros en la gran calavera de la tierra, intentando así convocarnos. Por estar tan lejos. Tan desaprojimados de decir, restándonos sólo balbucear al río con su sonido o fuerza, mas ajenos a aquello que arrastra y esconde.

Hay amor en ese fracaso y decirlo es amar. Pretender anudar los cabellos de esa gran cabeza, similar a la de Jano, que es también la de Dios. Aquel Dios olvidado que hablara al hombre y sin pretender profeta ni ley, fuera nube y río y montaña. Dicen que esta gran cabeza que es la creación tendría la realidad adosada como una cabellera clara y oscura. Como la sombra de esa luz, esa savia que desciende hasta ser materia, el cabello sería la forma de explicar el tejido, cómo el arquitecto de Maya sin inclinar la cabeza desciende y se fragmenta en múltiples hebras para anudarnos en esta complexión parasitaria de la sombra y el contraste, del dos. Somos ese nudo, la asfixia de hallarnos en el umbral de una era, entre una oscuridad precedente y otra que aún no sucede. Pero hay una raíz, y no es cabeza. Hay un origen, y no es nacimiento.

Pensando en mi lengua y la terrorífica defensa del monolingüismo, he caminado como los antiguos por diversos rincones de mi barrio. Comprobada la inexistencia de repeticiones que pudieran darme cuenta de algún sentido en mi recorrido, cansado y perplejo he vuelto a mi casa. Triste, como tristes son las cosas cuando quien las construyó o las usara están ausentes, mi madre, enferma de una ausencia que aún hoy desconozco pero comprendo, me ha saludado y yo como el hijo que soy le he respondido con un beso. Presa de un tiempo que no es el nuestro, las madres desconocen las mutaciones, pero ese día mi madre comentó instantáneamente el crecimiento de mi barba, y recordando mi primer encuentro con un judío observante, entre la seriedad y la broma le contesté que era judío. Entonces comprendí. Lentamente entró por mi nariz el aroma del cabello recién lavado y noté que el de mi madre estaba crecido. Creció entonces en mí la idea de aquello que crece aún después de muerto, como Sierva María en Del amor y otros demonios, y temí. Cómo algo más macabro que aquello que no se detiene en la tortura del crecimiento aún después del reposo, e incluso de quien creciera. Cómo resistir el reconocimiento de Electra con Orestes en el cementerio, y cómo no pensar en que la hierba entera es parte del crecimiento de aquellas entidades muertas, o quizá como el recuerdo de que cada cosa viviente va a desaparecer por un tejido, una textura que en sí carga la historia. Cómo no temer esa historia y dolerse. Vi en ese punto la lengua entera sin hablantes u oyentes, sin parciales comprensiones ni malos entendidos. Vi esa lengua como este mundo en su extensión sin los hombres y sentí por vez primera amor. Como Edgar Allan Poe, supe que debía hacer el poema de la lengua muerta, de los cabellos creciendo, de la gran lengua de Dios enunciando su sublime YO fuera del Sinaí. Vi en los cabellos de mi madre el futuro de mi nombre y lloré.


II


La música de las plazas siempre queda atrás cuando se entra a la Biblioteca. Es la secreta ley de la escritura o quizá un aroma, lo que comunica ese vínculo con el Orden. Aún escucho el llanto de un pequeño, y no podría decir si es Aquiles o Patroclo, si es Rama o Sita, o bien la madre de algún niño en Ge-Hinom. No sé si el silencio es la manera que tienen de llorar los lectores, borrando la áurea historia que en batallas urdieron las Parcas como un tapiz. Y son el frío, el frío y la piedra los que me hacen recordar que ya he recordado esa figura, en este lugar, y después un viejo adagio del Profeta, el árido castellano de Cansinos, y aquel afortunado alejandrino, que maneja y supera el mismo artificio:

Por la música, esa extraña forma del tiempo.

Estas reflexiones me llevan hasta la puerta de su despacho. Entro; cambiamos una cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquiso, Borges, y me hubiera gustado que le gustara un trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez, usted torna las páginas y lee con altiva faz algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque lo ha confundido con alguno de esos juegos que practicó usted con su hermana, y que ahora interrumpen nuestra reunión.

En este punto mis imaginaciones se ahogan, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la avenida Grecia, no en la calle México ni en la calle Rodriguez Peña, y usted, Borges, se quedó dormido en el ochenta y seis. Mi mal gusto y mi melancolía han tramado una escena imposible. Que así sea (le digo), pero algún día habré de dormir también yo, y se confundirán nuestros tiempos y la historia no será más que un libro que aún no sabremos leer, y de cierta forma será justo afirmar que yo le he traído este libro, y que usted lo ha aceptado.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Conmovedor ensayo... por favor continúa reflexionando en torno a la imagen del hombre como un nudo, ya que aparte de ser el centro de mis propias cavilaciones en este momento, considero que ésta representa ferozmente bien los matices (sombra y contraste) que condicionan la dura y bella existencia del hombre en la Tierra... ahora bien, sería más interesante que tu mirada rebasara el mero campo de la literatura (que siempre encuentra una forma de mentir para expresar lo irrepetible) y se centrara en las "hebras" de la vida en sí, de "lo abierto" según el decir de Rilke, del aún inexpugnable territorio de la fe...
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Querido JM, me han gustado mucho estos textos, (así como otros, en que he callado mi opinión). Exlenetes prólogos y tu ejecución de este oficio, en especial el diálogo, por una parte (I), y reescritura, por otra (II) de Borges.
Tal vez algún día podamos hablar al respecto.
Un abrazo,
M.

Anónimo dijo...

Querido JM, me han gustado mucho estos textos, (así como otros, en que he callado mi opinión). Excelentes prólogos y tu ejecución de este oficio, en especial el diálogo, por una parte (I), y reescritura, por otra (II) de Borges.
Tal vez algún día podamos hablar al respecto.
Un abrazo,
M.

Anónimo dijo...

"El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica", bien lo sabes tú.
Notable texto, te felicito.
C.