sábado, abril 11, 2009

Dear Zachary: La Nanosemiótica




Hace un par de semanas, apremiado por varios motivos, entre ellos el de la misma escritura, leí con cierta desazón un comentario a un texto que había escrito sobre un libro de poemas. El problema era deslizar, quizás con demasiada ligereza o liviandad, una relación entre la estructura familiar y la sociedad, aunque yo no haya querido hallar en estos dos sistemas más que un eco de analogía. Lo que propuse, en resumidas cuentas, tenía que ver con la gran posibilidad que abría para los lectores o quienes quisieran interpretar un discurso, el tomar a la familia no como un impedimento, sino como una categoría de análisis para abrir el gran discurso social y su modo de funcionar. Quizás haya sido un desacierto, como tantos otros yerros acostumbra a no atender un hombre común. Aun así, tal toma de conciencia, al menos en mi caso, me ha llevado a cuestionar el mismo acto de pensar e interpretar discursos, realidades y arquitecturas de lenguaje otras. En este sentido, ser llamado ignorante, altanero y ser criticado por toda palabra engastada en un diseño mayor, junto al desprecio y descrédito intelectual y teórico declarado por bastantes colegas (o colegos), es sólo una parte del gran problema que esconde la crítica. ¿Para qué escribir si ya existen académicos, teóricos, historiadores, y de modo más relevante, si ya existen escritores? Como satélites de un astro difuso, de un discurso en construcción, la única respuesta que se me ha ocurrido (más por defensa, ciertamente), es que dicho astro no existe… Aunque parezca ridículo, mi planteamiento tiene que ver con que si la literatura no está demarcada por ninguna de las especialidades que la atraviesan, es menester completarla críticamente desde otras variables. En efecto, juzgo que la pulsión crítica, aquella que puede beber de cualquier especialidad (humanidades, artes y ciencias sociales) y verterse en una pléyade de géneros, encuentra en dicha hibridez y diletancia a la hora de definir, una real colaboración a los objetos literarios y su historia. Digo esto, pues considero que cuando un crítico lee un producto literario, por lo general, acaba escribiendo en los márgenes (como las marginalias de Poe) un segundo texto que no alcanza a estar sobre el primero (digamos hipertextualmente), sino que lo completa. Hay en la crítica verdadera, y no en esas hambrientas y viles rémoras que producen mentecatos y perdidos, una decisión de insertarse entre las lecturas oficiales (histórico-teóricas) y aquellas que construye o propone el mismo texto en un doble juego: inestabilizando las lecturas que se pueden hacer (abriéndolas) sobre el texto, además de dar cuenta de su relación con la tradición. Este último punto es importantísimo, pues siempre se ha creído que este fenómeno aparentemente objetivo tiene que ver con un descubrimiento. Una acción propia de intelectuales versados a la manera de la enciclopedia o Google, con un conocimiento acorde a la biblioteca de Babel. La realidad nada tiene que ver con esto.

Más allá de los intentos de Borges al plantear la sobriedad y buen gusto para la interpretación, el relacionar un discurso, un texto o una palabra siquiera, con algún sistema o grupo de discursos o textos del pasado, nada tiene que ver con objetividades. Por el contrario, el ejercicio de hallar el vínculo entre palabras actuales y pasadas, siendo estas las mismas palabras en un principio, a saber, superficialmente, es interpretar su función, el incesante río de permanencias y desapariciones, para además, aventurarse y plantear un posible sentido para dicha comunicación entre muertos, entre discursos y lenguajes. Llamaré a esta operación Nanosemiótica, distinguiéndola de la intertextualidad o interdiscursividad, pues la primera busca interpretar dichos signos, no para comprender sólo los textos actuales, sino para, como planteara Borges en “Kafka y sus precursores” diseñar una historia personal de la literatura. Nunca esta operación, que parece ser objetiva en la interdiscursividad, es en realidad objetiva. Presa de la ignoracia y la limitada capacidad de lectura, entendimiento y discreción que poseen los seres humanos, el crítico siempre acaba juzgando todo por la literatura que lo rodea y que quisiera producir. Digamos que el canon, o la serie de estados que determinan una historia, y la historia misma que plantea o planteará, está determinada por su fantasía e imaginación. Cómo hubiera querido que ocurriera dichas comunicaciones y fertilizaciones, es el cuestionamiento que mueve la creación e invención, no el descubrimiento de la historia. Así, la literatura se completa en esta ficción histórica, en la que el crítico, desde un poema, una palabra o categoría, es capaz de ensayar argumentaciones sobre porqué tales textos y no otros se hallan comunicados. La vil crítica nos ha enseñado a trabajar con las tensiones mayores, validada siempre por la producción crítica anterior. En ese sentido, la obviedad y el sentido común, tienen mucho más que ver con la Nanosemiótica. Decir cómo y porqué estas formas, modos y construcciones se parecen, beben de aguas similares, o bien se separan en deltas que habrán de llegar a océanos distintos, probablemente pueda ser asimilado a las pequeñas experiencias que tuvieron nuestros abuelos y padres.

He movido estos puntos para darles perspectiva, acabando por convencerme que por más diferencia y diferir que haya querido instalarse como un dispositivo en nuestros aparatos lectores, lo usual es que se generalice. Por una negación al pensamiento o por una superioridad sicologista que a veces impregna el discurso del crítico, aunque se fije la atención en la particularidad, los juicios que se hacen sobre los discursos están previstos desde su posibilidad, su probabilidad de ser coherentes con otras lecturas. Como lo hacían los Padres de la Iglesia, las glosas deben dialogar con las primeras interpretaciones, en este caso, en materia divina deben referir a las Sagradas Escrituras. Por lo mismo, generalizar, hacer historia de la mayoría e identificar a los seres humanos particulares y frágiles, con un concepto o costumbre que debieran tener por actuar de tal o cual modo, es la forma establecida de interpretar la vida y la obra de los sujetos. He intentado no creer en esto, pero pareciera estar por sobre las capacidades de la crítica. De hecho, la crítica debería estar cifrada en el derrumbe de tal relación de identidad entre lo particular y lo general. Este es el sentido del comentario que hizo Vicente Bernaschina a mi artículo, y es además el sentido de la Nanosemiótica: un modo de leer desde la experiencia particular, derivando hacia las estructuras mayores y los sistemas que podrían contenerlos, no descubriéndolos, sino creándolos. No podemos objetivar las relaciones que existen entre un poema y la poesía, entre una novela y el realismo. Salta a la vista la diferencia radical entre dichos ámbitos, sus contextos y sus temporalidades. Así, crear o inventar una historia particular de la literatura, una historia personal de tales fenómenos pareciera ser también un vínculo entre los maestros y los críticos. Ambos, como lo hace la madre de ciertas aves, debe destruir el alimento para transformar su historia, su existencia objetiva, en una realidad digerible. La innúmera existencia de discursos literarios, sus relaciones, en el decir de aquellos castradores maestros que nos enseñaron, nos dicen que no podemos ser más que ignorantes y que no es posible decir nada más, pues todo está dicho. La opción, en ese sentido, es replicar ese respeto, esa tara y reproducirla a las próximas generaciones. Practicar la agrafía y el mutismo, la repetición incesante de los dichos de esos socráticos maestros muertos que comprendían a la perfección la totalidad y lo absoluto.

Desoladora, al menos, es la realidad de la crítica hoy en día. No hablaré de la producción literaria, pues creo que está directamente relacionada con tal hecho. Ahora bien, intentando recordar a algún maestro que enseñara su credo lector, la voluntad de mostrarnos su historia personal de la literatura, sin aspavientos ni pretensiones, he llegado a un documental, uno que vi hace poco. Dear Zachary de Kurt Kuenne es una película que, sin querer decir estas materias, me las ha recordado. El doctor Andrew Bagby ha sido asesinado por su novia, a quien había informado un par de días antes la separación definitiva. Huyendo de la ley estadounidense, la mujer vuelve a Canadá, donde había estudiado con Andrew. Los padres de Andrew, intentando sobreponerse a la terrible noticia, viajan a Canadá esperando poder hacer justicia y que la mujer sea extraditada. El problema surge cuando ella les informa que está embarazada de su hijo muerto, hecho que obliga a los padres de Andrew, además de lidiar con la lentitud de la ley canadiense, a relacionarse con ella para conocer a su nieto. El documental, si bien refiere a esto, se trata del viaje que hace su mejor amigo, Kurt Kuenne, por Inglaterra y Estados Unidos, para registrar todos los recuerdos que tienen quienes conocieran a su amigo, creando así un collage de imágenes e impresiones sobre Andrew, que él entregaría a su debido momento a su hijo Zachary, para que este conociera a su padre.

Conmovedora y terrible, en el sentido que a lo terrible daba Maurice Blanchot al pensar en Kafka y la Revolución Francesa, la cinta desarrolla una historia menor, que sólo cabría pensar desde la óptica policial. Pero otra es la suerte de esta historia. Como el relato que hace un amigo sobre su amigo muerto, como un intento desesperado por rescatar del polvo, la ceniza y el olvido, la vida de un hombre que jamás existirá ni existió para nosotros, que bien podría ser un número, una roca o un accidente en la página en blanco del mundo, Dear Zachary es también la historia de los padres Bagby, quienes no cejan en su esfuerzo de dignificar la vida de su hijo. En una realidad preñada de muerte, de asesinatos carentes de significado, la lucha de una familia por resistirse al olvido tiene características verdaderamente épicas. Baste recordar la venganza de Aquiles, la furia de Gilgamesh ante la muerte de Enkidú, o las variadas reacciones que presentan las familias ante la fatalidad, para pensar este documental como una acción ética contra las generalizaciones. Los hombres que poblamos esta tierra, si bien parecidos en algunos aspectos genéticos e históricos, portamos una historia otra, un relato menor que a nadie interesa. Las grandes vidas de los grandes hombres, rellenadas con literatura o magia, nos reafirman eso. Como comentara en un artículo anterior, ninguna de esas vidas habría sido posible sin la silenciosa colaboración de historias menores, discursos que se conectan pero que no guardan relación alguna de semejanza con esos relatos mayores de los grandes hombres.

Dear Zachary explora el fracaso que los hombres menores experimentan ante el olvido, aunque también la posibilidad que esconden estos gestos anodinos, estas tragedias cotidianas para subvertir los valores convencionales de toda historia. Como ocurre en Flags of our fathers de Clint Eastwood con el caso del indio Ira, las infaustas realidades, la sensibilidad que esconden quienes padecen la historia siendo cubiertos de arena, niegan de plano las generalidades. Ellos, héroes en la novelística del mundo, degradados como el hecho mismo de contar historias, con el descrédito de vidas intrascendentes, nos muestran que es necesario validarnos desde diferencias radicales y despreciar esas historias y cánones en los cuales sólo participan hipóstasis de seres humanos, personajes de ficción, con relieves y profundidad, pero inexistentes.

Desde la irreductible soledad de la escritura, prefiero tales historias. Las que nada tienen que ver con los grandes conflictos, los monumentos y las estrategias de la memoria. Creo en el valor de esos oscuros profesores de colegio, esa vejez con alas de insecto, ignorados y precarios, fantaseando en el amor a las viejas historias, ignorando incluso que ellos nos enseñaron su historia personal. Ignorando que esas narraciones se parecen tanto a las que me contara mi madre y su madre a ella, y que a veces debemos preocuparnos de los nuestros, de los pocos libros que amamos, los míseros recuerdos, las pobres experiencias, porque es eso lo que podemos decir y escribir. Esa historia es la única que podemos enseñar, sin pretender que abarcamos el cosmos con estas manos, las mismas que acariciaron a la madre, serenan a la amada y cobijarán a los hijos.

5 comentarios:

blackjacket dijo...
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Anónimo dijo...

Don Juan Manuel:

Leí con bastante gusto el texto aquí presente. Admiro la evidencia de tus lecturas, a pesar de que eso no convenga mucho a la tesis. Me gustaría decir que a la hora de enfrentarme a la crítica soy, como en el inglés, tan bueno para leer como para escuchar, tan bueno para entender lo planteado (que lo soy) como para plantear desde la misma gama de referencias una idea propia (que no). En este sentido, te animo a sepultar las malas ondas, y desde otro lado asumir la adopción de nuevas fuentes y nuevos conceptos, sumado eso a tu capacidad para proponer una tesis sin que la clásica culpa del estudiante de literatura tenga que entrometerse. Por cierto, sería generoso de tu parte que nos entregaras un poco más de información sobre de dónde empezó esta trifulka, para ilustrarnos, no?

Para la posteridad: todavía existe eso de relato mayor y relato menor? Ya debiéramos hablar de relato moderno y relato posmoderno, que eso de lo menor ya se está poniendo como al subrayarlo todo, redudante.

Por la entrevista de Snob: tiendo a pensar que un crítico o una crítica inteligente es un sujeto, subjetivo, que comprende al texto en su función subjetiva, al mismo tiempo que de la crítica, social, consigue la esencial comprensión del libro como entidad social, y así con cualquier otro fenómeno. Es decir que, más que una inteligencia como habilidad, lo que el crítico hace de la inteligencia es un hábito.

Saludos,

Juan Manuel Silva Barandica dijo...

Creo que tienes razón en casi todo Maori. Ahora bien, lo del relato moderno y postmoderno es un problema que aún no se revisa con cuidado, por situarse como una superación, es decir, como una cadena. No estoy tan seguro que las injusticias literarias y extraliterarias tengan tanto que ver con el hecho de considerar o no la crisis de un modelo de representación, un narrador o un estado de la situación crítica. Es cierto, puede ser que el cambio de paradigma se deba a nuestra necedad y molicie, aunque intuyo que los modos de producir gozan de perfecta salud.

En fin, agradezco el comentario y te cuento que no hay mala onda alguna, salvo una torpe inclinación mía a desacreditar gratuitamente, cuestión que, por cierto, nada favorece la crítica.

Un abrazo.

jm

Simón Villalobos Parada dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Simón Villalobos Parada dijo...

por fin entiendo tu apelación al llamado tono menor, asunto que ronda esta propuesta, la nanosemiótica -son dos nombre que no hacen sino desviar la atención de su objetivo-, que bien puede ser una falsa modestia, una operación subrepticia, un ansuelo para llegar a la ocupación de los monumentos o las ruinas, los discursos o relatos mayores, que sea como fuere no han sido borrados por la manga de algún escritor joven sino tributando esa nueva dominación del espacio minúsculo en que las letras se lucen. Creo que este artículo es muy útil para formarse una imagen de tu enfoque crítico. Ahora bien, siempre están las excepciones, la conjetura de comparar lo nuevo con los solidarios disidentes y no con el o los modelos: es siempre un foco de tensión, cómo sobreviven las diferencias dialogando entre sí e intentando alejarse de aquello que las definía o define como especie de algo (claro esa distancia es una manera de aparecer). Me gusto el artículo.